Guerra fría, crítica. Vean aquí la película.

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Guerra fría.
El amor como es
Por Erick Estrada
Cinegarage

Blanco y negro. Oriente y Occidente. Hombre y Mujer. Voz y piano. Música folklórica asimilada, colonizada para transformarla en jazz. La bonanza y la desventura. A través de su apasionada Guerra fría, Pawel Pawlikowski pinta un mural crudo y rudo en el que se ve, entre la niebla invernal de sus capítulos separados a rajatabla para no dejar lugar al ensueño y a la complicidad, una historia de amor en la que, en consecuencia, no podemos intervenir… Y ello tiene una razón.

Ella es Zula (realmente impresionante Joanna Kulig), una chica de campo, humilde pero que se sabe talentosa y poseedora de voz y poder escénico, conocedora de que eso puede sacarla de ese campo polaco en el que la vida la ha depositado. Él es Wiktor (casi un Gólem Tomasz Kot), un músico y teórico que cumple las indicaciones del orden recién impuesto al comienzo de la Guerra Fría para poder ejercer su profesión. Ambos se encuentran en medio de un experimento que apesta a política y el flechazo es inevitable. Saben que pueden a estar juntos mucho tiempo.

Guerra fría es una historia de amor, de contrarios encontrados, imantados irremediablemente, pero es una historia de amor que hundida en la maravillosa forma diseñada por Pawlikowski, casi irreal, probablemente surreal, seguramente post real, sabe a realidad pura y dura. Los flechazos también abren heridas.

Estos contrarios hacen todo lo posible por sobrevivirse en los capítulos que Pawlikowski separa con cortes duros, severos, que nos obligan a posponer la reflexión y a congelar la emoción. Ello, de forma irremediable, nos paraliza, nos deja mudos pero hambrientos de más, doble juego de crueldad gélida en la que vemos la transformación de los personajes, de lo que llaman amor, en el que el horizonte perfila una tragedia que rebosa, otra vez, realismo por los cuatro costados. Pawlikowski sabe cómo construir este mecanismo y sus costuras y engranes son invisibles, peligrosamente fuera del radar de quienes estamos pegados a sus pantallas, porque Cold War tiene varias pantallas, las del pasado que parecen más amplias, llenas de espacios, y las que le siguen en el tiempo, que oprimen a Zula y a Wiktor por separado pues ambos, siguiendo las reglas del amor (si es que este existe) van y vienen, se separan y se reúnen, se repelen, se atraen y nunca siguen (como diría Juan José Arreola) la línea recta para unirse.

El juego es excitante y desesperante y en el balanceo de la historia, Guerra fría se vuelve incómoda y desconcertante, emociones y sensaciones que no estamos acostumbrados a relacionar con las historias de amor. Eso, simplemente, vale la experiencia de ver trabajar a este platinado cuchillo que rebana las rosas y los roces de comedias románticas que ahora, con todas las similitudes que poseen, se sienten bastante más edulcoradas a pesar de su final descorazonado. Muchos encontrarán incluso el espejo con el musical La La Land (EUA-Hong Kong, 2016), por ejemplo.

A ello hay que agregar los pasajes y los cambios de aires, de rostros, de ropas, de circunstancias en los que Zula y Wiktor se ven forzados a participar, pasajes en los que el arte y el materialismo dialéctico del marxismo se enfrentan con resequedad, en los que la canción folklórica que entona Zula para abrirse las puertas de su futuro entra en decadencia y se convierte en un jazz complaciente y adicto que a su vez acomoda a esta pareja en una especie de lado B de la Nouvelle Vague: ahí donde Godard emplaza a sus personajes para caminar en los Campos Elíseos o ahí donde los acomoda para bailar en cafés o corretear por el Louvre, Pawlikowski deja que Zula y Wiktor reciban el lado amargo de ese mismo París, el que se hunde en su propia frivolidad y exprime pensamientos sin dar nada a cambio, el del capitalismo burgués encerrado en su burbuja de triple coraza. Pareciera que sin importar el cambio de aires Zula y Wiktor están destinados a los dolores y las pasiones brillantes y oscuras a las que los somete Pawlikowski a través de un guion certero y de la estupenda fotografía de Lukasz Zal.

Pero tampoco nos engañemos, desde el primer encuadre de Guerra fría -esta rueda de acero llena de reflejos incómodos y violentos- el otro lado del Muro tampoco ayuda mucho. Ambos sistemas, ambos lados del Muro parecen más que interesados en violentar a estos amantes que a su vez sacan sus colmillos tácitos a la menor provocación. No hay escapatoria. La tragedia de ese horizonte al que miran estos dos desconsolados destinados a estar juntos está más cerca que nunca y hacia allá los dispara Pawlikowski sabiendo que, con sus encuadres, con las sombras y los brillos de su blanco y negro, con las altas y las bajas, con Zula enfrentando a Wiktor y con Wiktor sobreviviéndose frente a Zula, estamos imposibilitados de reaccionar ahora, mientras vemos.

Guerra fría -probablemente la mejor historia de amor opuesta a la fórmula romeoyjulietista- nos deja paralizados, pinchados, azorados al contarse con una violencia que penetra los poros a velocidades infinitesimalmente lentas, lo suficiente para saber que está ahí, pero también para no provocar dolor sino hasta que sea demasiado tarde. Si alguien resiente el tormento de estos seres atraídos irremediable, poderosa, meticulosa y venenosamente, lo hará días después, cuando ellos hayan llegado al horizonte.

Brutal.

CONOCE MÁS. Esta es la videocrítica de Erick Estrada a Ida, dirigida por Pawel Pawlikowski.

Guerra fría
(Zimna wojna, Polonia-Francia-Reino Unido, 2018)
Dirige: Pawel Pawlikowski
Actúan: Joanna Kulig, Tomasz Kot, Borys Szyc, Agata Kulesza
Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki
Fotografía: Lukasz Zal
Duración: 88 minutos.

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