Las críticas FICM 2018 2. Competencia mexicana, Beautiful Boy y Cold War.

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Estas son las críticas FICM 2018 2 de parte de Erick Estrda. En el primer día del festival revisó Leona (Isaac Cherem), Las niñas bien (Alejandra Márquez Abella), Beautiful Boy (Felix van Groeningen) y Cold War (Pawel Pawlikowski).

CONOCE MÁS. Aquí puedes leer las críticas de Erick Estrada a lo que revisó en el primer día del FICM: Luciérnagas, El ombligo de Guie’Dani, Museo, Todos lo saben, Lo mejor que puedes hacer con tu vida, Érase una vez.

Leona
El nacimiento
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Isaac Cherem no pierde el tiempo. La introducción de Leona es tan misteriosa como directa y a través de ella, de una ceremonia que es a la vez realidad bruta y evento desconocido, nos presenta también a Ariela, una oveja negra en un cerrado círculo judío de la Ciudad de México.

Así Cherem libera a Ariela, una jovencita que busca desde ahora, a veces oteando y otra en plena rebelión generacional, un rumbo personal en un círculo que a veces se le manifiesta tan cerrado que se vuelve claustrofóbico. En ese planteamiento, aparece Iván, un joven que no pertenece a la comunidad judía y que por lo mismo -desde la mención misma de su nombre en reuniones y comidas familiares- es rechazado como “impropio” para salir con ella.

Leona parece buscar el conflicto Romeo y Julieta entre sus personajes protagónicos. Sin embargo, con un cambio ágil de historia, siendo fiel a Ariela que es en realidad en quien debemos fijarnos, usa al mito romántico por excelencia para sacarla de ese círculo cerrado, impositivo, controlador y muchas veces tremendamente machista, para experimentar con ella en una libertad que a veces no lo es tanto. La situación límite en la que Ariela se ve inmersa, lejos del apoyo familiar, lejos ahora de quien creía el amor de su vida, permite a Leona buscar al lado de su personaje central las libertades necesarias para su crecimiento pero también a añorar las seguridades de su entorno “natural”, todo sin dejo de melancolía y, especialmente, sin permitirse caer en los azotes tremendistas del personaje solitario y abandonado.

Por el contrario, la cinta de Cherem (escrita al alimón con Naian González Norvind, quien además interpreta a Ariela) entra al laberinto de su personaje y sin trazarse una meta definida consigue elaborar una en el proceso mismo de la narración. En otras palabras, Leona demuestra su inteligencia en el entendimiento de que no cambiará la posición de la comunidad de la que sale Ariela pero sí mostrarla a quienes no pertenecemos a ella; pero que tampoco podrá redefinir el nuevo mundo al que Ariela se introduce (también con filias y fobias, presentado con ventajas y también gigantescos defectos), completamente desconocido para quienes viven lejos de él.

Así, en la aventura que emprende Ariela (sin batallas físicas, sin dolores innecesarios, mesurada y brillantemente dosificada en sus anécdotas), Cherem parece proponer el diálogo con el diferente, diálogo a veces violento otras mucho más dulce. Leona parecería mostrar que la búsqueda de libertades (de parte de hombres y mujeres) es, más allá de necesaria prácticamente un derecho, todo en un tono descriptivo que si bien no es ni violento ni cuestiona, es real y centrado, a veces incluso, con toques sutiles de comedia. La razón es simple: la idea de Leona, de su guión, de la transformación de su personaje, no es la confrontación sino la descripción, no es el grito de la respuesta sino la narración que desahoga, plasmar antes que derrumbar, contar antes que negar.

En medio de ello, se sugieren temas tan atractivos como necesarios, desde el machismo rampante en todos los niveles de la sociedad mexicana (“¡Embarázala para que se quede contigo!” le dice un amigo a Iván mientras la familia de Ariela está empeñada en casarla con un buen partido aunque se trate de un completo desconocido) hasta la nueva definición de amor y libertad en generaciones a las que el mundo actual les dice muy poco al respecto.

Sí, se trata de una narración lineal, pero de ninguna manera es plana. Estamos en un cuento que busca el realismo en sus esquinas, pero que no le impide a Cherem la búsqueda plástica y el encuentro de varias secuencias memorables. Efectivamente, estamos ante un personaje en búsqueda, pero se agradece enormemente que no nos presenten a un personaje perdido. Se trata de una ópera prima, pero una en la que tanto en el guión como en la puesta en pantalla vemos a un par de narradores (Isaac y Naian) oteando en la dirección correcta, como Ariela, que en el remate de la película nace -o renace- en su propia ceremonia, una personal y trascendente, tan misteriosa como directa.

