Las voces, crítica. Película de la semana

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Las voces
El elogio de la locura
Por Erick Estrada
Cinegarage

“La muerte es una gran party. Y cuando uno va al baile, se viste bien, ¿no? Y no hay que olvidar lo más importante: estar rodeado de amigos. Todos los que te han ayudado a amar la vida te ayudarán también a amar el hecho de morir. La muerte es un deporte de equipo. Nada de tipos colgados en la cruz, meando sangre y toda esa dramaturgia… No, a mí me gustaría irme dejando otro modelo, a la manera de Platón o de Sócrates: uno se prepara para morir, es algo bonito, esperanzador”.

Timothy Leary hablando de su muerte en entrevista a Jean-François Duval para el libro “Kerouac y la generación beat”. Anagrama, 2013.

 

En un mundo atemporal (autos viejos, ropa de cualquier época, tecnología mezclada) entramos de lleno a una alucinación extrema, un mundo con una paleta de colores tan armónica que obviamente nos saca de la realidad como lo hace una película de Wes Anderson. Todo encaja, todo funciona, la perfección es incómodamente alucinatoria, delirante, fantasiosa o todas las anteriores.

Ahí conocemos a Jerry, el dueño de ese mundo que, a la menor provocación, se transforma en un planeta gore. Después de abonar el terreno con líneas precisas, casi invisibles pero punzantes como cuchillos de chef japonés, esta tragicomedia negra e irracional hace explotar a ese gore que hoy muchas películas desprecian y vuelve a la narración en una comedia negrísima y provocadora en la que caben, pues de hecho son citados poco antes de ese giro sorpresivo y sorprendente, Lucifer y Milton, el autor de esa otra oda a la locura conocida como “El paraíso perdido”; todo con un ligero empujón de afiladas orillas obra de un tempo y tono precisos de parte de Marjane Satrapi.

Y sí, Jerry pierde su paraíso. Después de habernos hecho transitar ese mundo de armonía y ligereza, inundado de sangre y con el cerebro “limpio” se nos recuerda (porque extrañamente se tiene la sensación de que somos uno con Jerry) que ese delirio de armonía saturada no es sino muestra y prueba de un desvío mental que requiere drogas legales para ser “curado” (pensar en Naranja mecánica (Reino Unido-EUA, 1971) y el tratamiento Ludovico no sería exagerar). Jerry regresa a su tratamiento con dudas sangrientas dignas de un American Psycho (EUA, 2000) y la luz se desvanece. Bajo el efecto domesticador de su “cura” el mundo pierde su color y adquiere un tono enfermizo, amarillento, descompuesto. La simetría y la luz del encuadre se rompen en un acercamiento hiper realista a los escenarios expresionistas del Caligari y del Nosferatu, y todo se balancea hasta acomodarse en las atmósferas del David Fincher de Zodiaco (EUA, 2007), cosa nada gratuita si nos damos cuenta que tarde o temprano estaremos también ante la historia de un asesino en serie.

Lo inquietante de todo esto es que esos mundos, ambos, todos, son uno mismo y lo que para unos es una comedia romántica con tintes a la Tim Burton, es en realidad una descripción brutalmente honesta de la esquizofrenia de Jerry y un alegato a favor de las libertades, ya sea a soñar, a tener pesadillas, a estar loco o a decidir estarlo.

En ese espinoso valle camina Jerry, enfrentándonos a su realidad real (que es la que domina su locura, su realidad Wes Anderson) pero -habiéndola probado ya- obligándonos a imaginar lo que nuestra realidad real es en ese mundo multicolor en que se mueve Jerry. Es decir, al ver que las drogas legales le traen tanto pesar, le desdibujan su fantasía y lo despojan de las voces de sus amigos, Jerry decide quedarse con su locura y la felicidad que ésta le trae. En ello lo vemos interactuar con esos amigos en su casa sin dejar de imaginar lo que realmente ocurre debajo, no podemos dejar de ver al Fincher agazapado bajo un tapete Anderson. Con ello llega una dosis de horror bestial y a la vez desgarrador, jugada maestra que nos confirma que aquí, de comedias románticas, nada y de sangre en las paredes, mucho.

Las dos obsesiones se han hecho presentes, la que santifica el orden y la armonía y la que orilla a Jerry a la compulsión acaparadora de cadáveres.

Jerry sufre fuera de su locura pero el mundo sufre con ella en un espejo distorsionado de la coreografía de emociones que de manera menos trágica pero igualmente expresionista dibujó Intensa-Mente: aquí las voces también están dentro de su cabeza pero Jerry puede escucharlas físicamente en lugar de reaccionar inconcientemente a/con ellas. El choque es frontal y confuso pero a la vez aleccionador.

¿Cuál es el escape de Jerry de un mundo tan hostil como el nuestro pero menos luminoso que el suyo? ¿Qué obsesión tiene la razón? ¿Su cerebro está en un estado de dopaje natural, dopaje festivo y cordial interrumpido por las drogas del sistema, que pretenden tenerlo atado a su sofá? ¿Qué Jerry es el mejor, el que obedece a las voces de su departamento o el que obedece a las voces del consultorio?
Pocas veces tenemos oportunidad de disfrutar una apuesta tan orillada al desenfreno y la locura narrada de manera tan puntual y racional, afortunada contradicción que además consigue lo mismo en su nivel visual (ese Fincher debajo de Anderson). Pocas veces el horror, el gore y el thriller psicológico consiguen ahondar en un personaje y comunicar su sufrimiento al abandonar su locura en un tono de comedia negra grata y a la vez retadora.

Pocas veces (si es que ignoramos algunas apuestas del Bollywood mega musical que seguro las tiene), la muerte en una historia surgida de Hollywood había sido retratada de forma tan festiva, tan luminosa y a la vez tan dolorosa, como si escucháramos a un Elvis chino mientras tratamos de rearmar nuestro corazón roto hace una hora.

En ese final Jerry deja un sistema (como Timothy Leary lo buscaba), un modelo que ama lo irracional aunque nos lo diga con toda la lógica del mundo, a final de cuentas una forma de vida alternativa.

Nunca la esquizofrenia gore había puesto en pantalla un horror tan colorido y doloroso, tan amoroso y estridente como este.

Las voces
(The Voices, EUA-Alemania, 2014)
Dirige: Marjane Satrapi
Actúan: Ryan Reynolds, Gemma Arterton, Anna Kendrick, Jacki Weaver
Guión: Michael R. Perry
Fotografía: Maxime Alexandre
Duración: 103 min.

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