FICM 2016 – 05. De Tom Hanks a Casey Affleck

0

FICM 2016 05
Casey Affleck y Tom Hanks
Por Erick Estrada
Cinegarage
Enviado

Sully
Dando la vuelta a lo que muchos esperaban de Clint Eastwood al haberse comprometido a narrar cinematográficamente la hazaña de Chesley Sullenberg, el piloto que acuatizó en el Río Hudson salvando la vida de 155 personas el 15 de enero de 2009, Sully se convierte en un mosaico narrativo que tiene como misión comunicar una idea y no una simple sucesión de acciones. ¿Qué es lo que quiere comunicar Sully? Un concepto que como muchas cosas de las que alguna vez hicieron de este planeta un lugar decente para habitar, se ha perdio o está en vías rápidas de extinción.

Al dar esa vuelta, al rodear las obviedades, Eastwood se permite dos caprichos, ambos afortunados. El primero, por supuesto, poder contar cuantas veces se le antoje el episodio del acuatizaje no como un regodeo de estilo, sino –segundo capricho- como preparación de una pista de aterrizaje para esa idea que terminará comunicando clarísimamente en su etapa final.

El capitán Chesley Sullenberg, después de lo que todo el mundo consideró una hazaña, es sometido a una investigación en la que se determinará si hizo lo correcto, y al fragmentar esa investigación y montarla al lado de las recreaciones del evento, Eastwood deja claras cosas mucho más importantes que las que busca esa investigación: dinero.

Obviando además que mucha de la importancia del evento está en el hecho de que ni pasajeros ni tripulación del avión de Sully sufrieron heridas graves –se ocupa de ello en un epílogo cálido y vital- Eastwood nos deja ver con encuadres que parecerían intrascendentes los colmillos de las mega empresas involucradas en este accidente, enfrentados al sentido común de la gente de la calle. Está también el enfrentamiento entre el discurso binario de esas mismas empresas (que confían más en las computadoras que en los seres humanos) y el factor humano que busca reconocer y sobre todo agradecer lo que el capitán Sully hizo esa mañana.

Es decir, aceptando el riesgo de contar una historia que en papel se manifiesta cansada, monótona y sin emociones, Eastwood (a través del guión de Todd Komarnicki) hace de ese mosaico narrativo un thriller burocrático emocionante e incluso conmovedor (algo a lo que abona en mucho la presencia y el trabajo de Tom Hanks) en el que efectivamente se deja saber que es bueno hacerle caso a las corazonadas (algo que no pueden hacer las computadoras) y que muy al contrario de lo que hacen las mega empresas que rigen hoy al mundo, los logros importantes se hacen (y se han hecho a lo largo de la historia) con trabajo comunal, de todos con todos y cuidándonos las espaldas.

Eso, entregado en una película que en otras manos se habría presentado como un discurso patriotero enfocado más en la determinación y la supervivencia y menos en el instinto humano, el sexto sentido, resulta valioso e importante, especialmente en los tiempos que corren.

Eastwood es bueno hasta en sus películas por encargo.

 

Zeus
Edipo se ha comprado un halcón y sueña a través de él que la follada prohibida se consume cuantas veces sea necesario. Para ello, incluso cuando el halcón desaparece de la película a la que da nombre (¿?), este Edipo sin músculo permanece en la casa materna para por lo menos soñar con ello.

Ella, dominante y opresora, él, disminuído y enjaulado en su notoria incompetencia establecerán en esta película una riña sin fundamentos no sólo por la particularidad de su situación sino por, y aquí hemos bajado del globo de ensoñación con que medianamente comienza la película, un guión que prefiere deambular en incoherencias y diálogos mal desarrollados en lugar de fraguar una serie de ideas, aunque a leguas se nota no lo harían incluso con un esfuerzo más marcado (ese ataque al corazón pésimamente mostrado y que aparece debajo de la manga del peor de los magos, la chica que no sabemos nunca si funciona como elemento desestabilizador de esta patética situación, el propio halcón que pudo ser imagen metafórica de la libertad, anhelada o real de un hijo oprimido por la madre).

Justo en su parte media, en donde finalmente estalla un conflicto no previsible (las relaciones edípicas se leen a la primera y de ellas se sabe siempre la conclusión), Zeus se estanca en un punto muerto de quejidos y lamentaciones (esa melosa y gelatinosa “discusión” entre Edipo y Yocasta donde casi se llora, casi se discute, casi se enfrenta pero ninguna de las anteriores), situaciones ridículas y vacías (de nuevo el ataque al corazón, la madre que folla en lugar de auxiliar a su hijo en su pequeña desgracia y que nos pre-vende la escena de celos de este Edipo de papel de China), que no aportan nada a una ya de por sí vacía narración, excepto la aparición igualmente gratuita de paranoias infantiles que creen preparar un clímax que al surgir se deja ver sucio y con rebabas.