 

Las niñas bien
Fortunas heredadas
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

¿Estamos atrapados en un sueño? Es el sueño de Sofía (Ilse Salas sorprendente), esposa joven que se ve a sí misma en las nubes del jet set internacional trasladado a las medidas de un país en crisis, en eterna crisis: México, años 80.

Con un paso firme, seguro, pero que pareciera no querer demostrarlo (qué bonita trampa se nos tiende), Alejandra Márquez Abella elabora un finísimo tejido para envolver con él a “Las niñas bien”. Esa envoltura, más que un regalo hacia nosotros, es una especie de dulce envenenado que tiene como imagen de venta la mirada lúcida pero ensoñada de Sofía, quizá intencionalmente abstraída (esta mujer es un estuche de vicios aspiracionales). Ese dulce envenenado se infla frente a nosotros a través de casi viñetas en las que vemos la desproporcionada mirada que la clase media alta de los años ochenta mexicanos tiene de ella misma, vendiéndose la idea de merecer todo lo que tienen que, dada la historia económica, social y política de un país como México, son bienes y fortunas hechas por padres y abuelos y que llegan a fines del siglo XX derruidas, a cuentagotas, símbolo de un país que muchas más veces de las necesarias le ha cortado la cabeza a un corral entero de gallinas que ponen huevos de oro.

Estas mujeres, sin embargo, se pasean en esas ensoñaciones de grandeza para negar lo que ocurre más allá de los muros de sus casas, adornadas la mayor parte de las veces con los muebles y los manteles también heredados de padres y abuelos. Y lo que ocurre más allá de los muros todos lo sabemos. Márquez Abella muestra a estas mujeres, las niñas bien, casi con tacto, con pincel fino, como carnada de una trampa que la película despliega, repito, finamente.

El odio hacia lo que Sofía y sus amigas (se) hacen y (se) dicen, la desesperación y a veces impotencia, se multiplican no sólo por la visión que Sofía tiene y se construye del país, de las calles de la Ciudad (una visión inconsciente, inmadura, inútil para entrar al nuevo siglo) y en sus primeros 30 minutos Las niñas bien es un esplendoroso catálogo de instrucciones para incomodar a quien la ve pues la pesadilla de la clase alta se desnuda después de que tragamos la carnada de la mirada ensoñada hacia ella. Es decir, Las niñas bien nos enlista los vicios y la pesadilla de la clase media alta mexicana no para identificarnos con ella (para eso estaban las historias que en esos años se contaban) sino para incomodarnos con sus actos, con su desapego a un país eternamente fracturado. Si hemos tardado en desarrollar ese rechazo es precisamente por la precisión narrativa de la película, que despega de un guión meticuloso y aterriza en una puesta en pantalla al mismo tiempo tierna y cruel. Tierna no sólo por sus colores y sus sonidos, sino por la desesperante ingenuidad de las amigas de Sofía (¿hay amistad en círculos que se desarrollan de esta forma?). Y cruel porque Márquez Abella nos presenta esta mirada furiosamente crítica desde el sueño en que Sofía se sueña.

Más que un retrato de la clase media, esta serie de viñetas que destilan una historia de caída en picada, trágica, dolorosa para quien la vive y pierde las fortunas heredadas, es un colmillo crítico, es una broma mordaz que no busca venganza sino que espera a que aparezca el karma del perro cobarde, que dibuja los vicios de la burguesía mexicana, tan arraigados en un país que no los necesita, que muestra una decadencia gigantesca señalada ya en los personajes del cine mexicano de los setenta pero que el cine contemporáneo había mostrado con pretensiones elevadísimas, con lenguajes indescifrables, con mamonería y pésimo gusto.

Las niñas bien ajusta el tono y presenta a su burguesía saqueadora y sin compromisos como merecedora de gobiernos que ladran su inutilidad, burguesía de fortunas desaparecidas en habanos de cuarta, de dólares perdidos en deudas imbéciles (la del coche nuevo por ejemplo). A su lado, está esa psique retorcida que justifica todos los pecados y que acomoda a sus personajes (de los que Sofía es el tótem narrativo, ella es todos los personajes, ella es la incómoda burguesía mexicana) en la aspiración a un American Psycho (EUA-Canadá, 2000) sin dólares, sin cocaína y sin válvula de escape.

Es por ello, por la carencia de una válvula de escape real o ficticia, que la película busca más su implosión, una implosión que concluye con personajes y situaciones invertidos en los que quien estaba arriba ahora está abajo y viceversa; en la que los ladrones son los mismos e incluso visten las mismas ropas (ese juego con las mancuernillas, lúcido y a la vez casi escondido en la película), en los que la salida parece ser solamente esperar a que ese destino en que vive la burguesía devuelva las cosas “a su lugar”.

Pero mientras ese destino se manifiesta, el sueño de Sofía se ha convertido en una pesadilla, pesadilla de la que sin embargo, nos toca a nosotros despertar.

