Las críticas FICM 2018 1. Primer día de Competencia Mexicana, Todos lo saben y Érase una vez.

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Estas son las críticas FICM 2018 1 de parte de Erick Estrda. En el primer día del festival revisó Luciérnagas (Bani Koshnoudi), El ombligo de Guie’Dani (Xavi Sala), Museo (Alonso Ruizpalacios), Todos lo saben (Asghar Farhadi) y los documentales Érase una vez (Juan Carlos Rulfo) y Lo mejor que puedes hacer con tu vida (Zita Erffa).

CONOCE MÁS. Aquí pueden ver desde donde estén la competencia de cortometajes en línea del FICM 2018 y votar por su favorito.

Las críticas FICM 2018 1.

Luciérnagas

La búsqueda en la ciudad rota

Por Erick Estrada

FICM 2018

Cinegarage

Ramin es un personaje que no debería estar en donde lo encontramos. El Puerto de Veracruz no parece ser el lugar adecuado para un iraní que no conoce una sola palabra del español. Y sin embargo, es ahí en donde Bani Koshmoudi decide comenzar la historia y las historias de Ramin, unas que van despertando  con cierta parsimonia pero idea en el montaje emocional para, en un discurso velado (a veces de más), montar una historia de amores rotos en una ciudad rota.

Veracruz luce algo agreste, castigado por una segunda década del siglo XXI en la que mucho de lo podrido del ultra capitalismo contemporáneo y las enfermedades que provoca (la ambición idiotamente desmedida de los gobernantes, por ejemplo). Es en esas calles y ese clima cosmopolita y opresivo a la vez (“en Veracruz nadie se queda, es puerto de entrada o de salida mas no un destino” le dicen a Ramin sin que él lo entienda) en donde Ramin comienza a hacerse a la idea de que quizá él es el único que tuvo como destino a Veracruz. Eso debe ser y es una señal.

En su transitar, en su estancia forzada, Ramin busca algo y voltea, parece que inevitablemente, hacia atrás, hacia el amor abandonado en Irán que ahora se siente más lejano. A pesar de cierto embelesamiento con sus propios encuadres y de una insistencia que roza en la terquedad para hacer figurar tanto la personalidad como los pesares de Ramin (es decir, hay un azote emocional que algunas veces sabe exagerado), Koshmoudi logra establecer a los personajes que acompañarán a este joven perdido en sí mismo.

Por un lado tenemos a Guillermo, un migrante centroamericano que confrontará a Ramin con sus propias pesadillas, circunstanciales y emocionales -amorosas incluso-, un personaje que a veces estira demasiado sus emociones sin que Koshmoudi consiga devolverlo al tono taciturno de la historia. ¿Es el ruido en el calmo Veracruz?

Por el otro, está Leti la amable dueña del hotel donde Ramin encuentra refugio (Flor Edwarda Gurrola precisa y sutilmente deslumbrante). Una mujer castigada por el mismo Veracruz que castiga a Ramin pero que al contrario de lo que todo mundo le ha dicho a este iraní, ha decidido aceptar su circunstancia y, sobre todo, eliminar el rencor de su rango de acción.

Personajes perdidos, ambos se encuentran en mucho gracias a que se dan cuenta que un siguiente capítulo es necesario en sus vidas. El gran logro de la película de Koshmoudi es que logra marcar ese encuentro y esa comunicación sin necesidad de introducir el elemento amoroso que ahora se esparce como una plaga por el cine mexicano. Luciérnagas opta por otros lazos, por otras comunicaciones (muchas de ellas inundadas de desgracia) para maquilar la idea de la unión de estos dos seres maltratados.

La película, sin embargo, se siente algo falta de músculo y es probablemente por ello que antes de que el encuentro de estos seres rotos se consume, pareciera que busca hablar de cicatrices (físicas y emocionales), de parejas (físicas y emocionales) y de nuevos rumbos (también físicos y emocionales). Y al final, no recorre ninguno de esos caminos.

Es en esa falta de músculo en donde el remate se siente laxo pero en donde también profundiza el resto de la narración, el tono taciturno, casi apagado, resistente pero no combativo que nos ha invadido desde el principio.

