La habitación, crítica. Película de la semana.

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La habitación
La destrucción del paraíso
Por Erick Estrada
Cinegarage

La enorme Ciudad de México (enorme en tamaño, enorme en espíritu, enorme en sus alcances y enorme en sus defectos) es llevada toda, a lo largo de ocho pasos, al interior de una habitación cualquiera  de uno de sus edificios viejos, de esos que inauguraron el siglo XX prometiendo luces y cantares y llenando de esperanza a quien se atreviera a dejarlo todo para venir a ella, a conocerla, a conquistarla.

El término “chilango” se hizo así, con la gente que poco a poco llegaba de otros lados y que traía consigo sus costumbres, sus vicios, sus amores y sus dolores. El término “chilango” surgido del desprecio y del revanchismo de los que veían cómo se ocupaban los lugares antes vacíos por gente que ni siquiera había nacido aquí, poco a poco, conforme las desgracias y las alegrías amalgamaban rostros y pensamientos, terminó por convertirse en un gentilicio no oficial que define y resalta sin decir mucho pero contándolo todo.

Ahora el chilango es quien nace, crece y usa a la gran Ciudad de México, quien sabe que aquí la tierra se mueve en más de un sentido y que la gente se mueve en todos los sentidos posibles. Es un término que ahora se usa con orgullo, sin miedo, con la voz en alto, pero que no por ello deja en el olvido el desprecio del que surgió, los defectos incrustados en él, un lado oscuro que también tiene la Ciudad de México, orgullosa y violenta, amorosa y asesina, luminosa y en tenebras.

La habitación -un esfuerzo en tándem que mete todo eso, a toda esa ciudad, a todas esas personas en un espacio cerrado- recorre más o menos ese sendero. A lo largo de ocho historias veremos en esa habitación de un edificio cualquiera, los retratos de las formas de pensar que han navegado por las calles de esta ciudad desde que se proclamó moderna, allá en los tiempos previos a la Revolución pasando por el multi documentado “Milagro mexicano” en la posguerra, hasta ahora, en que México es una Ciudad digna de su siglo, el XXI, con todas las sombras y las luces que eso acarrea.

Experimentos parecidos han precedido a La habitación. Ciudad de ciegos (México, 1991) de Alberto Cortés retrata las inquietudes del chilango también en el interior de un solo departamento. Por el otro lado, películas en tándem han procurado comunicar con éxito ideas alrededor de un México plural al que, en el caso de Revolución (México, 2010) -armada con 10 historias con esa palabra como tema central- se quiso (y se quiere) encarcelar políticamente en ese término, pase lo que pase.

Los logros de La habitación son otros y probablemente mayores desde varios puntos de vista. En primer lugar, al contrario de Ciudad de Ciegos no hay aquí una romantización innecesaria ni de los escenarios ni de los personajes, allá quizá pulidos de más, aquí, buscando la suma de las partes antes que el lucimiento de un capítulo en concreto. Cortés cometió el error de enamorarse demasiado y, aunque entregó una película competente e importante en la transición del cine mexicano del siglo XX al XXI, siendo la obra de un sólo director se siente inconexa, demasiado etérea por momentos, más interesada en la atmósfera interior del departamento que usa para comunicarse con nosotros, que en los cambios de la ciudad allá afuera y que repercuten en lo que ocurre en medio de esas paredes. Revolución cae demasiado pronto en los pecados de los proyectos grupales: los tonos se transforman sin conexión, las atmósferas son muy distintas, las ideas se unen pero no embonan una con otra, son parte de un todo que a veces es más y otras es menos.

La habitación probablemente es más una película capitular con varias cabezas guía que una película en tándem con distintos puntos de vista. Los tonos se unen, algunos personajes reaparecen, los espacios se transforman y, claro, los años pasan (estupendo trabajo en el diseño de arte, en el trabajo de ambientación) pero detrás se deja ver un discurso competente y prácticamente único que además describe a través de símbolos lo que la película de Cortés no pudo o no quiso hacer: al exterior.

Ese, curiosamente y en medio de sus tonos unificados y bien pavimentados (de hecho hay capítulos entre los cuales no se nota el cambio de dirección), es el logro más interesante de la película: dejarnos ver a la ciudad entera metida en lo que se ve y se siente entre las paredes de su escenario, los cambios históricos, por supuesto, pero sobre todo los cambios (o quizá, los no cambios) del pensamiento y del sentimiento de las calles. Ello dota a la película de dos elementos que pocas veces se notan en ideas similares, estén estas en el campo de la literatura, el teatro o, como ocurre aquí, el cine: hay un punto crítico ante la transformación de la Ciudad y detrás de él una enorme carga política en el discurso.

¿Cuántas veces se ha querido retratar el lado oscuro de una Ciudad que se ha caracterizado desde siempre por ser una de vanguardia dentro de Iberoamérica? Muy bien, ¿cuántas veces se ha conseguido? ¿Cuántas veces entre las que se ha conseguido se la logrado comunicar que ese lado oscuro es tan importante y valioso como el lado oscuro más humano, inherentes ambos a una ciudad como la nuestra? La habitación, dentro de sus dimensiones, lo logra.