 

Beautiful Boy.

La pérdida del enojo

Por Erick Estrada

FICM 2018

Cinegarage

Inexplicablemente, pero haciendo que en ella se detecte cierta torpeza, Beautiful Boy está dividida en dos en más de un sentido.

En primer lugar está la historia en sí. Un padre obsesionado con su propio control, empecinado sin saberlo en guardar las formas y sus formas, ha perdido a su hijo. El abuso de las drogas los ha separado y en consecuencia Felix Van Groeningen procurará con bastante éxito mostrar ambos lados del infierno de la adicción, al mismo tiempo de dos formas de detectar y experimentar la vida. Primero el lado de quien ve al adicto, incapaz de comprender lo que el adicto ve. Después, la obsesión paterna por sus formas y la búsqueda de otras más libres, diferentes de parte del hijo. A su lado, la visión misma del adicto.

Entre esas dos posturas, Steve Carell (Dave, el padre) hace un trabajo estupendo, con fuerza y potencia enfrentándose (es la palabra adecuada) a un Timothée Chalamet (Nic, el hijo) que, seguramente auxiliado por Van Groeningen, evita los lugares comunes tanto de la experiencia de las drogas como de la experiencia en su abuso. Es decir, no elimina del todo los estereotipos pero les da a éstos una nueva validez que viene del personaje y que se fortalece innegablemente con su interpretación.

Siguiendo adelante, encontramos la siguiente división de la película, la de la cura de la adicción (un cambio de vida y del enfoque de vida) y la de la cura de las obsesiones paternas. Uno debe aprender a lidiar con la pesadilla del abuso y el otro debe entender mucho más de sí mismo y es ahí donde Carell da su parte a la película con una interpretación bastante más alejada de los estereotipos y por lo tanto igualmente satisfactoria. Logra pasar del “villano” que no comprende al del hombre que ve sus errores, que conoce sus pecados y que debe aprender que probablemente ha provocado mucho del infierno de su hijo.

No hay, y hasta cierto punto hay que agradecerlo, un vistazo a los Paraísos Artificiales ni en la idea ni en la forma: el descontrol de ambas partes se sugiere y se arma a través de los flashbacks de Van Groeningen que a veces desdibujan el tiempo y otras expanden el espacio. Sus dos personajes están desubicados y en búsqueda de sí mismos.

Sin embargo, en la exploración de las drogas (y esa es una división más, ahora en el fondo) hay ahora sí, bastantes estereotipos que adelgazan todo el trabajo hecho, estereotipos que hablando de lo que se habla, no contribuyen al encuentro de los contrarios.

Al comenzar la experiencia con las drogas de Nic (que es por cierto a través de la marihuana, que inevitablemente queda unida al resto de las drogas como un igual), Van Groeningen cubre las paredes de su habitación y alimenta sus oídos con las formas y los fondos de Nirvana, del “Low” de Bowie (y con él todo lo que representa), de Melvins, rock (estereotipo 1) de enfado (estereotipo 2) y de reclamo de soledades (estereotipo 3). Al comenzar el infierno, el padre responde a esa ira con la misma dosis y la oscuridad aborda a los personajes.

Lo peor de esta nueva parte en la película llega cuando el abuso se transforma, cuando Nic y David comprenden el aviso y entonces el estado de ánimo cambia con lo que ahora se ve en la habitación de Nic y con lo que escucha en su atormentada cotidianidad.

Teniendo a un padre enfadado y a su hijo igualmente fastidiado, ¿sugiere Van Groeningen en el guión que escribió con Luke Davies, que mucho de la solución está en el abandono del enfado? Suena demasiado ligero (aspiracional incluso) para ser verdad. Lo es porque la transformación del padre (del control exagerado a la dura decisión del dejar ir) merece una conclusión menos vaga.

Con todas sus cualidades, muchas de ellas aportadas por el reparto, Beautiful Boy no consigue salvar esta zanja y por momentos (sin que niegue jamás lo oscuro del tormento de las adicciones) sabe más a discurso sanador, a invitación al lado luminoso, a canción de cuna condescendiente.

Es la otra mitad la que hay que conservar en la memoria.

 

Cold War.
El amor como es
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Blanco y negro. Oriente y Occidente. Hombre y Mujer. Voz y piano. Música folklórica asimilada, colonizada para transformarla en jazz. La bonanza y la desventura. A través de su apasionada Cold War, Pawel Pawlikowski pinta un mural crudo y rudo en el que se ve, entre la niebla invernal de sus capítulos separados a rajatabla para no dejar lugar al ensueño y a la complicidad, una historia de amor en la que, en consecuencia, no podemos intervenir… Y ello tiene una razón.