Ello puede verse como un defecto pero es también un acierto. Luciérnagas es fiel a ella misma, pero queriendo -como quiere- provocar preguntas antes que respuestas (ahí está la secuencia final) le habría sido más útil menos voz baja, algo que no nos dejara con la sensación de que la conclusión -esa necesidad (e incluso petición) de dejar ir- llegara con más luz y menos como producto de la inercia de la narración.

Esa narración es el inicio de un estilo, el cuento que se susurra, los hechos que se ven perdidos en la memoria o en la cruda emocional del desencuentro. Y a pesar de sus titubeos Luciérnagas es una buena descripción del hallazgo consumado en esa ciudad rota envolviéndola en los dolores que lo provocan.

 

El ombligo de Guie’Dani
La domesticación
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Guie’Dani y su madre se dirigen a la Ciudad de México. Pero no lo hacen de forma 100% voluntaria. La madre de Guie’Dani ha aceptado trabajar en la limpieza y la cocina de una familia de clase media chilanga y su hija la acompaña mientras la escuela comienza de nuevo. El choque es brutal.

Xavi Sala demuestra en los deambulares de Guie’Dani en esta casa en donde todos tienen prisa, un ojo filoso ante los vicios y las enfermedades de esa clase media mexicana, que apoya su propia existencia (hacia adentro y hacia afuera) en un racismo centenario que hoy muestra ya sus peores características (estamos en la segunda década del siglo XXI) pero sin dar aviso de cambio, mucho menos de desaparición.

Guie’Dani es inquieta, lista, muy lista, y precisamente por eso calla y estudia esta casa de prístinos suelos pero modales asquerosos, de ventanas impolutas pero de miradas enfermizas, de sonrisas abiertas en el saludo pero de comentarios hirientes y descarnados (fruto de la incultura y la inseguridad de esa clase medianamente acomodada) en cuanto Guie’Dani o su madre parecen no estar a la vista.

Los paseos de Guie’Dani en la casa que la aprisiona son retratados a través de una cámara centrada en ella y son reflejados a través de un diseño sonoro igualmente centrado en ella. Vemos lo que ella ve y como ella lo ve. Escuchamos lo que ella escucha y como ella lo escucha. La forma de El ombligo de Guie’Dani nos marca una distancia (la de la chica con respecto a los demás) que nos ayuda a acentuar lo malicioso del comportamiento de esta familia que, en consecuencia, evidencia todo lo mal que hay en sus formas y por supuesto, en su fondo.

Guie’Dani escucha y calla cuando esta familia le dice a su madre que su “cuartel general” es el cuarto de lavado; cuando lanza cumplidos creyendo que son equivalentes a un buen trato; cuando hablan en inglés como un estúpido mecanismo de defensa para no ser “escuchados” por Guie’Dani o su madre y para marcar (siempre ante ellos mismos) un estatus diferente, presumiblemente superior. La decadencia.

El enorme acierto de Xavi Sala está precisamente en el uso del idioma. Si bien la familia lo usa como un arma débil, enclenque y sin efectividad (es evidente que Guie’Dani, en su silencio, sabe todo lo que se habla en la casa), las dos mujeres llegadas de Oaxaca (forzadas por sus circunstancia después de todo) hablan zapoteco con toda naturalidad, sin ganas de separarse o de esconderse de nadie. Al contrario de lo evidenciado por la familia, el lenguaje es su identidad, modificada, castigada, perseguida incluso, pero identidad a fin de cuentas.

Al contrario de la decadente familia que los aloja más para conservar comodidades que por una necesidad real, Guie’Dani -que mira con los ojos profundos de una raza milenaria y que en consecuencia ve más de lo que nosotros podremos ver jamás- busca tirar esas paredes, olvidarlas, derrumbarlas aunque sea figuradamente y opta no sólo por desobedecer la orden de dejar de hablar zapoteco con su madre (una orden que refleja el miedo de sus captores), sino por enseñarle el idioma a su vecina.