 

Tenemos la carne
La provocación no es sencilla porque, contrario a lo que se piensa, nunca debe ser evidente. Tomen el ejemplo de una de las probables influencias de Emiliano Rocha Minter: Pasolini.

Capítulo 1: Teorema. En una casa burguesa a todas luces se aparece un hombre mitad dios mitad demonio que repasa sexualmente, en secuencias lánguidas pero más que sugerentes (por lo que NO se ve antes que por sus desnudos) a todos los que viven en ella. Con Teorema Pasolini conmovió, criticó y desenmascaró las ideas aspiracionales y vacías de una burguesía que canibalizaba a la Italia de 1968, año en que está ubicada la también trepidante, lúcida, crítica y revolucionaria (por lo que propone más que por lo que muestra) Los soñadores, del otro italiano, Bernardo Bertolucci.

En Los soñadores, Bertolucci rescata también una serie de ideas críticas, emocionantes y libertarias, indispensables en lo que era todavía el nacimiento del siglo XXI y las acomoda en un cuento erótico donde las filias llevan la batuta y las fobias son combatidas con protestas y pintas callejeras. Es la revolución que en ese año se convirtió en una provocación que usaba al amor, al que se acababa de declarar muerto, como bandera, fuera este incestuoso o no. La provocación surgía cuando entre muchas ideas Bertolucci dejaba saber que todo el amor es incestuoso pues todos somos hermanos.

Capítulo 2: Saló o los 120 días de Sodoma. En pleno final de la Segunda Guerra Mundial una casa sirve de refugio fascista y al mismo tiempo de fiesta mortuoria del sistema que los ha protegido durante años. Ese sabor a muerte se extiende a lo que ocurre en esa casa, en la que un grupo de prisioneros son sometidos a todo tipo de prácticas sexuales, incluídas las más oscuras y dolorosas. Sade y sus amores, según este otro Pasolini, se han prostituído y han prostituído con ellos a un mundo que se entregó a la persecusión de las libertades, inlcuídas las amorosas que tanto celebró en su famosa trilogía erótica, igualmente provocadora sin necesidad de volverse gráfica.

Cierto, en Saló Pasolini se acerca y juguetea con lo explícito pero lo hace para dotarse un vehículo a través del cual quede clara su posición política y las consecuencias que sobre su persona ha tenido esa posición política. ¿Lo gráfico? Al dotarla de un montaje ascendente (o descendente si pensamos en los círculos del infierno sugeridos también en la película) Pasolini CONSTRUYE con esos penes al aire, con esa mierda en las pieles, con esos besos negros, con esas múltiples penetraciones e intercambio de fluídos, con esas mutilaciones, un testamento desilusionado que trágicamente materializaríamos muy poco tiempo después: “este mundo me ha tratado así a mí y a muchos de mis hermanos … y así seguirán las cosas” parece decir un Pasolini desterrado de sí mismo, sabedor de la persecusión de la que era objeto.

Epílogo: provocador resultó incluso ese truco llamado Irreversible (estrenada un año antes que Los soñadores), una película que tomó desprevenidos a muchos y que hizo de una escena de violación algo todavía más burdo (Gaspar Noé es un prestidigitador que sabe su oficio) y colocó en ella la plataforma para un sensiblero final romantizado que en el choque con el oscuro pasillo en el que Monica Bellucci era sometida y vejada, conseguía un efecto traumatizante que mucho le debía a lo gráfico de la escena con Bellucci pero que tampoco caminaba más allá, como no camina nunca su “provocadora” propuesta Love, insulsa y pretenciosa para quien ha visto ya por lo menos dos películas pornográficas reales en su vida.

¿La razón? Porque la pornografía no es provocación. El erotismo sí. El grito no es provocación, lo que se dice entre líneas sí.

Tenemos la carne no es ni pornográfica (porque técnicamente no lo es), ni erótica (porque conceptualmente no lo es) y en consecuencia, no puede (porque no lo es) ser provocadora: se trata de un aguacero de shock sin oficio, sin beneficio, sin testamento y sin círculos del infierno… Aunque quiera hacernos creer lo contrario con su remolino de secreciones coloridamente retocadas. Retoque… Retoque… La provocación no requiere retoque.

 

Padre
Giada Colagrande
elaboró aquí una pieza más que una narración y que empuja cierta inspiración en una película reflexiva y auto reflexiva, fantasmal en forma y fondo pero divagante y probablemente demasiado personal.

Una chica, gente de teatro, de poesía, de la burguesía artística de Italia, acaba de perder a su padre. “Ha muerto de nada” intentan explicarle, pero al no creerlo (“nadie muere de nada” responde ella) desata una serie de manifestaciones que en una película tan acongojada e interiorista se desvisten de toda pretensión sobrenatural y adoptan una especie de viaje entre mundos internos y separados, distantes pero que se tocan.

