Bajo la arena, crítica

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Bajo la arena
Tierra de minas
Por Erick Estrada
Cinegarage

La Guerra ha terminado. La pesadilla nazi ha sido detenida y entre los sobrevivientes (en todos los bandos) hay incertidumbre. ¿Qué se debe hacer ahora? ¿Dónde están aquellos que daban las órdenes? ¿Seguiremos fabricando fusiles, cañones, balas, aviones? ¿Debo regresar a casa? ¿Existe mi casa?
En ese terreno desolado, devastado, mutilado, aniquilado, Martin Zandvliet (autor también del guión) deja que su anécdota aterrice, una que extiende la guerra, el enfrentamiento, a un pantano paradisiaco que encierra un secreto terrible. Ese secreto queda simbolizado en el terreno en el que vecncedores y vencidos tendrán un roce más, un epílogo bélico antes de volver a casa si es que su casa aún existe: una playa placentera saturada de minas que los nazis escondieron ahí para evitar el avance aliado.

Un pequeño pelotón de pequeños soldados (sabemos que las guerras se nutren de jovencísima carne de cañon) tiene como última misión-castigo desmantelar las minas, a mano, una a una. Cientos y cientos de minas que a su vez son símbolo de los cientos y cientos de otros soldados a los que vieron morir o a los que alguien quería ver morir. Estos jóvenes soldados están ahora bajo las órdenes del sargento Carl Rasmussen, un combatiente herido por la invasión nazi a su país, que guarda rencores de batalla, que busca quién se la pague antes de averiguar quién se la hizo.

En ese esquema todo abuso está justificado y ese es el abono final en el que Bajo la arena crece para comenzar a matizar. En el encierro en su playa, en el roce diario, este grupo de hombres comienzan a pelear la guerra del soldado raso, esa que busca que los nombres de los combatientes se sepan, que queden registrados. Es decir, de un grupo de anónimos a los que apenas reconocemos y conforme las minas son desmontadas, Zandvliet nos presenta rostros con nombres (esos que la guerra olvida) y con memorias, con pasado y si todo sale bien, con algo de futuro, cualquiera que la postguerra permita.

No hay que decir más. Zandvliet se las ingenia para crear ligas (por otro lado inevitables) entre estos hombres y con ellas, elaborar una película cruelmente sorpresiva, humanamente desgarradora, que describe horrores internos a través de los explosivos enterrados en la arena, giros dramáticos que humanizan al soldado común, un impulso que poco a poco se magnifica en nuestro mundo: el que nos dice y nos recuerda que todos los soldados, hagan lo que hagan, son (y fueron) humanos.

Ahí está pues, con un lenguaje cinematográfico preciso, el gran discurso de la película, tatuar desde la desgracia de la guerra una mancha permamente en los hombres que la pelearon y después, con pequeñas situaciones cotidianas pero extraordinarias proyectarla de nuevo para que con sutiles movimientos cinematográficos, con discretas elipsis emocionales entremos a la emoción de quien tras en enfrentamiento solamente busca volver a casa.

Por esa razón su casi anticlimático final (“anticlimático” no por falta de fuerza sino por ser consecuente y honesto) golpea sin que opongamos resistencia, sacude y cimbra incluso la noción de “guerra justa” (como muchos hemos calificado a la Segunda Guerra) y deja en una capa oculta de nuestra mente minas necesarias para dar el siguiente paso, minas que nos harán preguntarnos si el ser humano es más humano cuando gana una guerra o cuando por culpa de líderes enfermos le toca perder una.

Es decir, la mina que Zanvliet deja mejor acomodada es la que nos hará preguntarnos de nuevo la utilidad, la finalidad, la necesidad de una guerra.

Cuando las balas dejan de silbar, cuando las minas han sido detectadas, ¿dónde están todos aquellos que solían dar las órdenes?.

Después de una guerra ¿Qué es lo que queda oculto, bajo la arena? Ahí hay rencores, memorias, ideas, sentimientos, odios que encontrarán su camino a la superficie.

Demoledora.

Bajo la arena
(Under sandet, Dinamarca-Alemania, 2015)
Dirige: Martin Zandvliet
Actúan: Roland Møller, Louis Hofmann, Joel Basman, Mikkel BoeFølsgaard
Guión: Martin Zandvliet
Fotografía: Camilla Hjelm
Duración: 100 min.

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