Con ella, además, cruzará otra frontera. Conservando una forma natural, sin exageraciones, prácticamente neutra aunque refugiada en los ojos y los oídos de Guie’Dani, Xavi Sala permite a estas dos chicas un acto rebelde en contra de sus opresores, acto que es tan ingenuo como provocador (algo del mejor ludismo hay en ello) en el que lo único que hacen es cruzar todas las líneas prohibidas que se les han impuesto, una a una, desde lo más obvio (responder el teléfono… o dejar de hacerlo), hasta lo más significativo: dejar de limpiar, pisar los terrenos que el amo considera sagrados o, por lo menos, permitidos sólo para los suyos.

En ese acto rebelde, en ese comenzar a destruir las barreras que la oprimen, Guie’Dani comienza su transformación final, una que la película construyó a base de sus miradas (deslumbrante Sótera Cruz). Esa transformación es, igualmente, callada, elaborada poco a poco, y de ahí el remate casi abierto que propone Sala.

Guie’Dani ha comenzado a derrumbar muros mientras la familia que vive dentro de ellos decide que esos muros son lo mejor que tienen. Alguien tiene la razón y la secuencia final de El ombligo de Guie’Dani, abierta, fría, dura en la fragua de la madre esclavizada, no nos deja duda sobre quién está en lo cierto.

Una de las identidades de esta historia (el choque brutal de un inicio) ha salido fortalecida y la forma en que nos lo han contado es realmente conmovedora.

 

Museo
La maldición de Tlaloc
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Este es un país de vitrinas vacías. Esa podría ser la sentencia de una película llena de símbolos y metáforas como las que acomodó con una paciencia infinita y una resolución escalofriante el guion de Museo, escrito por Alonso Ruizpalacios y Manuel Alcalá, una especie de anti thriller gélido y trágicamente cómico que decide seguir a los dos ladrones que a finales de 1985, el año del terremoto en México (estamos a punto de entrar a un país traumatizado) decidieron robar el Museo Nacional de Antropología, uno de los orgullos que la Ciudad de México presume al mundo. “Nunca antes el Museo había recibido tantos visitantes como lo hizo después del asalto” dice Wilson (nuestro narrador), un hombre condenado a vivir en la sombra de Juan, el autor intelectual de este movimiento criminal.

Museo, en uno de sus varios aciertos, se aleja del camino obvio que habría trazado una película menos ambiciosa (el de masacrar a los ladrones, “enemigos de su patria y de su historia” como se dijo en los medios de esos años). En su lugar, propone y elabora un discurso más interno, más de exploración de estos dos personajes, de varios que los rodean y a través de ellos, de un país que parece condenado al auto escarnio y a la repetición de sus errores y sus pecados.
Es decir, Museo es una visión crítica a un México que voltea a su pasado para darse cuenta, si es que quiere, que el camino recorrido es infinitamente menor al que se creía.

Está primero la cámara opresiva y opresora sobre Juan y Wilson, menos que antihéroes, desdibujados protagonistas de su propia historia, compleja pero al mismo tiempo típica desde su propio entorno familiar (los usos y costumbres mexicanas y su monumental agresividad pasiva). Con esa fotografía, con el paciente acercamiento y travellings que reconstruyen la información en la pantalla, Ruizpalacios y su fotógrafo Damián García, siempre dan espacio a estos satelucos aburridos de su vida cíclica y circular, para después, tras intercambiar ideas, oprimirlos de manera literal, acercarse a ellos para negarles aire y espacio, para redefinir sin decirnos una palabra lo fallido de sus planes y lo estúpido de sus ejecuciones. Ahí está el plano secuencia de la venta de las piezas robadas en la mansión acapulqueña que con fina saña viaja de una lejana pecera al rostro de Juan, desprovisto de armas y lucidez, ansioso por recuperar el espacio que hemos devorado guiados por la cámara. Ahí está también la secuencia del asalto, que inicia en un desconcertante top shot y que nos regala la carrera hacia el interior del museo con los ladrones retratados de cabeza. El error de los personajes es obvio pero es presentado a través de un lúcido despropósito desde la cámara de García.