En el paso de los años que vemos frente a nosotros vamos del racismo rancio e hipócrita presente en las clases altas y supuestamente educadas, al racismo inverso de las clases bajas que vieron el suelo emparejado durante la Revolución pero que, en lugar de construir un nuevo camino, abrieron brechas de venganza y de cobro de deudas. “No me gusta el camino que tomó la Revolución” dice Hilario, un personaje que va de la ingenuidad del indio traído a la Ciudad, a la necesidad de reventar el sistema a través de la Revolución pero que para entrar a sus tropas tiene que ser parte de la leva, también llena de malos sentimientos y venganzas. Hilario dice eso en pleno “Milagro mexicano”, cuando la luz al final iluminaba el túnel entero y que desembocó, por supuesto, en la gigantesca traición de 1968. Traición, digo, porque en La habitación, al contrario de Revolución, el todo es mayor a la suma de las partes y en esa frase entra la persecución a los chinos (ignorante y racista proyecto vertical de Estado), el machismo recalcitrante de un país que miente y a veces es brújula pero otras veleta, el clasismo tan vinculado a la razas (todo un desastre digno de análisis aparte), la xenofobia, las heridas que revientan en el 68 y que rebotan en el 85 para enterrar recuerdos y traernos a las ruinas de una Ciudad (¿país?) en el que ahora la muerte duerme entre los escombros de las promesas que inauguraron el siglo. Todo encapsulado en un sistema político que muchas de las veces nos corta las alas del cambio real.

La habitación cuida esos pasos con un entendimiento real de lo que quiere entregar al final: el espacio en el que condensa a la Ciudad va de un vasto y elegante mini palacio personal a un a especie de callejón techado que se ha atrincherado contra la ciudad, multiplicando a sus habitantes y reduciendo los espacios, figura de la transformación real de la Ciudad que se ha mutilado a sí misma a veces sin entenderse lo suficiente. Afortunadamente la película, antes que culpables, quiere entregarnos pistas para entender esa transformación, para comprender la deformación de los espacios, para acunar a la decadencia también inherente de estos paisajes.

En un ejercicio expresionista La habitación nos invita a no olvidar el lado oscuro del ser chilango, de la Gran Tenochtitlán convertida a su manera en una ciudad occidental ejemplar, pero no para curarlo sino para usarlo a nuestro favor, no para amputarlo sino para domesticarlo. ¿Qué sería del ser humano sin sus pulsiones negativas? ¿Qué sería de las grandes ciudades sin un lado menos pulido? ¿Hay ciudades sin tacha? Ni París, el ideal de urbanización y convivencia, ha podido lograrlo.

Ahí está pues la propuesta de La habitación: reconocer lo que se ha querido ocultar, encarar la problemática y saber que hay que lidiar con ella, saber que hay cosas que están terriblemente mal y que desde hace tiempo debieron comenzar a ir mejor.

Todo, además, en una propuesta visual, sobria, hipnótica a nivel de producción, interesante desde el punto de vista humano, provista de capas (el acoso de los “externos” repetida en épocas distintas, primero en la década de los 30 con la persecución a los chinos, luego en la época actual con un crimen hermanado con la autoridad) y de lecturas a veces punzantes (hay que ver la interpretación premonitoria que se hace del nacimiento de los “niños de la calle”, un fenómeno perteneciente al fin de siglo chilango aunque muchos crean que ha estado aquí siempre de esa forma) y otras en la mejor de las nostalgias (ese regreso de Hilario, entre el sueño y el deseo).

La habitación es pues una oportunidad a ocho tiempos de reflexionar sobre el ser chilango, sobre sus raíces, profundas, oscuras, muchas veces violentas que no por ello impiden corregir el tronco y embellecer el follaje debajo del cual vivimos ahora. Ocho oportunidades de reflexionar sobre si podemos hacer un cambio estratégico (como a veces ha hecho la ciudad optando por el camino fácil) o una estrategia de cambio que nos lleve a ser una todavía mejor ciudad. Una reflexión que al ver lo expuesto en esta película, es pertinente para cualquier concentración humana contemporánea. Puede que La habitación recorra el camino de la destrucción del paraíso, pero también nos invita a pensar si alguna vez algún paraíso fue posible.

La habitación
(México, 2016)
Dirigen: Natalia Beristáin, Carlos Bolado, Carlos Carrera, Ernesto Contreras, Daniel Giménez Cacho, Alfonso Pineda Ulloa, Alejandro Valle, Iván Ávila Dueñas.
Con: Irène Jacob, Kaori Momoi, Eugenia Tempesta, Sofía Espinosa, Kristyan Ferrer, Úrsula Pruneda, Dagoberto Gama, Noé Hernández
Guión: María Diego Hernández
Fotografía: Bogumil Godfrejow, Guillermo Granillo
Duración: 118 min.

CONOCE MÁS. Esta es a crítica de Erick Estrada a No quiero dormir sola, película de Natañia Beristáin.

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