FICM 2019 Día 3. Polvo, Sanctorum, El Diablo entre las piernas, Perdida.

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Les dejamos las crítica de Erick Estrada a lo revisado En el FICM 2019 Día 3 y que fue primordialmente mexicano. Estos son los textos a Sanctorum y Polvo (ambas en la competencia mexicana) a la inspirada y rabiosa película más reciente de Arturo Ripstein, El Diablo entre las piernas y a Perdida, nueva película de Jorge Michel Grau.

Sanctorum
Violencia y naturaleza
Por Erick Estrada
Cinegarage

FICM 2019

Sanctorum propone la contradicción del luto. El fin del sufrimiento en un plano como el que habitamos y el dolor de la pérdida, de lo que ya no está. “Alguien está muy molesto” es la frase que nos da la bienvenida a una narración de evocaciones dolorosas en las que se mezclan la celebración del funeral y la muerte en vida de los campesinos obligados a cultivar para el narco en un país que de manera sistemática los ha oprimido y que ahora se da golpes de pecho señalándolos como criminales natos.

Sanctorum propone también esa contradicción. El gran cosmos que inspira y oprime, la violencia inminente de nuestra tierra retratada en una lejanía que antes que buscar nuestra tranquilidad incomoda a nuestra conciencia, las conversaciones cotidianas atadas con un desconcertante manejo de las diagonales, juego que los expresionistas perfeccionaron y que Sanctorum se apropia con una naturalidad elegante y rebelde a la vez.

Sanctorum es la construcción de un momento, el momento en que vivimos, la violencia arrebatada que nos envuelve y que por momentos se pierde en las montañas que habitamos. Es el retrato de esa frialdad, azules y verdes que dominan su paleta de colores y que plasman en su historia diminuta, el amor al campo que se transforma en supervivencia a través del trabajo del lado del narco, situación tan compleja como el cosmos vigilante desde los cielos de la película, la desgracia terrenal contrastada con una naturaleza imponente.

Ese momento crucial se siente en la película. El montaje lo entrega con una precisión de escalofrío, lejana la violencia y de lo gráfico de su película prima, El violín (México, 2005), pero con una personalidad igual de fuerte, la personalidad del sueño que sabemos que es pesadilla.

Un niño, un camino, neblina, bandos enfrentados en medio de un bosque que es a la vez el monstruo que devora y el cobijo de la fiesta. Esos son los elementos que Joshua Gil utiliza para hablar de un país violentado y trastocado, sin salidas visibles.

Fácil habría resultado introducirnos a un túnel interminable de obviedades y destrucción. Sin hacerlo Sanctorum propone a través de sus flashbacks, de la vuelta al principio que se convierte en trágico final (ese momento para el que está hecha toda la película, ese niño atrapado en el bosque) un reflexión activa sobre la violencia que exige en sus ensoñaciones los matices que nos hemos negado, nos pide ver la ceremonia del luto para entender el origen de la muerte que se respira en esas conversaciones cotidianas.

Y sin embargo, diciéndonos que “alguien está muy molesto” la idea de regeneración se encuentra ahí, sin falsedades, sin optimismos enajenantes de la realidad, escondida en el mismo bosque de su final trágico.
 Sanctorum, reflexiva, atmosférica, montada a base de navaja fina, propone la contradicción del luto.

Sanctorum
(México-República Dominicana-Catar, 2019)
Dirige: Joshua Gil
Actúan: Erwin Antonio Pérez Jiménez, Nereyda Pérez Vásquez, Virgen Vázquez Torres, Javier Bautista González
Guión: Joshua Gil
Fotografía: Joshua Gil, Mateo Guzmán
Duración: 82 minutos.

Polvo
Nadie gana
Por Erick Estrada
Cinegarage
FICM 2019

Fascina el engaño con que Polvo nos introduce a su mundo. Ese sorprendente prólogo parecería decirnos que la sátira de un país violentado por el narco (el infame, bruto y cobarde narco mexicano), está por tomar por asalto la pantalla. Entre armas, cargas infinitas de testosterona, jefes al teléfono, ruletas rusas, verdades y mentiras, todo parece dirigirnos al Infierno (México, 2010) con que Luis Estrada nos deleitó, un retrato cómico-trágico de quienes han tirado del gatillo y de quienes han usado las palancas necesarias para tener al país contra la pared. Pero no.

En su lugar Polvo nos extrae del mundo. En sus infinitos planos de apertura donde nada es lo que parece (el agua se ve como hierro, la tierra como piel, el calor se come y no se siente) nos lleva lejos de todo y de todos, primero a los años 80 en México, luego al fondo de la nada, un pueblo ya de por sí lejano de los privilegios del centro del país y en el que de entre todo lo que lo rodea no hay nada, ni siquiera (y eso es de agradecerse) la popularecha canción de bienvenida al entorno del México profundo.

Yazpik nos regala en esa introducción el nacimiento de un héroe trágico.

