RMFF 2016 – 4. El genio musical que llega en tempestades a Acapulco

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RMFF 2016 4
Los polos del documental

Película uno del día 4
Oleg y las raras artes
El tacto
Por Erick Estrada
Enviado
Cinegarage

Con ustedes Oleg Karavaychuk, artista, compositor, pianista, excéntrico y casi extraterrestre. Él elaborará y explicará los placeres de la disonancia y las satisfacciones de la concordancia en un documental que, buscando no incomodar a un alma excéntrica muy de principios del siglo XX, lo retrata con tacto.

Demasiado tacto.

Demasiado respeto.

Probablemente atrapado por la quijotesca figura de este hombre que vive dentro de un piano, cautivado por esa danza silenciosa que nos remite a los dolores de otro artista convulso y demacrado -el Antonin Artaud que teoriza como pocos los sentires-, a lo mejor temeroso de romper lo brazos delgadísimos de este alienígena musical, el director Andrés Duque opta por la reducción del discurso visual al mínimo, forzándonos a escuchar la voz de ultratumba de Oleg, pero atascando las saetas que este personaje lanza en gelatinosas composiciones visuales que pueden celebrarse pero con duraciones que de ninguna manera se aplaudirán.

Está el ojo. Está el foco. Está el escurridizo hombre al que hay que captar sin posibilidad de pedirle que espere. Duque convierte esos percances en aciertos pero apenas salva lo elemental para su discurso, lo abandona de nuevo para pedirnos que veamos a Oleg con ese mismo temor, con esa fascinación, que nos dejemos cautivar.

Algo, sin embargo, no encaja. La figura dormida de Oleg en una mesa de desayuno no dispara más que espacio y tiempo, sin nada en medio y al hablar de un artista que llegó a tocar para el tirano Stalin, provocando la reflexión alrededor de tales contradicciones, la gramática visual de este trabajo merecía quizá las suyas propias, un par de fracturas en lugar de la contemplación per se, en lugar de un tacto en el retrato que por momentos (momentos largos) se vuelve contraproducente.

 

Película dos del día 4
Tempestad
La amenaza perpetua
Por Erick Estrada
Cinegarage

En un documental duro y relampagueante Tatiana Huezo expone los casos de dos mujeres violentadas por un país que trata de reconstruírse años depués de que la imbecilidad gobernante pateara el avispero sin saber qué iba a hacer con las avispas dispersas. Dos mujeres, Miriam Carbajal y Adela Alvarado narran la tormenta en que se conviertieron sus vidas cuando una de ellas fue “elegida” bruscamente para pagar los días en cárcel de alguien más (un método recurrente en el hueco sistema legal mexicano) convirtiéndose de golpe en un chivo expiatorio (junto con varios de sus compañeros de trabajo) mezclado con un Dante involuntario que termina conociendo los infiernos de las cárceles mexicanas, controladas por el narco, despreciadas por el sistema legal, nutridas a través de los pirañescos procederes de las policías judicial y federal.

La otra, una actriz de circo condenada por ello a un deambular permanente, nos cuenta cómo es que su hija fue secuestrada y cómo es que, tras investigar ella misma (la policía no sólo no ha hecho nada sino que le ha puesto todo tipo de obstáculos) sospecha con muchos fundamentos que fue entragada a las garras de la trata de mujeres; ahora, empujando ella misma la investigación, está obligada a no parar en la itinerancia de su circo pues si lo hace alguien puede ejecutar las amenazas de muerte de las que ha sido objeto.

Puesto crudamente sobre la mesa, los temas daban para derivarse en largas y tristes lecturas de la miserable situación del país y de la tempestad que amenaza a todo mundo desde el horizonte, una tempestad que ahora se desahoga a lo lejos pero que mañana estará sobre nosotros. Huezo, sin embargo, decide jugar con la forma y aventurarse corriendo riesgos. Las imágenes que desfilan en la pantalla mientras escuchamos las valientes voces de Miriam y Adela, no son la recreación de los hechos ni los rostros ya suficientemente castigados de estas mujeres.

Miriam sale de la cárcel y tiene que recorrer 2000 kilómetros del penal en Tamaulipas a su casa en Tulum, y Huezo opta por hacer el viaje y registrar rostros y facciones, acciones de encierro en ese larguísimo trayecto, tanto en los autobuses como en las estaciones.

Adela vive en el circo y lo que Huezo coloca al lado de sus palabras es la convivencia diaria con el resto de su familia en un choque que a veces sabe a decadencia ripsteniana pero otras, como ocurre incluso con ese viaje largo en autobús, algo insistentes en la mirada.

Al ver desfilar estas imágenes el mensaje se romantiza para bien y los relámpagos, los rostros abatidos de los viajeros, el campo mexicano desierto y lánguido, las caras que apenas sonríen en la monotonía de la búsqueda de la espera, las carreteras que se hunden en la niebla después de la tormenta, nos hablan sí de la desesperanza y la descomposición del mundo al que fueron arrojadas estás mujeres, un mundo al que muchos, como nosotros y como los viajeros y los asistentes al circo, observamos sin hacer nada probablemente pudiendo.

Pero también y por momentos sabe a escape a través de la forma, separa ocasionalmente del discurso, crudo, rudo -de impotencia inyectada de ellas a nosotros- y diluye el impacto.

Si esa era la idea este documental da por completo en el blanco.

Si no, las fallas están, la bifurcación se presenta sorpresivamente y hay momentos que llegan tarde a la película (la historia de la hija secuestrada por ejemplo) dejando ir mucha de la presión y de la fuerza que, como dijimos, así, en la mesa y crudamente, ya daba para mostrar los colmillos. Huezo probablemente lijó esos colmillos, ¿será para proteger a sus declarantes?

Sin embargo, la apuesta está hecha y con ella los riesgos presentes, pero con temas como este que muestra a responsables como estos, abriendo temas que muchos quieren cerrados, el valor se reconoce y las cualidades terminan por sobresalir cualidades qu nos muestran la aterradora carretera que transitamos y que se hunde en la desesperanzadora niebla.

 

Semana Santa
El anti triángulo amoroso
Por Erick Estrada
Enviado
Cinegarage

Las vacaciones ideales en un lugar muy poco ideal. Una ciudad arrasada por sí misma, por todo un país, un mar que se siente caliente pero no cálido, de colores ocre y con hoteles que muestran cuarteaduras y elevadores fuera de servicio en claro símbolo de un país que se refleja caliente pero no cálido, con colores ocre y casas que se caen a pedazos sin que nos demos cuenta.

Hasta allá lleva Alejandra Márquez Abella a una familia que no es familia: una mujer, su hijo de ocho años y el nuevo novio de ella, que por otro lado no ha terminado de separarse del padre del niño.

¿Son esas las vacaciones ideales?
Lo son para la historia que Márquez quiere contar: la de un país/familia que se cree cordial y consecuente pero que conforme esas vacaciones se agrietan al paso del tiempo (es también la crisis la que no los ha dejado ir más lejos) hacen evidente que la familia o no es lo que nos han contado o nunca será como queremos que sea.

Semana Santa permite a Alejandra Márquez desarrollar personajes de una forma muy particular, como si los soltara a correr o, mejor todavía, como si en la enorme democracia de la playa (ahí donde todos nos despojamos de las ropas y asumimos en la debilidad del descobijo una igualdad natural), los conociera por primera vez. Es claro, por supuesto, que no es así, que Márquez conoce perfectamente a esa madre recelosa y forzada a endurecerse en un núcleo social que, como su propia familia, está dominada por los hombres -aunque sea sólo numéricamente-, una madre que debajo de esa coraza puede reencontrarse con su presente vivo en su hijo; un hijo que ante la ausencia de una autoridad real (su madre sobrevive antes de convertirse en una) asume el control a puñetazos y reclamando, a quien se ha comprometido en pagar la cuenta, que lo haga; hijo que sabe que perderá pronto la infancia y no sabe si alegrarse por ello (¿las crisis sociales y eocnómicas, roban infancias?); un novio que se cobija en la cultura machista del día a día y que construye para sí mismo una imagen propia de invencibilidad y dominio, aunque nosotros que lo vemos de fuera sabemos que quizá funcione menos que el ascensor del hotel, que el mar ocre de allá afuera, que las vacaciones ideales que no puede costearse.

Las ideas que despliega Semana Santa se mueven dentro de ese triángulo, entre karaokes tan anti naturales como desfogadores, entre infidelidades que no se consuman y el recuerdo encapsulado en camisetas que parecen inofensivas.

La película surca las aguas de su Acapulco en ruinas, casi nostágico de sí mismo, casi renegando de sí mismo, para dejarnos pensar en nosotros a través de estos personajes, que se aman y se odian y se soportan entre habitaciones que huelen a lejía y refrescos llenos de azúcar, que saben que están atrapados y que ignoran que lo estarán hasta que se den cuenta de su encierro.

Lo mejor, el sabor de boca posterior, que sin gritos ni espectacularidades tiene el regusto de la piña colada con vodka de segunda, gratificante pero agresivo. Tonos reales, realistas, que al contar académicamente una ficción (la cámara encuentra muy naturalmente su lugar, el montaje es certero y sin flashes ni retoques), dejan que estos tres personajes se hablen y se quieran y se odien. Curioso ejercicio que se debería practicar más seguido: conocer perfectamente a los personajes para luego desnudarlos, lanzarlos a las violentas arenas del destino turístico imperfecto, a los jet skies, a mostrar las cicatrices que siempre esconden en las camisas, y dejar que se conozcan entre ellos. Poco a poco, como se abren las grietas en las paredes.

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