El faro, crítica. Película de la semana.

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El faro
Neptuno enloquecido
Por Erick Estrada
Cinegarage

Si uno voltea un poco, sólo un poco hacia atrás para recordar el manejo que Robert Eggers hizo de las herramientas del terror para contarnos sobre el despertar sexual de una chica (La bruja) y el peligro que eso representa para su padre -encerrado en ideología falogocéntrica- ,y si luego de voltear uno se acerca a la opresiva y contrastada elaboración que con esas misma armas Eggers cuenta la micro historia de El faro, podríamos llamarlo ya un maestro del no-horror.

Estas dos historias tangibles están adornadas con instrumentos del horror, del terror psicológico que más que buscar la respuesta primaria del público amante del género (el susto, el espanto) hace de esos medios también su fin con un resultado inquietante, surgido de un discurso racional pero difícilmente explicable a través de él. Especialmente en El faro Eggers usa las atmósferas del terror, su suspenso y lo malignamente onírico inminente a él para despellejar a sus personajes, para analizarlos desde un punto de vista que nos lleva primero a lo surreal para después depositarnos en una pista llena de interrogantes que le dan a la película un halo oscuro tan disfrutable como repulsivo.

Si el pesimismo que comunican sus historias será un sello del cine de Eggers habrá que averiguarlo más tarde. Por el momento El faro nos lleva a las entrañas de una maquinaria monstruosa, alucinatoria y vital que es precisamente un faro en el centro de una isla azotada sin piedad por un Neptuno enojado e intransigente (¿la bruja del bosque?). A esa isla llegan dos marinos, uno experimentado (Willem Dafoe) y con el callo espiritual necesario para sobrevivir las 4 semanas que debe estar atento a que la luz nunca se apague; el otro es un joven inexperto y hasta temeroso (Robert Pattinson) que tendrá que aguantar no sólo las flatulencias recurrentes de su compañero, sino el bautizo de soledad, encierro, aburrición y monotonía que durará también 4 semanas.

Al encierro obvio en esa isla, luego en la cabaña que los resguarda de las tormentas lanzadas por ese Neptuno hijo de puta, Eggers suma un blanco y negro de contrastes hirientes y el aspecto 4:3 de la pantalla (el primer horror del cine se veía así); y a nosotros, testigos de este viaje al interior del interior, se nos encaja además un inglés viejo, casi indescifrable que viene no sólo de la época histórica en que está anidada esta anécdota (fines del siglo XIX), sino de los textos marineros autoría de Herman Melville en que están basadas las pláticas, las canciones, los cuentos, las supersticiones de estos dos marinos (el mal brindis, los pájaros crueles y burlones que azotan las pesadillas de nuestro marino joven). Todo ello conforma un cóctel de locura y encierro, una abigarrada lluvia de imágenes y situaciones monstruosas (¿qué son las sirenas sino monstruos?) en el que el encierro lleva a estos marinos a la lucha ¿para conseguir qué?

La respuesta es sencilla: el marino experimentado se asigna la tarea de mantener la luz viva y eso, aunque representa un encierro más en su ya opresiva situación (de ahí quizá que tenga que alcoholizarse para sobrevivir) es también la oportunidad de escapar a la oscuridad impuesta por Neptuno y al frío impertinente de allá afuera. El marino joven tiene que vencer y ganarse el lugar junto a la luz, entrar a la comodidad y el calor prometido en ese falo gigantesco, única señal de civilización en su mundo, símbolo del estatus y del poder de un sistema regido por falos luminosos en medio de un mundo más poderoso que ellos. 

¿Absurdo pelear por la posesión de un falo? Sí. Por eso Eggers lleva a sus personajes a la locura, al caos, a la lucha moral, espiritual, para cuestionar bajo una lupa artesanal la masculinidad que estos dos creen poseer y lleva todo a un incendio surrealista y deforme, un atasque de lodo y estiércol que hace de la película un delirio visual y espiritual no recomendable para todos los estómagos.

En ese tránsito la película se llena, se atiborra de símbolos, figuras, metáforas -no siempre descifrables- que abonan a esa atmósfera en la que diseccionamos la lógica y la mecánica de estos dos machorrones encerrados para demostrar tanto su patetismo como la confusión que ese patetismo les inflige, para decirnos que ese falo/faro/ilusión de poder no es sino una máquina monstruosa, alucinatoria, ahora no tan vital en medio de ese mar enfurecido que no para ni parará nunca (¿este capítulo final es para Eggers un nuevo aquelarre cercano a la conclusión como el que hizo en La bruja?). Llegar a su luz no le regala nada a quien se decida a hacerla de Prometeo, al contrario, es probable que le demuestre su vacío, su monstruosidad y su falsa luminosidad.

El no-horror ha funcionado de nuevo.

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a La bruja, película dirigida por Robert Eggers.

El faro
(The Lighthouse, Canadá-EUA, 2019)
Dirige: Robert Eggers
Actúan: Willem Dafoe, Robert Pattinson, Valeriia Karaman
Guión: Max Eggers, Robert Eggers
Fotografía: Jarin Blaschke
Duración 110 minutos.

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