Ready Player One, crítica.

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Ready Player One.
El amor a un mundo alterno
Por Erick Estrada
Cinegarage

Tan grande es Ready Player One en forma y en fondo (a pesar de los discursos de odio de los detractores de la cultura popular) que se vuelve inabarcable primero para el espectador y después para alguien que busca deshebrar una sola de sus líneas para tratar de profundizar en una propuesta que ya de entrada susurra discursos casi ocultos pero a la vez juguetonamente evidentes.
¿Será que Steven Spielberg ha entregado por fin su carta de amor al medio que le ha permitido comunicarse con el mundo más allá de las palabras y el pensamiento racional? El cine siempre ha sido para él un refugio y un instrumento de comunicación. Comprendiendo al cine como pocos, se ha convertido en un autor industrial, definición que ya de entrada evidencia y explica las contradicciones en las que el tímido chico judío ha tenido que desenvolverse desde siempre. Tenemos frente a nosotros a un director capaz, competente, con sello y estilo, con capacidad de innovar y reducir todo (o elevarlo)  a un lenguaje cinematográfico pulcro y poderoso, sencillo y rotundo a la vez.

En esta historia de mundos cruzados y enredados, de múltiples apocalipsis (hay por lo menos tres visiones distintas de tres fines del planeta, Guerra de los mundos incluida), Spielberg parece decir debajo de una tormenta referencial que para los más despistados será el corazón de la historia (cuando no es sino el humo que sale de la chimenea frente a la que se despliega esta meta narración), que el escape a otros mundos le ha servido para descubrirse (o para intentarlo) y puede servirle a más personas para cosas similares. Es decir, si en lugar de meternos a un mundo dominado por la realidad virtual más grande de la historia (mañosamente llamada Oasis) vemos a la anécdota como el cruce del cine y las realidades reales, detectaremos a un Spielberg enamorado de su oficio y de sus múltiples posibilidades… Como siempre, pero como nunca.

Es cierto, todo salta desde el monumental guión que hicieron al alimón Ernest Cline y Zak Penn, convocados -como dicta el instructivo- por sus posibles aportes a un proyecto tremendamente ambicioso. Cline no sólo es autor de la novela de la que surge esta nueva propuesta de Spielberg. De él es también el guión de esa maravilla hereje conocida como Fanboys (EUA, 2009) en la que un grupo de amigos se impone la misión de lograr que uno de ellos, enfermo de cáncer, complete el camino hasta el Skywalker Ranch para poder ver antes que nadie y antes de morir el Episodio I (EUA, 1999) de la nueva trilogía de Star Wars. Su espíritu y su encuentro con la cultura popular le dan a Spielberg una mente capaz de entender la propuesta real de esta desde un punto de vista cálido y experimentado y luego entregárselas a él, conocedor de un monstruoso número de innovaciones técnicas y culturales que nosotros simplemente ignoramos.

Penn, por su parte, aporta el grado de aventura (de él es la historia de El último héroe de acción que a su vez se convirtió en videojuego escrito también por él) y el ojo que ha visto la cruza de trabajos como X-Men 2, Elektra, X-Men: The Last Stand, The Incredible Hulk y Los vengadores (de la que escribió la historia). Al tejer, aunque sea medianamente, historias tan revueltas como las que pide Marvel Penn le da Spielberg alguien en quien apoyar una historia más propositiva, más profunda y mejor elaborada como Ready Player One, en la que dos realidades se cruzan en un efecto de montaje emocional que rinde frutos gigantescos: alejándose del enorme defecto de las películas de super héroes en las que entramos a un mundo en el que su invulnerabilidad los vuelve muñecos de peluche aburridos y sosos, Spielberg y sus guionistas evitan ese lastre (hacer de los personajes virtuales inmunes a todo) para dejar que las causas en uno tengan efectos reales y tangibles en el otro, todo de una forma coherente y tremendamente cinematográfica. Así Spielberg lanza al mundo a un nuevo elegido que viajará dentro de su psique y su intelecto cuando se encuentre en los desafíos del mundo virtual, pero que deberá librar batallas reales y físicas en el mundo real. Nada de super héroes. Spielberg (aunque procura evitar las auto referencias) nos da envuelto en virtualidad a un nuevo Indiana Jones que realiza arqueología digital con miras a derrotar a un sistema que puede volverse esclavizante y poco satisfactorio.

Ello ocurre, además, en el tránsito entre dos mundos, uno que recuerda a ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (EUA, 1988), a Cool World (EUA, 1992), pero también a la pesadillesca Alucinaciones del pasado (Jacob’s Ladder, EUA, 1990) o a los viajes del pasado al futuro en pleno presente que como maestro presentó Terry Gilliam en 12 monos (EUA, 1995).

Es con ese guión y con esas miras que en Ready Player One la posibilidad del avatar (de ser uno incluso) propulsa las multireferencias que envuelven a la película: al poder ser quien se quiera se puede lucir como estrella de videojuego, conducir el DeLorean de Volver al futuro (EUA, 1985) o apropiarse de la motocicleta de Akira (Japón, 1988). Ahí, mucho del look de la película y de la(s) posibilidad(es) de hacer estallar su discurso hasta donde la fanaticada lo quiera, pero también las pistas del discurso debajo del discurso que Spielberg elabora con punto fino .

