RMFF 2016 – 5. La cima y el fondo del cine mexicano

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RMFF 2016 5
La cima y el fondo del cine mexicano

Película uno del día 5
Epitafio
El hallazgo de la brújula
Por Erick Estrada
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La conquista comenzó con un choque de supersticiones, con un diálogo de supersticiosos. De un lado, los indios del futuro territorio mexicano que entre vaticinios de oráculos nativos creían que su politeísmo les había vaticinado el fin de los tiempos y que seguía advirtiéndoles todos los días que las cosas no iban a mejorar. Del otro, la profunda superstición cristiana que había traído a Cortés hasta estas tierras en nombre de Dios y del Rey de España que, para el caso y de hecho para ellos, es exactamente lo mismo.

Gratifica, reconstruye, alegra que para el comienzo de Epitafio, Yulene Olaizola y Rubén Imaz hayan decidido dejar claro ese encuentro. No había, en realidad, otra salida pues al parecer esta película dirigida al alimón tiene su base en los registros de los conquistadores, tanto los que llevan firma como los que quedaron como anónimos. De cualquier forma, refabricarlos, ficcionarlo en extremo, distraerse con maquillajes que habrían sabido de más encima del registro histórico de los conquistadores que, hay que recordarlo, ya lleva bastante de retoque, era la salida fácil; Olaizola e Imaz no la tomaron.

Lo que sigue es entonces un paso gigantesco hacia adelante para este par de directores y después algo simplemente alucinante si nos fijamos solamente en la historia que nos cuentan.

Yulene Olaizola, después de la maravilla de documental que es Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, entregó la muy decepcionante Fogo, en donde se pretendía sin ninguna posibilidad de éxito una inmersión en la naturaleza agreste en algún lugar muy al norte de nuestro continente y a través de ello, la narración dentro de una no narración.

Por su parte después de la estupenda Familia Tortuga Rubén Imaz se entregó a la divagación desértica en busca del sentido de la vida en la mucho menos afortunada Cefalópodo, un recorrido eterno y sin rumbo en un desierto que dejaba un sabor de boca de habernos perdido sin sentido.

Ambas cabezas se unen ahora para salir de la zona de confort y darle cada uno a su mitad todo el sentido del que carecieron en esos experimentos.

Epitafio narra la aventura de tres soldados de Hernán Cortés que antes de la conquista de la Gran Tenochtitlán reciben de éste la encomienda de subir al volcán -considerado dios por los mexicas y los pueblos a su alrededor- para descubrir primero la potencia del mismo, para sacudirle algo del mito que los aztecas crean a partir de él, pero sobre todo para descubrir si en su cráter existe el azufre que los conquistadores necesitan para potenciar la pólvora que consumará la caída de México Tenochtitlán.

Ahí convergen los dos papalotes sin rumbo de las propuestas anteriores de estos directores y encuentran una brújula sólida y sin falla. El viaje en el que seguiremos a estos personajes, humanos/diablos/santos tiene una meta, un destino, una razón y se realizará recorriendo los terrenos brutales e inhóspitos, naturales y a la vez fuera de este mundo, del volcán que domina el valle en donde se aloja la Ciudad de México. Es decir, el deambular de Imaz se suma a los espeluznantemente bellos paisajes del Popocatépetl (¿la naturaleza de Olaizola?) para unir por su lado más afortunado las ideas que antes navegaban sin fuerza.

El resultado es una película de altísimos logros técnicos, en donde la cámara se mueve en lugares impensables y en donde el suelo, los aromas, los vientos, el paisaje del volcán que se transforma conforme estos ¿afortunados? personajes suben hacia su cima, que retumba y se defiende con temblores de tierra y lluvia de ceniza negra como el resultado de esa expedición marca los capítulos de esta aventura tanto interna como externa.

No es, sin embargo, sólo una película de aventura. Aunque sus personajes se transforman conforme se aproximan a la cima (sus motivaciones para llegar van de la gloria del rey, al reconocimiento de esta hazaña en su escudo familiar, al deseo de recibir por paga una hacienda en la futura Nueva España) y el paisaje afecta sus mentes y sus cuerpos sometiéndolos a pruebas que el cine de Hollywood ha explotado de la forma más barata, Epitafio va, su nombre lo anuncia, por otro lado.

La conquista de un volcán en un continente recién descubierto lleva el nombre de algo que termina, no de algo que comienza. Está, sin embargo, el comienzo de la cinta que deja claro que la misión, más allá de la búsqueda del azufre, es para cimbrar a una ciudad que debe caer para que se construya una nueva. Esa nueva ciudad será la cuna de una nueva cultura que vive hasta la fecha, con logros, sí, pero que padece dolores terribles, una especie de maldición de la que no hay cura pues a veces también parece una bendición.

