DOCSDF 2014. Sangre, crítica

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Sangre
Como vampiros
Por Andrés Azzolina
Cinegarage

Por dentro todos somos iguales: antes que otra cosa somos animales salvajes. El lenguaje y la cultura estructuran la manera en que vivimos, pero en el fondo somos un cuerpo que funciona con órganos que se contraen y que necesitan de oxígeno, agua y alimento. Somos un cuerpo que se desgasta y se pudre, que falla y por lo que destinamos un porcentaje de la sociedad a su mantenimiento. Somos un cuerpo que se mantiene vivo porque hay un líquido que lo recorre constantemente.

Sangre, la película rusa de Alina Rudnitskaya, deja claro desde los primeros planos que dicho líquido es la representación del cuerpo y la vida. Arranca con brutalidad: blanco y negro, planos fijos y una música solemne. Las composiciones son perfectas y parecieran buscar la abstracción. El contenido de las imágenes: un módulo de donación de sangre. Vemos una extracción tras otra, vemos los brazos y las agujas, y muchas veces no vemos otra cosa. Estamos ante una imagen que es muy consciente de sus límites.

Es justo éste el primer elemento que llama la atención: la manera en que la película usa el espacio fuera de cuadro. A partir de excluir ciertos elementos, las imágenes cobran un sentido discursivo más allá de su función narrativa. Vemos sangre fluir por tubos que no tienen principio ni fin; vemos bolsas llenándose con un líquido que proviene de quién sabe dónde; y vemos brazos que no le pertenecen a ningún rostro. Es justo a partir de la composición y el encuadre fragmentado que desde los primeros minutos la película se sitúa en un contexto abstracto que trasciende el espacio en el que sucede la acción. No estamos viendo un módulo de donaciones, estamos viendo la recolección industrial del líquido más íntimo y sagrado que tiene el ser humano.

A partir del discurso visual y la atmósfera sonora, siempre encerrada y asfixiante, la película comienza a exponer, con un ritmo acelerado, eficaz y opresor, todas las connotaciones sociales, económicas y políticas que derivan de la sangre. ¿Quiénes donan, cuando la “donación” se remunera económicamente? Únicamente la gente pobre, que no es poca. El desfile de brazos anónimos dispuestos como dispensadores se vuelve no solo un muestrario de la densidad de población de bajos recursos, sino el proceso de transformación de un acto tan íntimo como vender una parte del propio cuerpo, a una especie de cosecha en masa de un recurso económico que se transforma en un producto de exportación. La sangre se vuelve una cantidad que se registra estadísticamente y se compra con dinero.

Después viene la voz. Los donantes hablan y pasan del chistorete intrascendente a una crítica a su propia condición y la de su país: así como los donantes de sangre venden su cuerpo para ser explotado en el extranjero, así Rusia entrega sus recursos naturales. Es aquí cuando no aparece, pero se hace presente, el protagonista de la película: el poder. Dentro del contexto de una sociedad híper-capitalista y globalizada, el poder se vuelve una fuerza abstracta, una inercia que ya no se puede detener. Aunque no tenga cara entendemos que está detrás de toda acción humana. El poder recibe la sangre, recibe el petróleo y el gas, se lo traga todo y no deja nada. En nombre de una medicina evidentemente falsa e hipócrita, que beneficia únicamente a los ricos, la extracción de sangre no es más que una de las manifestaciones más burdas del poder.

La película se desvía entonces del acto de extracción y voltea la mirada a los extractores: un grupo de enfermeros de clase media que viajan de pueblo en pueblo para recolectar sangre. Los vemos platicando, cenando, emborrachándose. Incluso bromean con la idea de que son como vampiros. Entendemos que no son ellos los responsables de la crueldad de su oficio. Al contrario, lo que vemos son personas, humanidad. De pronto el alcohol y el hecho de que se encuentran hombres y mujeres nos arroja la vista hacia otro aspecto elemental: los cuerpos y la sexualidad. Dentro del contexto hipnótico y delirante de la película, el sexo, así como la sangre, se asocia inmediatamente con el mercado y el poder. El coqueteo no es otra cosa que una negociación comercial. El acto en sí mismo, una transacción.

Es entonces cuando la película logra su cometido: destapar el velo y descubrir la vida entera como una enorme red de comercio. Conforme vemos y escuchamos cómo el mercado se escurre hasta cada mínimo rincón de la humanidad, los rostros de los donantes se vuelven cada vez menos humanos. Es por esto que cuando volvemos a ver el módulo de donaciones, cada vez vemos menos personas y más bultos. Los extractores ya no extraen la sangre de seres humanos, sino que la ordeñan de seres inferiores. El trato es cruel y desagradable, pero estos juicios no importan cuando te encuentras frente a la necesidad.

Por último, cuando volvemos la mirada a los extractores vampiro, no nos queda otra sensación que un intento desesperado por volverlos a ver como humanos y ya no como factores de las estructuras del poder. La experiencia humana suele enfocar su vista a un universo reducido, tan metido en la telaraña del mercado todopoderoso, que solemos olvidar que estamos inmersos en ella. Es este olvido el que nos permite seguir con la inercia de estar vivos, relacionarnos sin pensar que estamos haciendo una transacción, y bailar en borracheras decadentes. Así como el último plano de la película, en la que los personajes bailan al rededor de un tubo en medio de la noche. Bailan porque no están trabajando, porque aquel movimiento inútil es la única acción que los libera de una vida al servicio del poder. Bailan porque no están muertos, y no lo estarán, mientras la sangre siga corriendo por sus venas.

Sangre
(Blood, Rusia, 2013)
Dirige: Alina Rudnitskaya
Guión: Sergey Vinokurov
Duración: 59 min.

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