Parzival, el avatar de Wade, nuestro personaje central -un Tye Sheridan que recuerda a un juvenil y extrañamente encantador Richard Dreyfuss (sigamos jugando con las referencias… pero no las obvias)-, lleva el destino en el nombre y es quizá la primera señal del Rosebud personal de Spielberg. Para triunfar en la anécdota debe descifrar varios misterios que lo lleven al encuentro de un objeto deseado que Spielberg equipara -sin decirlo- al grial que ha impulsado, directa o indirectamente, innumerables historias en la mitología, el cine y los videojuegos. Ante esa mirada no sería fortuito el aroma intenso a Indiana Jones y la última cruzada (EUA, 1989) en el momento clave de la pequeña cruzada libertaria de Parzival/Wade.

Con ello como soporte Ready Player One hace de su historia virtual una extensión del mundo real y no a la inversa, como erróneamente lo han querido hacer otras propuestas. En ese bellísimo nudo se unen la construcción de un héroe verosímil y tan vulnerable como nosotros con la mejor inspiración de cruce de realidades estilo Matrix (EUA, 1999) que le sirven a Spielberg para lanzar, por si fuera poco, dos llamados a la “revolución”.

Primero, ejecutando de manera inversa la pesadilla persecutoria de Fahrenhet 451 (Reino Unido, 1966), muestra a Parzival/Wade en la ejecución de su revolución personal en contra de un sistema opresor que, curiosamente, busca el mismo grial que nuestro héroe. ¿Fahrenheit 451? Sí. Ese acto liberador y heroico es televisado a la comunidad entera provocando una revuelta virtual que pronto se convertirá en una real.

En segundo lugar, Spielberg oculta debajo de esta anécdota y en la pelea por ese extraño grial no carente de enigmas, la historia de un chico que cruza las dimensiones de lo virtual y lo real como el Neo de Matrix que quiere deshacerse de los trajeados símbolos de un sistema paranoico y explotador, pero también como alguien que le da preferencia a lo sencillo, y elemental de esos mundos virtuales (y en consecuencia de la vida real), una pelea igualmente valiosa entre la diversión que se encuentra o se fabrica en esas historias y la visión empresarial sobre ella (o sobre la cultura popular), dispuesta a sacrificarla (la diversión) en pos de una mayor ganancia carente de espíritu y propuesta.

Y es que si despojamos de la coraza explosiva de referencias y transformamos un poco los mundos que Ready Player One arma para verlos como los mundos del cine y de la realidad real, Spielberg se revela aquí como el narrador de su propia historia, la del eterno explorador del lenguaje cinematográfico en busca de la historia ideal para expresarse, una historia que siempre y casi siempre encuentra topes en juntas ejecutivas sin alma y sin propuesta a las que tiene que derrotar para lograr lanzar a todo el mundo (el cine es también una transmisión en red de una historia a la que todos ponemos atención) un mensaje que él considera valioso.

Efectivamente, se puede interpretar ad infinitum el torrente de referencias y contra referencias dentro de Ready Player One y ahí se podrá llegar hasta donde la fanaticada lo considere necesario. Pero buscando un poco en la muy compleja estructura de la película, interpretando las posibilidades de sus guionistas antes que sus logros a la fecha; dejando que la genial ejecución fotográfica de Janusz Kaminski nos agite entre dos y a veces tres dimensiones y reinvente el flashback -junto a Spielberg– en un par de jugadas maestras (Parzival en la biblioteca de memorias es sin duda uno de los mejores momentos de la historia); permitiendo que se pesadillice la memoria del más admirado de todos los Kubrick (genial momento de antisolemnidad estilo Spielberg); dejando que el juego de los avatares le dé la vuelta a la propia película (la banda de amiguetes de Parzival podría guiñar a Gorillaz y su ya de por sí rebuscado juego de avatares de rockstars), permitiendo eso, trampas modernas y otras modernísimas, Ready Player One podría esconder un Rosebud más: el eterno amor de Spielberg por contar historias y su agradecimiento al arte/instrumento que le permite ser un Parzival que vive una vida “irreal” enlazada irremediablemente a otra “real”. El cineasta que filma y que aquí se ve filmado mientras filma.

Las referencias son entonces un diluvio de personajes y situaciones, momentos, luces, sombras, nombres, figuras y colores; son los habitantes de ese mundo que el director aprecia, ama, construye y deconstruye, antes que metralleta informativa para trivias y aquelarres de fanboys.

Ready Player One es la gigantesca carta de amor de Spielberg a su mundo alterno habitado por todos ellos: el cine.

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a Los oscuros secretos del Pentágono, dirigida por Steven Spielberg.

Ready Player One
(EUA, 2018)
Dirige: Steven Spielberg
Actúan: Tye Sheridan, Mark Rylance, Olivia Cooke, Simon Pegg
Guión: Ernest Cline, Zak Penn
Fotografía: Janusz Kaminski
Duración 140 min.

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