Sí, hay una lluvia de improbabilidades en el planteamiento de Polvo pero es justo porque cada una de sus gotas cae en el lugar adecuado que somos capaces de alejarnos de la comedia negra, de la sátira ya común dado el tema, para acercarnos más a una propuesta donde la comedia es un elemento de muchos y en donde enfrentaremos nuestro pasado de la misma forma que el Chato (Yazpik también en el papel central) enfrenta al suyo.

El Chato ha sido enviado a su pueblo natal -del que salió con sueños de grandeza- a recoger cientos de pacas de cocaína que cayeron ahí por obra y gracia de una avioneta descompuesta propiedad del narco. Su misión -tan surrealista como ese tranvía buñueliano que atraviesa la Ciudad de México en las navidades de su tiempo- es recolectarlas sin mayor alboroto, sin que nadie se entere de su contenido. Y él quiere hacerlo, sobre todo, para evitar la masacre anunciada: la entrada del cobarde narco mexicano que convertiría al pueblo en un panteón.

En el encuentro con su pasado el Chato se obliga a cerrar nudos, círculos, a asumir responsabilidades abandonadas, todo de forma personal. Pero siendo nosotros y sólo nosotros quienes conocemos todos los datos de lo que él vive, vemos primero los mecanismos con los que opera este país, la fingida inocencia del gobierno ante hechos como la lluvia de pacas, la iglesia hipócrita que calla cuando puede hasta que cobra por hacer repicar las campanas; nos toca ver cómo la súbita pero efímera abundancia de esa lluvia de cocaína trastoca siempre para mal la vida de un pueblo en donde la abundancia nunca se ha experimentado.

Entonces, esos planos iniciales de Polvo cobran nuevo sentido. Es la piel del Chato la que vemos, los hierros de esas aguas los que bebemos, el país que habitamos el que recorremos.

El pueblo del Chato, sus pasados, sus círculos abiertos nos dejan preguntarnos en qué momento un país como éste se dejó abordar por violencias como las que nos despiertan hoy cada mañana, todo a través de un gran uso de personajes, desde el policía (quizá el único que realmente quiere hacer bien su trabajo, atrapado en situaciones incontrolables justo como ocurría en la narco acción cinematográfica mexicana de los años 80), hasta este Chato de buenas voluntades atrapado también en las falsas promesas de un país incapaz de cumplir una sola y en las del narco, que lo tiene amarrado de los pies y en una situación que no es la típica que presenta el cine mexicano con esta temática.

De ahí lo demoledor del cierre de Polvo (dada su temática no me atrevo a hablar de un final), la lápida en vida que cae encima del Chato después de repasar su pasado, los rostros que dejó atrás, el futuro que nunca conoció (estupendo matiz el que nos otorga el triángulo dramático entre el Chato, su novia de juventud y el policía empeñado en enderezarlo todo). Demoledor porque igual que él, sentado en la puerta de donde se encuentran mundos oscuros rodeados hoy por el narco, alcanzamos también a preguntarnos ¿en qué momento dejamos escapar todo lo que teníamos?

Pocas películas con la presencia del narco han aventurado preguntas similares.

Polvo
(México, 2019)
Dirige: José María Yazpik
Actúan: José María Yazpik, Mariana Treviño, Adrián Vázquez, Angélica Aragón
Guión: José María Yazpik, Alejandro Ricaño

El diablo entre las piernas
Olores y fetiches
Por Erick Estrada
Cinegarage
FICM 2019

Beatriz y el viejo están solos en su casa. Sus hijos han desaparecido. Su sirvienta los observa casi sin necesidad. Todos los días él despierta, se pasea por su casa y la cámara de Alejandro Cantú siguiendo el estilo de Arturo Ripstein lo sigue en tomas largas, descriptivas de lo que rodea al viejo pero sobre todo del tiempo encerrado en esas habitaciones, un pasado que ha lanzado una especie de maldición a esta pareja.

Ella acepta, en un despliegue de codependencia brutal tremendamente humana, los insultos, las manipulaciones, los celos del viejo, que le escupe odio que es pus de frustración. Jamás pudo convertirse en doctor, jamás logró usar en realidad los maniquíes didácticos que observan a este triángulo de encierro y eso lo convierte en un proyectil permanente de insultos y sus sinónimos multiplicados al infinito.

Esa cámara de tomas largas opera como un intruso en este pequeño teatro de olores y fetiches. No es una cámara que se entrometa pero a la vez es una cámara que se siente intrusa en estas situaciones que de tan teatrales, tan irreales como podrían llegar a sonar (estupendo lo plástico en los diálogos tejidos para esta película por Paz Alicia Garciadiego) reflejan una realidad brutal, agazapada en las telas de esas cortinas en alto contraste, en esos aires de un blanco y negro que son a la vez el espíritu de Beatriz y del viejo en encuentros de lucha y necesidad de estar juntos. ¿Quién es el blanco y quién el negro? ¿Por qué a pesar de estos embates de rabia está ese momento de lucidez amorosa entre los dos, ahí, en medio de la narración, como un recuerdo o como un cuento fantasioso? ¿Es el amor tan doloroso que lo que transcurre en El diablo entre las piernas no es sino amor escandaloso, demoníaco?

