El violinista del Diablo, crítica

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El violinista del Diablo
La comedia rom
ántica que no triunfa
Por Erick Estrada
Cinegarage

Niccolò Paganini fue sin duda un músico extraordinario y el reconocimiento que se tiene de su nombre a un siglo y muchos años de su nacimiento es prueba de ello. El apellido, además, se presta para armar alrededor de sus andanzas (que tampoco sobresalían de las del resto de la burguesía de su tiempo) una leyenda mucho más cercana al siglo XX. La idea, por lo tanto, no sonaba tan descabellada: relatar su supuesta relación con el Diablo, la venta de su alma, su paganismo musical y esotérico para convertirse en el mejor músico de su época, un visionario… un Robert Johnson transportado al siglo XIX y sus excesos.

Así, con todo y una idea buena, música diabólica y un amoroso compositor, la película no se salva a sí misma. En lugar de tener a un supuesto rock star fuera de tiempo (imagen que el director y guionista Bernard Rose se empeña en vendernos a un precio extremadamente bajo, gafas oscuras y capas negras incluidas), apenas aparece David Garret en escena (el elegido para encarnar al “maldito Paganini”), lo que se dibuja en pantalla es a un macho ególatra y frío, incapaz de reaccionar a nada más que su propia música y a la que ignora apenas se deshace del peso del escenario. Nada de pasión en una película que quiere plasmar lo pasional de un músico y su arte.

Y no es que se pida aquí exactitud histórica. El cine contemporáneo presume de hacer de la historia mera masa primigenia para sacar de ahí anécdotas que le resulten redituables. Pero la superficialidad con la que este guión explora la personalidad de Paganini y de quienes lo rodean (el infiltrado mensajero del Diablo incluido) resulta amenazante y la promesa de una exploración matizada y probablemente inspirada del personaje se queda en el relato de un amor supuestamente imposible al más puro estilo de la telenovela latinoamericana: el amante maldito -el violinista del Diablo- escoge entre todas las mujeres a sus disposición a la más virginal, hija además de su promotor en Londres, un director de orquesta llamado John Watson.

No, tampoco nos encontramos ante Romeo y Julieta adornados con la música de Paganini. La película apenas esboza el conflicto que une/separa a estas dos almas, da la vuelta para regodearse en los números musicales del violinista (ya subrayados en la primera hora de la película) para transformar la segunda parte de la narración en un musical cualquiera, con canciones escogidas del reparto paganiniano y coreografiadas para el lucimiento de las pupilas dilatas de David Garret, a medio tránsito entre el rockero atrapado en los sinsabores de su oficio (que nunca se explican) y el genio que sabe que el mundo no es su sitio (situación que tampoco se desarrolla).

El resultado es un intercambio epistolar que a manera de conclusión se siente gélido y matemático, que “resuleve” un conflicto que nunca existió y que hunde al genio en una depresión que hace más dura su existencia, salpicada sin embargo de fiestas y orgías envidiables, esas que navegaron toda la primera parte de la cinta que, en consecuencia, se vuelve contradictoria de sí misma, vacía, insustancial, musicalmente obvia y humanamente transparente.

Inofensiva por donde se le vea.

El violinista del Diablo
(The Devil’s Violinist, Alemania-Italia, 2013)
Dirige: Bernard Rose
Actúan: David Garret, Jared Harris, Joely Rochardson, Christian McCay
Guión: Bernard Rose
Fotografía: Bernard Rose
Duración: 122 min.

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