1917
Emoción en subterfugio
Por Erick Estrada
Cinegarage
El juego del plano secuencia está lleno de riesgos. Evitar los cortes en el discurso cinematográfico requiere de inspiración y de una coordinación técnica que muchos evitan incluso para tomas largas. Otros son capaces de pecar de pereza y confundir (de manera intencional o no) una toma larga fija y sin composición interna del encuadre con un plano secuencia.
Un plano secuencia verdadero narra, comunica, introduce al discurso cinematográfico con la dificultad añadida de hacerlo sin cortes reales o por lo menos disimulándolos al máximo.
Y eso no es todo. Detrás de ello debe haber un propósito formal o de fondo (o ambos) que no convierta a la navegación de la cámara entre actores y escenarios en una danza vacía adornada de luces y colores, en un discurso más cercano al circo que al de un equipo cinematográfico.
A últimas fechas el plano secuencia ha resurgido. Muchos buscan en él un refuerzo del impacto, un impulso a la narrativa, un manejo del tiempo ya sea lapidario o fantasioso. La tecnología del siglo XXI entrega facilidades que hoy se consideran obvias y con ellas algunos han logrado su propia victoria, una que si bien le debe mucho a experimentos que se siguen considerando fallidos como La soga (EUA, 1948) de Alfred Hitchcock (para mí no lo es) caminan por cuenta propia: Victoria (Alemania, 2015) y el desvelo del peligro entre los minutos de una noche entera; Birdman (EUA, 2014) y la tensión agigantada por el paso del tiempo real sometido al cinematográfico; Utoya (Noruega, 218) y la sangrienta sorpresa encapsulada en una acción sin fin y sin salida; Fish & Cat (Irán, 2013) y su juego de tiempos dentro de su tiempo adornado todo con ensoñaciones slasher.
No debe resultar extraño que para su experimento bélico/estético Sam Mendes, conocedor de los espacios entre actores y escenografías en los teatros, se haya visto casi en la necesidad de rodar 1917 en un largo plano secuencia (digital y con un par de cortes arbitrarios que no necesitan ni justificación ni discusión). Las razones son varias y distintas. La más banal es la decisión de generar una narración inmersiva al estilo de los videojuegos Punto de Vista de sus hijos. La más interesante es la de unificar en una anécdota simple las historias que su abuelo le contó acerca de la Primera Guerra Mundial, una de las más crueles y cruentas de todas las que ha padecido la humanidad.
La anécdota de Mendes es el pretexto inicial a partir del cual se evaporan las mejores cualidades de 1917. El interés está puesto en el logro de la misión asignada a un par de soldados: abandonar la trinchera, cruzar las líneas enemigas y entregar del otro lado un mensaje determinante para el ejército británico. Al ubicar esta aventura suicida (como las mejores películas bélicas de las que se tiene memoria) en el 6 de abril de 1917 (el día que Estados Unidos le declaró la guerra a Alemania), Mendes lanza el gancho emocional que ubica su película a medio camino primero entre las fantasías bélicas más delirantes (y disfrutables) que van desde Apocalipsis ahora (“Algunos hombres sólo quieren pelear” se dice a medio 1917), Caballo de guerra (EUA-India, 2011) y Cara de guerra (Reino Unido-EUA, 1987); y después entre las películas vinculadas a un hecho histórico para anclar el dramatismo y permitirse libertades como lo hizo Christopher Nolan en Dunkerque (Reino Unido-Francia-Holanda, EUA, 2017) o en su caso, el más tradicional cine de bélico americano como La batalla de Midway (EUA, 1976) incluyendo situaciones como las que plantea Clint Eastwood en Cartas desde Iwo Jima y Banderas de nuestros padres (EUA, 2006).
La diferencia es que Mendes (como Spielberg en Caballo de guerra) se acerca la Primera Guerra Mundial y ahí sus inspiraciones e influencias directas van, obviamente, de Senderos de gloria (EUA, 1957) de Stanley Kubrick (otra vez) a The Big Parade (EUA, 1925) de King Vidor y Sin novedad en el frente (1930) de Lewis Milestone.
Todo ello es un logro porque comunicando el espíritu de estas influencias y autores Mendes es capaz aún de dejar su propio sello a través de una movida maestra humilde e ingeniosa: poner todo su aparato creativo y técnico, su dominio de actores, los escenarios y los cronómetros al servicio de su fotógrafo, el no menos genial Roger Deakins. Es la idea al servicio del ojo que después abonará esa idea.
Es gracias a la destreza de Deakins que la película nos inyecta todo lo descrito. Es su plano secuencia el que nos lleva del encuadre inicial de la película (un prado casi plácido y angelical) a un túnel de trincheras que anticipa la entrada violenta de la oscuridad y el que después nos arrastra junto con los protagonistas a un infierno en capítulos (montaje, todo es montaje) que a su vez construyen una de las ideas centrales de 1917: la guerra es un laberinto sin salida, que se repite sin fin, sin escape, sin salvaciòn ni redención.
Es el trabajo de Deakins quien logra la construcción de símbolos de esperanza (los cerezos en flor) y de tétrica muerte: la silueta de ese soldado alemán fuertemente contrastada por la luz sangrante de una ciudad en llamas, probablemente el capítulo más delirante de la película (esas bengalas).
Es el plano secuencia de Deakins quien alarga en idea la promesa fraternal de este par de soldados perdidos en un páramo de muerte y de muertos, es ese plano secuencia el que sumerge el tiempo de la película (dos horas) en el tiempo de la aventura (24 horas), juego de emoción en subterfugio que diestramente hace lo contrario a lo logrado por Dunkerque (diseccionar 144 horas de acción en una película de dos horas que disimula el tiempo real).
Es el plano secuencia de Deakins el que tras la pesadilla sin fin se atreve a cerrar la narración con una calca de su encuadre inicial. Pero es una calca que tras lo experimentado encierra en la película todo el desasosiego y la sensación de pérdida de aquellas narraciones de la Primera Guerra Mundial atrapadas -por si alguien busca escucharlas- en el documental Nunca llegarán a viejos (Reino Unido-Nueva Zelanda, 2018) de Peter Jackson.
Y sin embargo es también probable que el plano secuencia de Deakins sea sólo el plano secuencia de Deakins. Es decir, el logro del director que dio el paso atrás al servicio de un fotógrafo que podría firmar como autor a esta película deja algo lejos los alcances anti bélicos de pesadillas más negras como lo es Ven y mira (Unión Soviética, 1985), o los descritos por tantas imágenes tétricas y desgarradas como las de expresionistas ex combatientes de esa guerra como Otto Dix. Es el ojo que embellece de más la tragedia.
Y es también probable que más allá de una exploración autoral 1917 quede como un enorme ejercicio formal, de gran alcance, de inspiración, de sello, pero una forma que engulle sin querer a un fondo que en los tiempos que corren necesita mostrarse más, ejercitarse con más dureza y quizá recrudecerse.
CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a Dunkerque, película bélica de Christopher Nolan.
1917
(Reino Unido-EUA, 2019)
Dirige: Sam Mendes
Actúan: Benedict Cumberbatch, Teresa Mahoney, Richard Madden, Colin Firth
Guión: Sam Mendes, Krysty Wilson-Cairns
Fotografía: Roger Deakins
Duración: 119 minutos.