Qué difícil es ser un dios, crítica. Película de la semana.

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Qué difícil es ser un dios
Un dios, la cámara es un dios
Por Erick Estrada
Cinegarage

Pájaros ebrios. Los encuadres barrocos y bosquianos de Aleksey German, esculpidos por sus cinefotógrafos Vladimir Ilin y Yuriy Klimenko en un blanco y negro escalofriante y medieval, son atacados de repente por los pájaros ebrios que un extraño cosmonauta aborrece sobre todas las cosas porque son producto de la borrachera de un ser que luce como humano: pero esto no es la Tierra.

Resulta fascinante que una película planifique un planeta distinto a la Tierra como si se tratara de la más aberrante de las edades medias, como si la razón se hubiese escapado en una nave estelar distinta a la que trajo a estos terrenos a estos viajeros interestelares.

Estamos en Arkanar, pero nadie nos lo dice. Es un planeta lejano al que el renacimiento nunca llegó y en consecuencia el arte como lo conocemos en nuestro planeta es inexistente. En su lugar se acomodó un “Jardín de las delicias” en constante actividad, imposibilitado de detener su movimiento y en consecuencia su decadencia, una decadencia cálida y hasta cierto punto amigable a pesar de la escatología rampante de sus paisajes, de sus personajes, de sus horizontes, de sus mesas y de sus animales.

La mierda llueve mientra el agua amenaza. Los mocos se escupen mientras el acertijo de este palneta busca una solución inexistente. En este planeta privado de arte y de razón humana no se busca cambiar las cosas sino transitarlas y ahí encontramos -no sin espejismos hipnóticos de una cámara que nunca se queda quieta, que construye un montaje interno brutal e irrepetible, que atesora acciones en todos los planos posibles de su campo visual- ahí encontramos ese primer choque que suena a filosofía barata pero que se ve como una escultura de imágenes abyectas y veloces: resulta tremendamente idiota pensar que un planeta que no es la Tierra deba tener un renacimiento o siquiera deba jugar con la lógica humana.

Este no lo hace.

Desde ahí, German deja que los rumbos se bifurquen, que estas armaduras que estremecerían al mejor de los corazones en “Juego de Tronos” o que harían arder los planos más rudos de Excalibur (EUA-Reino Unido, 1981) desfilen en la pantalla en una tormenta de información emocional, muy poco estructurada desde el punto de vista racional, pero tremendamente enfocada en el blanco de nuestro hígado. Es difícil ser un dios es un acto deliberado para sacarnos el aire, para hacer sangrar nuestras encías tras un tormento de estética decadente y belleza de lo inimaginable.

Muchos han buscado lo divino en el acto de filmar, en el proceso de construcción de un evento dramático o dramatizado. Muchos han declarado que la divinidad está más cerca del cine que de nosotros, la supuesta creación de ese “divino”. Aleksey German reduce todo a una cámara que si bien registra todo lo que hasta aquí se ha dicho, deja que eso infle nuestros pensamientos para que muy cerca del final de su primer no-acto (aquí, premeditadamente no hay actos que tendrán consecuencias, sino que todo es consecuencia de un no acto, la no existencia del renacimiento) nos demos cuenta sin aire y sin descanso de que esa cámara en movimiento perpetuo es el dios al que se le dificulta ser él mismo. La cámara omnipresente para los personajes de esta anti narración abandona su posición como prodigio técnico y tecnológico para convertirse en un ojo que todo lo ve para que todo lo sintamos. Es a la vez la conexión de ese planeta extraño con nosotros y el ser que registra para ellos y para nosotros todo lo que ahí ocurre.

Esa cámara, gusano eterno que repta entre los lodos y las gruesas paredes de la villa en la que German nos obliga a establecernos con los viajeros interestelares, es vista y hasta apreciada por los personajes de la película que, al notar su presencia, la miran directamente de manera irremediable. En ese acto, German le da un sentido distinto a la famosa y temida ruptura del cuarto plano. En Qué difícil es ser un dios el cuarto plano resulta irrompible pues no es uno que deba conservarse, sino que a través de él y con los ojos de los personajes sobre los nuestros, entramos literalmente a la historia que se nos cuenta provocando el encuentro de dos narraciones (la nuestra que ve a la película y la que ocurre en la película misma) y a la que se encima una narración que, se comprende pronto en la cinta, ocurre en la cabeza del líder expedicionario.

El drama está puesto. Al hacer entrar nuestra realidad a la de la película ambas se equilibran y estos dos planetas existen unidos por ese prodigio tecnológico que, como un dios, todo lo ve y todo lo oye, incluso los pensamientos de un cosmonauta hastiado hasta la médula de sus viajes de trabajo.

¿Es entonces la cámara de German, de Ilin y Klimenko el resumen de un dios de dos planetas? ¿Esa cámara observa con fastidio a ese mundo sin arte, dominado por una religión escatológica que ha sustituido al pensamiento lógico, el mundo que de creer que la cámara es dios es el mundo que ha creado? En un “Jardín de las delicias” de estos tamaños (sí, filmar esto y así requiere de un valor que chupa la vida, German dejó la película inconclusa después de 6 años de rodaje) eso es probable y además es tan probable como ese desprecio enamorado y difícil de un dios al que todos ven y nadie toca.

¿Dios filma o es filmado? ¿Dios observa o es observado? ¿Dios viaja o es viajado? La hipnosis que plantea con encuadres sorprendentes y abrumadores la película de German invita a responder eso pero nunca nos dará la respuesta exacta. Esa es la labor de la divinidad: la embriaguez visual para despojarnos de razón y hacernos viajar gracias a ello.

Qué difícil es ser un dios
(Trudno byt bogom, Rusia, 2013)
Dirige: Aleksey German
Actúan: Yuriy Ashikhmin, Remigiyus Bilinskas, Valeriy Boltishev, Aleksandr Chutko
Guión: Aleksey German, Svetlana Karmalita
Fotografía: Vladimir Ilin, Yuriy Klimenko
Duración: 170 min.

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