Ese enfrentamiento eterno entre estas dos personalidades, el opresor (Juan) y el oprimido (Wilson que para más pesar se llama Benjamín), el planificador y el ejecutor, el fuerte y el débil, el loco y el temeroso, se remarca además con el retrato de sus diálogos y sus discusiones, siempre cara a cara ya sea por un juego de reflejos, culpa de una pantalla dividida, o por una composición que, nuevamente, los pone cara a cara siempre y en todo lugar. No son un equipo, son dos rostros que se necesitan pero que al mismo tiempo se repelen.

Alrededor de ellos Museo dibuja otro retrato de los años 80, hoy tan celebrados en un país que parece temeroso de perder esos colores y esos nombres en lugar de construirse nuevos. El de Museo es el México de las cenas de navidad pesadillescas, de las hipocresías familiares, de la ropa que no aparecía en la televisión, de la música que no entraba a las compilaciones de hits. Museo habla entre sus capas de lo que no queremos hablar.

Más allá de ver a los vencidos (Juan y Wilson son no ganadores eternos) y de buscar en su psique, Museo saca de esa psique los símbolos necesarios para decirnos que este país es ellos y que, probablemente como ellos todos hemos dado demasiadas vueltas en nuestros errores sólo para darnos cuenta que si corregimos el rumbo nos daremos de cara contra un muro. El retrato de México que hace Museo (en símbolos, metáforas y personajes), el dibujo que deja ver en su sentido del humor lúcido y cruel, duele porque es un país que duele y al que le llueven maldiciones. No es gratuito que entre otros significados la narración empiece con la anécdota del Tláloc transportado “sin permiso ni perdón” de su lugar de descanso a la entrada de un museo. ¿Somos el país que hace trizas a sus dioses desatando consecuencias funestas?

Porque eso parecen hacer Juan y Wilson. Porque así se han hecho los museos. Porque la historia y la memoria no son lo mismo (recordemos, estos son los 80 que México no quiere recordar). Porque a este país le fascinan las vitrinas en donde había algo que ahora se sabe perdido, ya sean piezas arqueológicas, memorias o historias, la Memoria o la Historia. Somos el país que se fascina ante lo que ha perdido y eso es una maldición.

Museo diseña sus espacios, elabora su estructura –Tarde de perros (EUA, 1975) es una referencia para entender la bomba de tiempo que es esta infortunada pareja-, aparece y destierra a sus personajes demostrando primero un gigantesco paso de Ruizpalacios a partir de lo presentado en Güeros (México, 2014) y después una necesidad intensa de comprender a este presente desde un pasado que muchos preferirían olvidar, un pasado que muchos quisieran que fuera una más de esas vitrinas vacías.

En esta aparente amargura la película es, también y sin embargo, la invitación a saltar la valla, a procurar el cambio, a entrar a un periodo de madurez inevitable y al que probablemente hemos sorteado dando vuelta siempre en la misma curva, tomando la misma salida. Ahí están los símbolos.

 

Todos lo saben

La nueva pareja

Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Veremos el tejido de una desgracia. Con la mano sabia de Asghar Farhadi la información, los pensamientos, los cruces de circunstancias y un plan oculto serán, sin embargo, el pretexto del director para que debajo de esa desgracia pueda mantener y extender sus conocidas exploraciones de la pareja humana, aunque aquí lo hace en un terreno en el que parece jugar de visitante.

El entorno es completamente español, mucho más emparentado con las clases medias de Almodóvar que con las ciudades -o los paisajes- iraníes que ya le conocemos a Farhadi. Almodóvar suele abordar sus dramas con algo más de impaciencia que a veces sabe a ímpetu. Farhadi se da su tiempo y en ese tiempo hace sentir que esta nueva película simplemente encuentra baches en el camino. Resulta extraño reconocer el estilo del iraní en ambientes que no acostumbra, como la provincia española en la que está a punto de rebelarse esa tragedia tejida con probablemente demasiada paciencia. Sus personajes se presentan y hablan español (y sentimos a Farhadi algo fuera de cancha): Laura (Penélope Cruz desesperada y desesperante como exige el personaje… bueno, quizá algo más de lo que exigía el personaje) y Paco (Javier Bardem a quien simplemente le compramos el cuento completo, sin cuestionamientos) y un reparto de lujo que, hay que decirlo, uno que otro director español envidiaría o envidia ya.