Pasos, humores, mañas, pleitos… Beatriz dialoga y nos muestra su rostro y su cuerpo. El viejo, al hablar con ella nos da la espalda. Coreografía, plástica para conocerlos en la coraza de sus ojos y en las costras de sus paredes. El tiempo importa porque pasa y porque pesa y de ahí las tomas largas de la película y la tranquilidad (¿resignación?) de los personajes al ocupar el encuadre.

Ripstein además nos niega el close up excepto en una parte final en la que todo se sale de ese control en el que nos metimos desde el principio, una vez que la amante del viejo y la pareja de baile de Beatriz han desaparecido de esta cápsula y la sirvienta que aquí se lanza a la acción cambia por obra de ese Diablo entre las piernas que quizá también es el amor.

Beatriz ya se había decidido a reaparecer, se hundió en la noche (gran momento ese de Beatriz ignorando el ataque del viejo para salir de casa con algo de dignidad). Y el sexo la acompaña en sus nuevos escenarios, el sexo que es personaje central, que calma, que quema, que acusa y que cura, que es bendito y maldito.

Los espacios, los tiempos, los momentos largos de esta dura película abren el pensamiento y el enamoramiento y las ideas y las sensaciones caen, sin orden pero determinadas por lo que Ripstein y Garciadiego han dejado en la pantalla.

Estupenda experiencia, entre lo plástico y lo romántico, entre lo que bendice y maldice.

El Diablo entre las piernas
(México, 2019)
Dirige: Arturo Ripstein
Actúan: Silvia Pasquel, Alejandro Suárez, Daniel Giménez Cacho, Greta Cervantes
Guión: Paz Alicia Garciadiego
Fotografía: Alejandro Cantú
Duración: 147 minutos.

Perdida
Los reflejos
Por Erick Estrada
Cinegarage
FICM 2019

Un juego de espejos comenzando por el hecho de que esta película es una adaptación de la producción La cara oculta (España-Colombia, 2011), traída a un nuevo contexto a través del guión de Antón Goenechea y de la dirección de Jorge Michel Grau (7:19). Perdida es un juego de espejos y reflejos de mentiras, medias verdades, en el que siempre hay algo detrás que parece normal pero que no lo es. Todo eso es plasmado por el ojo de Jorge Michel Grau en la luz, las siluetas y los rostros que se duplican en el espejo (imaginativa secuencia de entrada que anuncia que lo que se ve no es necesariamente lo que es), en los suelos, en las superficies pulidas.

Lo oculto y lo evidente de una historia que a veces juega al thriller psicológico y otras presume influencias del Hitchcock más juguetón y de películas mucho más siniestras en lo gráfico (¿fui el único que pensó tangencialmente en Les Diaboliques de H.G. Clouzot?). Lo oculto y lo evidente de su historia, suspenso tirante efectivo en el tempo, bien editado, bien montado, bien descrito.

¿Dónde está la esposa (Paulina Dávila) de este prestigiado director de orquesta (José María de Tavira)? ¿Es este hombre una buena persona, sospechoso? ¿Debería serlo? Su nueva pareja (Cristina Rodlo), que se ve beneficiada por la posición del director, ¿es tan buena y comprensiva como nos la deja ver el espejo? Con el primer giro de tuerca de la historia los reflejos se multiplican y los matices aparecen marcando, paradójicamente, la oscuridad de este triángulo, los otros reflejos de las mujeres intercambiando posiciones, el espejeo obsesivo de este director con el monstruo polémico que es Herbert von Karajan, de quien imita milimétricamente la técnica (y quizá también la técnica de la mentira): todo subraya lo evidente y lo oculto que ahora parecen ser lo mismo.

El gran acierto de este thriller interno es desarrollar ahí, en la sutileza evidente de su forma, los impulsos y los negros de sus personajes, las sombras y las profundidades de odio y hambre de todo. Todo subrayado con un juego de situaciones que hacen de Perdida algo tan divertido como emocionante, a pesar de un desempeño pobre de una de las tres partes de este triángulo: Paulina Dávila, se queda corta en las exigencias de este juego, no abre, no despega nunca.

El resto es eso, el jugueteo de la cámara que nos lleva de la mano a lo subterráneo de estos personajes, la fotografía de Santiago Sánchez y la inmersión en sus juegos en la que se apoya la pelea de lo real y lo irreal, de lo oculto y lo evidente, la historia de la que se apropia el equipo para demostrar los poderes del género y la importancia gigantesca de la imaginación al contar una historia.

Perdida
(México, 2019)
Dirige: Jorge Michel Grau
Actúan: Cristina Rodlo, José María de Tavira, Claudette Maillé, Paulina Dávila
Guión: Antón Goenechea
Fotografía: Santiago Sánchez
Duración: 106 minutos.


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