Ella es Zula (realmente impresionante Joanna Kulig), una chica de campo, humilde pero que se sabe talentosa y poseedora de voz y poder escénico, conocedora de que eso puede sacarla de ese campo polaco en el que la vida la ha depositado. Él es Wiktor (casi un Gólem Tomasz Kot), un músico y teórico que cumple las indicaciones del orden recién impuesto al comienzo de la Guerra Fría para poder ejercer su profesión. Ambos se encuentran en medio de un experimento que apesta a política y el flechazo es inevitable. Saben que pueden a estar juntos mucho tiempo.

Cold War es una historia de amor, de contrarios encontrados, imantados irremediablemente, pero es una historia de amor que hundida en la maravillosa forma diseñada por Pawlikowski, casi irreal, probablemente surreal, seguramente post real, sabe a realidad pura y dura. Los flechazos también abren heridas.

Estos contrarios hacen todo lo posible por sobrevivirse en los capítulos que Pawlikowski separa con cortes duros, severos, que nos obligan a posponer la reflexión y a congelar la emoción. Ello, de forma irremediable, nos paraliza, nos deja mudos pero hambrientos de más, doble juego de crueldad gélida en la que vemos la transformación de los personajes, de lo que llaman amor, en el que el horizonte perfila una tragedia que rebosa, otra vez, realismo por los cuatro costados. Pawlikowski sabe cómo construir este mecanismo y sus costuras y engranes son invisibles, peligrosamente fuera del radar de quienes estamos pegados a sus pantallas, porque Cold War tiene varias pantallas, las del pasado que parecen más amplias, llenas de espacios, y las que le siguen en el tiempo, que oprimen a Zula y a Wiktor por separado pues ambos, siguiendo las reglas del amor (si es que este existe) van y vienen, se separan y se reúnen, se repelen, se atraen y nunca siguen (como diría Juan José Arreola) la línea recta para unirse.

El juego es excitante y desesperante y en el balanceo de la historia, Cold War se vuelve incómoda y desconcertante, emociones y sensaciones que no estamos acostumbrados a relacionar con las historias de amor. Eso, simplemente, vale la experiencia de ver trabajar a este platinado cuchillo que rebana las rosas y los roces de comedias románticas que ahora, con todas las similitudes que poseen, se sienten bastante más edulcoradas a pesar de su final descorazonado. Muchos encontrarán incluso el espejo con el musical La La Land (EUA-Hong Kong, 2016), por ejemplo.

A ello hay que agregar los pasajes y los cambios de aires, de rostros, de ropas, de circunstancias en los que Zula y Wiktor se ven forzados a participar, pasajes en los que el arte y el materialismo dialéctico del marxismo se enfrentan con resequedad, en los que la canción folklórica que entona Zula para abrirse las puertas de su futuro entra en decadencia y se convierte en un jazz complaciente y adicto que a su vez acomoda a esta pareja en una especie de lado B de la Nouvelle Vague: ahí donde Godard emplaza a sus personajes para caminar en los Campos Elíseos o ahí donde los acomoda para bailar en cafés o corretear por el Louvre, Pawlikowski deja que Zula y Wiktor reciban el lado amargo de ese mismo París, el que se hunde en su propia frivolidad y exprime pensamientos sin dar nada a cambio, el del capitalismo burgués encerrado en su burbuja de triple coraza. Pareciera que sin importar el cambio de aires Zula y Wiktor están destinados a los dolores y las pasiones brillantes y oscuras a las que los somete Pawlikowski a través de un guion certero y de la estupenda fotografía de Lukasz Zal.

Pero tampoco nos engañemos, desde el primer encuadre de Cold War -esta rueda de acero llena de reflejos incómodos y violentos- el otro lado del Muro tampoco ayuda mucho. Ambos sistemas, ambos lados del Muro parecen más que interesados en violentar a estos amantes que a su vez sacan sus colmillos tácitos a la menor provocación. No hay escapatoria. La tragedia de ese horizonte al que miran estos dos desconsolados destinados a estar juntos está más cerca que nunca y hacia allá los dispara Pawlikowski sabiendo que, con sus encuadres, con las sombras y los brillos de su blanco y negro, con las altas y las bajas, con Zula enfrentando a Wiktor y con Wiktor sobreviviéndose frente a Zula, estamos imposibilitados de reaccionar ahora, mientras vemos.

Cold War -probablemente la mejor historia de amor opuesta a la fórmula romeoyjulietista- nos deja paralizados, pinchados, azorados al contarse con una violencia que penetra los poros a velocidades infinitesimalmente lentas, lo suficiente para saber que está ahí, pero también para no provocar dolor sino hasta que sea demasiado tarde. Si alguien resiente el tormento de estos seres atraídos irremediable, poderosa, meticulosa y venenosamente, lo hará días después, cuando ellos hayan llegado al horizonte.

Brutal.

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