Alejandro (Ricardo Darín) se suma a los hilos que maneja Farhadi para que al desatarse la tragedia en el segundo cuarto de su película (que es el cuarto en que Farhadi halla su tono), comience la exploración de la pareja, una que a veces sabe a A Separation (Irán-Francia, 2011) pero que en los cambios de aires mantiene las inquietudes del director en situaciones que, de alguna forma, sólo podrían ocurrir en la provincia española.

La cosa, además, va en ascenso. El secreto inexistente -el que bautiza la película- se desvela frente a nosotros como si fuésemos nuevos miembros en esta familia que se reúne después de mucho tiempo: Laura regresa a España para la boda de su hermana después de un exilio en Argentina en donde se ha casado con Alejandro y entre los abrazos y las anécdotas conocemos primero el lado luminoso (y podríamos decir público) de su familia para que, al estallar la desgracia, las puertas de los roperos se abran y nos dejen conocer a los esqueletos escondidos en ellos (¿su rostro privado?).

Esos esqueletos son (se trata de Farhadi) más morales y éticos que físicos (y quizá ahí se reencuentre con los dramas almodovarianos). Por si fuera poco, no son tan “esqueletos” como quisiéramos creer pues “todos saben” que están ahí.

Escapando de la limitante anécdota del pueblo chico infierno grande, Farhadi hace que Paco tome importancia y explore los rincones de la casa familiar (en la que paradójicamente ha crecido casi como un miembro más) para encontrarse (¿o reencontrarse?) con un nuevo tejido,  envidias y rencores que se convierten en las llaves a través de las cuales exploramos a las parejas de Paco (su esposa y Laura, con quien convive desde niños), a la familia que ha afectado su desarrollo, a las otras parejas dentro y fuera de la familia (hija y padre obligados a la convivencia eterna del patriarcado de provincia; la adolescente extranjera que conoce a un chaval local; las parejas de amigos que rumoran y pasan lista al pueblo en el bar del centro).

Con ellas y con una situación verdaderamente explosiva en el medio (Farhadi suele usar extremos menos evidentes), la película halla un suspense que rebasa su anécdota.

El secreto a voces confirma nuestras sospechas (terminamos por saber lo que todos ya saben). Las consecuencias de ese secreto dentro de la familia también aparecen dando la razón a nuestras premoniciones, la verdad se dice en voz alta y la gente del pueblo reacciona precisamente como sabíamos que iba a reaccionar. El derrumbe moral y social de una comunidad ocurre finalmente.

Esa pareja implosiona entre telas y puertas ocultas que esconden todos los vicios que conocemos (la creencia de que el dinero es un reflejo de la hombría de quien lo posee por ejemplo), el desastre sigue presente, los cuestionamientos hacia los personajes son imparables (Alejandro es sin duda un humano miserable) y todo ocurre, repito, de acuerdo a lo que ya pensábamos que iba a ocurrir.

¿Se trata entonces de una película previsible? De ninguna forma. Farhadi logra armar este nuevo drama alrededor de una pareja nueva, de otra pareja, para decirnos que en mucho de la miseria humana no hay escapatoria, por mucho que se sonría en la boda de la hija en turno.

Al final, una pequeña bomba.

 

Lo mejor que puedes hacer con tu vida
El entendimiento de la sotana
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Imaginen que en una familia de bomberos nace un pirómano. Una sensación parecida parecería ser la que jala el gatillo de Lo mejor que puedes hacer con tu vida, de Zita Erffa, amorosa hermana que nos cuenta la estrecha relación con su hermano desde la infancia temprana hasta la vida adulta en la que él, prácticamente de la nada, decide incorporarse a la maléfica orden de los Legionarios de Cristo.

Maléfica no es, en sentido estricto, la palabra para describir a los Legionarios pues, en teoría (su teoría), están entregados a la vida religiosa ultra católica. Y, la verdad, un pirómano en una familia de bomberos resulta algo más extremo que la idea de que el hermano de Zita haya decidido unirse a los Legionarios. Lo mejor que puedes… usa casi como pretexto la decisión de este hermano para cuestionar muchas más cosas de las aparentes en un primer vistazo. Ese es el núcleo de sus cualidades.