Estos tres soldados navegantes, estos buscadores de futuro, cambian su discurso conforme los metros de altura se les acumulan en la espalda (y a nosotros se nos llenan los ojos de paisajes bellamente monstruosos), conforme la piedra volcánica se transforma en ceniza para después volverse nieve y finalmente mutar a una niebla tan cegadora como iluminadora, en la que Diego de Ordaz, el capitán de la expedición, con los ojos cegados por esa humedad en las puertas del cielo, suelta para la historia esa bendición ante el encuentro de las dos culturas. Una bendición que, sin embargo porque conocemos lo que ocurrió en la colonia y lo que nos ocurre ahora, tiene también un lado doloroso que sabe a maldición.

Así son los encuentros humanos y Epitafio es eso, una película sometida al poder de la naturaleza de uno de los volcanes más poderosos de nuestro hemisferio, una búsqueda dentro de la búsqueda: ¿para que buscamos azufre? ¿para que queremos conquistar estas tierras? ¿qué resultará de todo esto?, son preguntas que Ordaz responde en un monólogo brutal que resume mucho de los psicotrópico del otro gran y honroso viaje recreado en Cabeza de Vaca pero sin imitarlo en absoluto. Y es también una película que habla del nacimiento de una nación que así, entre lo brutal, la inspiración y las gigantescas supersticiónes que incestuosamente le dieron origen, tiembla ahora a la par de su volcán.

Escuchen aquí la plática de Erick Estrada con Carlos Mignon, director de Parque Lenin, proyectada en el RMFF.

Escuchen aquí la plática de Erick Estrada con Marcelino Islas, director de La caridad, proyectada en el RMFF.

 

Bictor Ugo
El fondo
Por Erick Estrada
Enviado
Cionegarage

Protodiscurso fallido rebasado por la metaficción hoy tan en boga pero pocas veces puesta en marcha de manera real.

Elaboración balbuceante cercana a la paja mental que se viene en seco y que pretende hundirnos en conversaciones liberadas por el alcohol a quienes sus experimentadores (es decir, los que quieren crear a través de su uso y abuso como aquí) son incapaces de dominar y de exprimirle el ángel para en su lugar dejarse llevar por el torrente de la cerveza servida en los vasos de los bares del Raval en Barcelona.

Seguimos a un mago (grouchiano se dice él aunque uno lo detecte ante lo fallido de su registro en esta película como un desparramador de mala leche con veneno barato… para ser grouchiano hay que provocar con inteligencia y no con gritona improvisación) que de bar en bar y de truco barato en truco barato quiere hacernos creer que es revolucionario y de visiones largas cuando en realidad lo que la película registra es un tsunami de frustraciones que aquí quedan mal acomodadas.

Lynch divaga tersa y oníricamente en Rabbits, con un estilo visual envidiable y una pachequez arrebatadora que comunica más desilución que cualquier de los soliloquios del etílico depresivo personaje Chistorra (o cualquiera otro) al que de manera inexplicable seguimos durante esta no-narración.

Lo vuelve a hacer con personajes todavía más desposeídos y con un poder de narración abrumador (¿será porque es honesto?) en El imperio, película que adoptó, usó y desechó la fórmula de la metaficción años antes de que Bictor Ugo siquiera llegara a la mente de sus descreadores.

Leos Carax nos había hundido ya en los laberintos mentales de un urbano y atormentado personaje en Holy Motors con una virulencia y desconcierto tanto elegantes como retadores.

Pero en Bictor Ugo tenemos apenas la mezcla del cemento, ni siquiera los cimientos de los edificios de Lynch y Carax, cemento que puede ser diluído por otro maestro de la inspiración etílica como es Charles Bukowski quien con un par de renglones puede (y lo hará), destruir cualquiera de las justificaciones que sobre la creación esta película lanza sobre ella misma, error monumental que evidencia la poca confianza que Bictor Ugo tiene en Bictor Ugo. Sólo un par de renglones.

Premonitoriamente, la película rebasada por sus personajes “aleatorios” (esa chica que manipulada y vejada “grouchiamente” acusa de intelectualoides a los intelectualoides responsables de esta insensatez), lanza frases como “¿Te parece que esto es un show?” cuando evidentemente no quiere siquiera ser llamado así, para ahorcarse con sus propias y delgadísimas cuerdas.

No, no es un show. Pero improvisada, empujada o jalada, provocada para provocar, Bictor Ugo no genera ideas pero quiere que las saquemos de ahí, pide vivir el momento sin generar uno solo.

Godard divagaba con una estructura previa que permitía no una sino múltiples lecturas a sus aventuras filosófico destructivas. La gente en Bictor Ugo se dice destructora y filosófica cuando, si contáramos las frases reales dentro de su marco, seguramente nos sobarían dedos en la mano.

El último refugio de este protodiscurso fallido es lanzar una oda a la “no concreción”, a “no concretar”. En respuesta hay que decir que no concretar nunca ha estado reñido con elaborar y aquí no se elabora absolutamente nada.

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