La gran belleza, crítica. Película de la semana. Vean aquí la película.

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La gran belleza
Una carta de amor
Por Erick Estrada
Cinegarage

En su película anterior, This Must Be the Place (Italia-Francia-Irlanda, 2011), Paolo Sorrentino nos tomaba de la mano y nos invitaba a un viaje. Su cámara lánguida flotaba en las espesuras de la conciencia de su personaje central, una especie de goth-god convertido en cazador de nazis que no descansaba nunca. En esa travesía, un acompasado road movie casi naif, la música entraba para apoyar lo que esa cámara ligera encuadraba y modificaba con sus movimientos.

Ahora, con La gran belleza el viaje se recupera, pero la cámara ya no es lánguida. Es placentera pero un poco más dictatorial, con encuadres mucho más geométricos. Todo resalta, pero la idea de fantasear con eso que se ve, se siente casi hipnotizante cuando las líneas se cruzan y se tejen en un manejo de la simetría y el color.

This Must Be The Place era un viaje que miraba a los oídos. La gran belleza es un viaje que escucha a los ojos.

Las atmósferas son coloridas y vitales y resulta casi prodigioso que la desesperación y el aburrimiento del nuevo personaje central de Sorrentino, Jep (Toni Servillo, estupendo), -un escritor exitoso y jet setniano anque sólo tenga una novela- siente al estar irremediablemente relacionado con el mundo de la alta cultura contemporánea. El viaje que Sorrentino le regala a nuestros ojos apunta al lado contrario de los pesares de un –eso sí- jovial testigo de los vacíos sociales y de las pretensiones de una burguesía decadente y en extinción. Los paisajes, urbanos y no, las telas, las luces, los rostros, los colores, todo está ante la camara y para la cámara, en una especie de danza ritual, a veces más funeraria y otras completamente festiva, enamoradiza.

Dos performances ocupan la atención de Sorrentino en esta travesía en que embarca a Jep después de su cumpleaños 65 (una fiesta bobalicona pero con aires felinescos que se acentuarán conforme la película avance) y en medio de ambos surge la idea de estar viendo también un performance cinematográfico, uno que toma al ojo y se lo lleva para escapar de lo mundano, de lo pretensioso, que lo envuelve en cosas más reales y (enfrentadas a las poses y los maquillajes de la sociedad cultural de nuestros días) más trascendentes, como historias de amores imposibles que desenmascaran a la burguesía “intelectual”; de soledades largas que ven claramente lo encriptado de la nada de aquello que se llama a sí mismo cultura. Bofetadas de sentido común que desenamoran de la Roma de Fellini aunque usen las mismas herramientas.

La cámara de Sorrentino -a cargo de Luca Bigazzi– contrapone el pesimismo de Jep, pelea con él con una suavidad apabullante y así, en lugar de hacernos transitar por un laberinto de oscuridades y demoliciones, la película cuaja en su tercera parte en reflexiones muy parecidas a las que evocaba Wim Wenders en ese otro viaje visual y reflexivo que es su infalible Las alas del deseo (Alemania Federal-Francia, 1987), un paseo por los deseos carnales y animales de un par de ángeles que, sin embargo, queda acomodado en la pantalla con la calidez que comunica el Sol sobre la piel humana: una tragedia con alas gigantes.

La gran belleza apunta hacia allá, a la búsqueda (de lo que Jep ha perdido, de su inspiración, de su amor fraterno, de algo que lo lleve a despertar al día siguiente), al encuentro de la belleza, una que aparece en sus encuadres cada vez que alguien dice que ya no existe.

Los capítulos son solamente pretextos para que este performance visual nos llame tontos, tontos por buscar siempre lo bello cuando Sorrentino evidencia que esa gran belleza del nombre está incluso en los escalones de un convento, en el rostro manchado de pintura de una niña, en la luz de un faro que alumbra los senos de una chica, una chica a la que podría ser la fuente y el destino de las palabras que escribió Jep.

“¿Por qué no has escrito otra novela?” se le pregunta a este autor insistentemente. Los encuadres responden, el acomodo de las imágenes, su montaje, responde también; los colores y las luces responden, pero lo hacen hasta el último minuto de esta fantasiosa narración que ve a los artistas como caras ultra maquilladas parlanchinas y a Jep, el capitán de este barco, como un amante de lo que aquellos nunca ven, de los colores, de las luces, de las atmósferas.

¿Por qué no escribió otra novela? Eso será respondido al final de esto que huele a carta de amor, de este viaje que escucha a los ojos.

CONOCE MÁS. Aquí pueden leer la crítica a Aquarius de Kleber Mendoça Filho y también pueden ver la película.

La gran belleza
(La grande bellezza, Italia-Francia, 2013)
Director: Paolo Sorrentino
Actúan: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferrilli, Carlo Buccirosso
Guión: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello
Fotografía: Lucca Bigazzi
Duración: 142 min.

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