En primer lugar tenemos la equilibrada narración, una en la que a pesar de que Erffa es al mismo tiempo narradora y objeto del documental (todo parte de la decisión de su hermano), no se siente una mano invasiva que demande atención. La distancia entre esta división de papeles es certera por no decir extremadamente cuidadosa.

En segundo lugar, en ese tono casi objetivo (meta imposible, admitamos de una vez), siendo un Legionario el objeto central de Lo mejor que puedes hacer… le da la oportunidad a Erffa de diseccionar poco a poco, con una ironía casi muda, mucho de la estructura  y de los mecanismos de esta orden que, ahora sí, en las entretelas se manifiesta casi maligna, completamente controladora y opresora de todo tipo de libertades, como la de elección.

El remate final, con todo y el ojo crítico puesto en la infame orden fundada en México por el no menos maléfico Marcial Maciel, es el tácito retrato que la película hace de la familia Erffa, nunca decididamente alejada de un camino previo hacia los horizontes de los Legionarios, nunca decididamente crítica con las visiones extremadamente conservadoras de su entorno.

¿Hay algo de culpa o premeditación de parte de la familia para que uno de sus miembros haya decidido incorporarse a los Legionarios? Esa es una pregunta que el documental deja flotar mientras evoluciona, mientras apunta a la orden, mientras narra con una familiaridad tan natural como cálida la “pérdida” del hermano a manos de un conjunto de hombres con sotana.

La pregunta, afortunadamente, se queda ahí. Como en todo buen documental, la respuesta debemos hallarla nosotros para luego dirigir la misma cuestión hacia nosotros mismos.

 

Érase una vez
El sueño
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

La construcción de un sueño toma tiempo y espacio, tiempos y espacios que pueden y deben retorcerse y desdoblarse para darle tiempo al sueño y espacio para acomodarse. Esa, reinventándose, reculando y empujando sin narración clara pero con un propósito poderosísimo (hacernos sentir, disentir, soñar y desvariar) es la pieza que Juan Carlos Rulfo presenta con el nombre de Érase una vez.

Y es que esta demostración del poder del montaje soberano, esta historia que se llena de historias incompletas y que termina sus frases con trozos de estas frases, está lejos de ser un intento fallido. Todo lo contrario. En viajes al norte y al sur del México fracturado y fraccionado de nuestros años, Rulfo une miradas, personajes, rimas, huapangos y rap, cuentos y sueños, metas e inicios para comunicar todo tipo de emociones que son una y que es una fuerte: el poder vital ante la innegable oscuridad, la mirada limpia ante la violencia anónima, la salida del sol  que no niega la noche.

La sombra para los muertos, el sol para los vivos, el salto al vacío de un volador en Papantla que inspira a los que vienen detrás (unos más pequeños que los otros) a saltar a ese y a otros vacíos, la narración cíclica que libera ideas y todavía más emociones, la rima y el baile que no corresponde a la música que escuchamos, porque escuchamos la música de las músicas que Rulfo registró a lo largo ,ancho y bajo de este país. Diablos que aúllan (menudos rugidos) y niñas que cantan cuando hablan.

Érase una vez es una tersa invitación al luminoso vacío de sus ideas sumadas. Vacío no porque no tenga nada, sino porque todo lo que tiene lo podemos acomodar como se nos antoje, entre parpadeos y suspiros, entre las anécdotas que brotan y las sonrisas que se dibujan, las de un México que de vez en cuando nos pide que recordemos el gordísimo tronco de su parte vital y de sus luces.

Una gozada.

Las historias que Rulfo arroja a la pantalla rebotan como las canicas del chiras pelas, chocan en las esquinas y generan el nacimiento de otras tantas, ninguna consecutiva, todas acumulativas en este dorado torrente de vistas, de gifs auditivos, de música y palabras, de rimas y rezos, versos de graffiti, haciendo música con los encuadres y rimando movimientos con sus ritmos.

En Érase una vez Rulfo narra mientras documenta, desde el corazón, desde la locura, desde la razón y desde la hermosura de un tiempo que siempre es el mismo, “somos nosotros los que cambiamos”.

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