Su padre (y detrás de él otras presencias) comienzan a manifestarse a su alrededor y entablan con ella un diálogo que entre tenebras y despistes (sí, congoja es una palabra en la que se insiste más de una vez en la película) la ubican en una realidad que puede ser zen pero también producto de una meditación menos reconocida, como aquellos niveles de iluminación que consiguen los sufís presentes a lo largo de Padre como una especie de mapa distorsionado.

En esas meditaciones, entre miradas y movimientos personalísimos y viajes teatrales que saben a pastillas inspiradoras (para Colagrande, por supuesto), se construye poco a poco esta oda al otro mundo, al tiempo redondo (no líneal como lo concebimos hasta ahora), a la reconciliación, pero también al ataque a la narración y con él a las conclusiones reales del público pues, de lo visto y escuchado se infiere y se requiere aceptar que en Padre la única conclusión es que no puede haber conclusiones.

Desafortunadamente se ha insitido demasiado en ello a lo largo de la puesta (es más una escena o un performance que una película en forma) y esa insistencia es quizá un lastre demasiado notorio en esta tela de sugerencias y desviaciones que por momentos, sólo por momentos, toma rumbo y amenaza con un despegue extraordinario. Quedamos al final desamparados y sin conclusión, dando vueltas en nuestro propio eje esperando el relámpago con la respuesta sin respuesta.

 

Manchester By The Sea
En un invierno que es reflejo del estado emocional tanto de los personajes como de la película, Lee es llevado de regreso al pueblo en que creció pues su hermano mayor acaba de morir. A paso ligero, Kenneth Lonergan (guión y dirección) nos devuelve junto con Lee a ese poblado en el que descubriremos primero la extravagante pero muy humana personalidad de este conserje deprimido que suele vivir en Boston y después un pasado que mucho nos dice y nos pule esa extravagancia.

El hermano muerto ha dejado todo y nada. Su ex esposa, perdida y alejada no da señales de vida ante Patrick, un hijo ahora adolescente que ha quedado bajo su custodia legal, una responsabilidad que le provoca un conflicto mayor cuando nos enteramos de la otra mitad de ese pasado y que ha dejado a Lee no con el corazón roto sino sin ningún rastro de él. Y en ese todo y nada, la sombra del hermano es al mismo tiempo reconfortante en su recuerdo pero también una sombra opresora que le ha dado a Lee una responsabilidad que en primer lugar no cree poder ejercer y en segundo, lo vincula geográfica y emocionalmente con un acontecimiento que hace de esa responsabilidad algo mucho más doloroso.

Fuera los misterios, porque además Manchester By the Sea invita y ayuda a resolverlos con un ritmo que muchos thrillers envidiarían aunque aquí estemos frente a un drama casi concentrado pero con elementos que lo revolucionan al máximo. En lugar del sufrimiento multiplicado y el lagrimeo de pulso elevado de dramas familiares que podrían ser primos de este como Ordinary People (EUA, 1980), esa joya condensada de Robert Redford, Manchester monta su ferrocarril de escenas naturales y musculosas (excepto quizá un duelo de disculpas dubitativas entre Michelle Williams y Casey Affleck) en un discurso malabaristamente cautivador de flashbacks nutridos de pertinencia e inteligencia en los que, igual que en el resto de las situaciones de la película, permea un humor muy cotidiano, ultra natural, fraterno y fraternal (los momentos de Affleck tío con Hedges sobrino son invaluables) y sobre todo sin que esto suene sexista, masculino sin necesidad de hacer llover testosterona.

Entre todo ello y de actuaciones realmente sobresalientes y el aroma sutilemente depresivo de las situaciones y emociones que desarrolla, Manchester by the Sea dibuja con fuerza una línea fraternal entre tío y sobrino (corazón real de la película), ambos obligados por un muerto pero sensato pariente a convivir de una forma que nunca tuvieron contemplada y en ella, como equilibristas en el alambre, son obligados a lidiar cada uno con sus fantasmas ocultos. El sobrino con un ego poco comprensivo ante quienes lo rodean (ego desmontado con ligereza en una escena minúscula en la que Patrick se coloca de pie ante los retratos que Lee guarda de sus hijas) y que lo obliga (aunque se obliga él mismo) a no querer mudarse a donde vive Lee quien, por su parte, probablemente no tenga nada a qué regresar a Boston (es, le grita Patrick, “solamente un conserje” y podría trabajar así “en donde sea”) pero atrapado entre la espada y la pared: si se queda con su sobrino se obligaría a enfrentarse a sus propios fantasmas, mucho más crueles, violentos que los de cualquiera otro en la ciudad.

El albur es saber cómo saldrán del armario todos esos fantasmas (si es que salen), cómo se cerrarán los ataúdes definitivos, y en ello, en el desarrollo de estos problemas y estos traumas, está la idea elemental pero olvidada del reencuentro a través del diálogo y no del sufrimiento gratuito ni de la radicalización del pensamiento (esa madre convertida en una completa desconocida), el ejemplo de vida que da un Lee deprimido que no por ello se ahoga en llanto pero tampoco se olvida en la barra del bar… Aunque ambas cosas le hagan falta.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *