Suspiria, crítica. Película de la semana.

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Suspiria.
El otro lado de la pared
Por Erick Estrada
Cinegarage

¿Qué hay del otro lado de la pared? ¿Se trata de una realidad que no queremos ver o que se nos ha ocultado premeditadamente? ¿Qué pasa si uno se asoma a ese otro lado, si se encuentra el paso entre lo que hay aquí y lo que hay allá? ¿Alguno de esos lados es mejor que el otro? ¿Viven en equilibrio o en confrontación?

Luca Guadagnino consigue desarrollar estas preguntas a lo largo de una narración que hace del terror un despliegue estético y que juega con un montaje hipnótico y casi radical para generar estados sensoriales que bien podrían surgir de algún alucinógeno de aquelarre o de la catarata de eventos y transformaciones que desde su Berlín dividido ha caído sobre los habitantes de este planeta (la película está ambientada en 1977, año en que estrenó la Suspiria de Dario Argento) .

Más allá de los aciertos en los que la violenta narración de hechos de Guadagnino se empata con el desastroso y sangriento Otoño Alemán que giró alrededor de la banda Baader-Meinhof; y del otro, el de acomodar a esta embrujada academia de baile justo al borde de un muy fresco Muro de Berlín (¿qué hay en realidad del otro lado?), Guadagnino y su guionista David Kajganich logran también elaborar varios discursos que se montan a lo largo de la película para hacer de este terror algo bastante más profundo y propositivo de lo que es ya la puesta visual, incluyendo por supuesto su alucinante y barroca parte final en la que la sangre y la lluvia gore se convierten en luz y en la que el encuadre se hace fantasmal para recoger los últimos alientos de un baile multitudinario casi perpetuo en el universo de la película.

A veces forzando su cámara, otras alcanzando momentos clásicos y en consecuencia tremendamente atractivos (los contrapicados de Tilda Swinton que domina aquello a lo que tras el corte veremos en picado y en otro espacio), Guadagnino hilvana la necesidad de que veamos lo que hay del otro lado retratando muchas de sus acciones en reflejos de espejos (ahí hay invocaciones a los universos paralelos de Lewis Carroll y también un jugueteo con la personalidad sobrenatural de esos espejos: conectan con otras dimensiones) .

En el inicio conocemos a una chica desquiciada que hundida en la violencia del Berlín de 1977 y en la eterna exigencia de la academia de baile a la que pertenece acude a su psicólogo en busca de ayuda y él, atormentado por sus propios fantasmas (fantasmas que de una forma cruel y cotidiana ve materializados en el Muro), observa y anota todo desde la óptica de una ciencia que privilegia el punto de vista masculino sobre el de todos los demás para descifrar las oscuridades de la mente humana.

Con ese arranque Guadagnino nos obliga a tomar ese punto de vista, el más seguro, el más sencillo pero también el más parcial y en consecuencia el equivocado: detrás del sustento de su ciencia el psicólogo comienza a creer que aquello de lo que habla su paciente (hundida hasta los huesos en una histeria indescriptible) son cosas de brujería.

En el universo de Suspiria esa “brujería” representa entre otras cosas el punto de vista femenino en un mundo no acostumbrado a escucharlo. Al ser un discurso alterno, el otro lado de la historia, el que ocurre detrás de las paredes del sistema, era natural que se le tachara así: brujería.

Es decir, la hechicería que retrata Guadagnino en lo que en primera instancia es una película de terror (los tres papeles de Swinton ajustan ello magistralmente), es también el discurso que ha sido callado todos estos años y que hoy (desde el 2018 reacomodado en 1977) comienza a levantar su voz. El lado femenino de la historia (la de Guadagnino y la real) levanta aquí la voz para liberarse aunque lo haga, por necesidad, detrás de las paredes de su refugio, la academia de baile. En primera instancia es retratado como un acto grotesco (aunque ultra estilizado) para que reconozcamos el punto de vista desde donde lo hemos enfocado siempre (que es también el del psicólogo), para después quitarle el estigma.

En Suspiria y tras una cita clara que puede guiarnos a lo largo de la narración (“La madre es aquella que toma el lugar de cualquiera pero de quien no cualquiera puede tomar el lugar”) estamos por un lado vinculados al espíritu que en su propio caos desplegó Darren Aronosfky en ¡Madre! (EUA, 2017), pero también conocemos la parte de la historia en la que una chica oprimida por el mismo sistema que ahora la observa (y al que desafortunadamente pertenece su propia madre) encuentra la liberación, una liberación irremediablemente ligada al sexo, liberación que La bruja (Reino Unido-Canadá-EUA, 2015) de Robert Eggers materializaba en su propio aquelarre, también estupendamente fotografiado.

El discurso de Guadagnino se toma mucho más tiempo para hablarnos de la liberación de su mujer central (Susie, la aspirante a bailarina llegada desde el Estados Unidos más conservador), del entendimiento que logra de ella misma, pero eso hace de esta película dos cosas extra que hay que agradecer. En primer lugar un acercamiento a ese terror de atmósferas frías que con todo y su estridencia se hacía presente en la primera Suspiria (Italia, 1977) pero también en la posesa y calladamente demente El inquilino (Francia, 1976) de Roman Polanski. En segundo lugar, un regodeo en formas y colores, en sonidos y en espacios (Guadagnino a veces enrarece los encuadres como se nos había olvidado que podía hacerse) que el terror de hoy evade miedosamente.

Suspiria es, entonces, la apropiación en forma y en fondo de una película que se consideraba intocable, un acto terrorista como los del Otoño Alemán, pero también la expropiación del dios (“Tenemos que romperle la nariz a todo lo que se considera bello” le dice Tilda Swinton/Blanc a Dakota Johnson/Susie), todo para lanzar danzas de aquelarre que poco a poco pierden lo grotesco  para convertirse en una pulida danza liberadora en todos los sentidos (¿estamos ya del otro lado del espejo?). Una danza que a través de sus conjuros libera a esta(s) mujer(es) de un sistema que quiere evitar su realización, pero también de la falta de compasión de otras mujeres atrapadas en ese esquema opresor. Por ello tampoco es gratuito que Swinton interprete los tres papeles que cruzan estas ideas (ojo ahí a los créditos).

Pero Suspiria es en consecuencia una invitación a escuchar lo que dice el espejo y al mismo tiempo una convocatoria a la reunión amorosa confirmada en un festival gore final -que recuerda al clímax de la Alucarda (México, ¡1977!) de Juan López Moctezuma-, festivo y agresivo, de cantos de Eros y de llantos de Tánatos (Susie liberada es ambas) en el que se nos pide (ese encuadre post créditos) nuestra culpa y nuestra vergüenza a través de un personaje masculino invalidado, disminuído: el psicólogo que ha atestiguado todo. ¿Culpa y vergüenza de qué? De ignorar los llamados del delirio (esa mentira que cuenta una verdad). De habernos negado tanto tiempo a escuchar la otra parte de la historia, a asomarnos a lo que ocurre detrás de las paredes, a ignorar el otro lado del muro. ¿Qué hay del otro lado de la pared? Una historia de amor que siempre, por no comprenderla, hemos querido ver como una de terror.

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a Call Me By Your Name, dirigida por Luca Giadagnino.

Suspiria
(Italia-EUA, 2018)
Dirige: Luca Guadagnino
Actúan: Dakota Johnson, Tilda Swinton, Chloë Grace Moretz, Mia Goth
Guión: David Kajganich
Fotografía: Sayombhu Mukdeeprom
Dración: 152 minutos.

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