Las elegidas, crítica

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Las elegidas
El ritual machista de la captura
Por Erick Estrada
Cinegarage

El ritual machista de la captura. La venta del amor como anzuelo. La cacería sentimental para engatuzar gente que terminará prostitutyéndose en un ciclo eterno.

Un chico seduce a una chica a la vieja escuela, con galantería que disfraza la carnicería a la que la invita sin que se dé cuenta; con romanticismo adolescente que busca exprimir la sensualidad inmadura tan enigmática como ilegal, tan aberrante como destructora.

Las elegidas de David Pablos busca desde esos esquemas, los del retrato del bajo mundo de la prostitución (de las altas esferas tendrá que ocuparse alguien más en otro momento), desnudar la crudeza y el aroma deshumanizado del sexo no consensuado, de la explotación infantil en su lado más burdo, el sexual; la esclavitud emocional de gente que bajó la guardia en el momento menos adecuado y entra a ese círculo infinito en el que salir no es necesariamente la mejor opción.

Lo mejor de la película de Pablos es que obvia las obviedades. No habrá aquí desnudos escandalizantes o posiciones sexuales llenando el cuadro. Tampoco veremos la penetración machista y la violentación del espacio y del cuerpo. Pablos elige retratos y atmósferas, encuadres poco comunes, con los personajes disminuídos por oscuridades y paredes descarapeladas, testigos y memoria del prostíbulo de una familia mexicana tan machista como típica, tan común como despreciable, para hablarnos del hundimiento moral al que es sometida su encantadora (en la desgracia) protagonista. Sin embargo, los dilemas que la película plantea y desarrolla con crudeza pero también con un ojo arrolladoramente embellecedor, alcanzan también a la familia y al enamorado Ulises que busca en su odisea sacar de ese mundo a la chica de la que está enamorado, un deseo que encapsula el machismo de su familia y de un país que necesita desesperadamente un escape del mismo, una solución final a la infracultura que impulsa no sólo la trata de blancas sino la idea de que, como se dice en la película, se trata de “un trabajo”.

“Trabajamos duro”, dice el padre explotador y cabeza de ratón (aunque él se piense un macho alfa) cuando se queja de pérdida de dinero y del esfuerzo que representa tener a un enorme grupo de chicas encerradas como en campo de detención para cumplir los impulsos sexuales de sus clientes.

Y esa frase se convierte instantáneamente en el otro camino de lectura de la película, con encuadres que bordean entre la elegancia del desnudo (de cuerpos y paredes) y la animal crueldad de la violación pasivo agresiva. Los colores amables, las luces sobre las camas, los roces de las telas nos dejan ver cómo eso que nuestro falso macho alfa concibe como trabajo es en realidad desprecio del esfuerzo de los demás y desprecio a esos otros.

No por nada el audio en el que nuestra protagonista hunde sus pensamientos -mientras es aleccionada para prostituirse o mientras presencia su propia explotación- pasa del golpeteo de pieles y glúteos al galopar de un caballo, al choque de los cascos de un equino en un empedrado en el que está obligado a moverse. Sí, está primero la metáfora del sexo con la figura del caballo galopante, pero también la del sexo violento (si no lo consienten los dos es un acto violento se le vea por donde se le vea), la del animal de carreta, esclavo del humano que se cree superior a todo lo demás.

Ahí está acomodada la prostitución descrita por David Pablos a través de la cruel elegancia de su encuadre. Ahí está esta la espiral dibujada, los ciclos en caída se repiten ya sea para mantener vivo el negocio de la prostitución o para, como es el caso, que el enamorado libre “de ese mundo” a la chica con la que quiere vivir toda su vida.

Manchados están sin embargo todos los personajes. Atrapados en un mundo machista, sexista, violento y cruento que ofrece pasteles de cumpleaños sin advertir que en cada rebanada de cada pastel se esconde una navaja que corta la garganta y obliga al silencio. Tan manchados que la madrota sometida baja la cabeza sabiendo que, igual que las chicas que prostituye, no encontrará sitio si intentara salir “de ese mundo” y regresar al de la “normalidad”. Una “normalidad” que deja que historias como la que Pablos desarrolla con pulso preciso y contundente, certero, encantador y brutal al mismo tiempo, sean consentidas y muchas veces aceptadas. Una “normalidad” a la que nuestra protagonista “manchada”, humillada y violentada no podrá volver jamás aunque vuelva a ella, provocado por el mismo machismo que la llevó a ese desconocido círculo infernal. Esa paradoja final, la del escape sin escapar, la del regreso sin regresar, es probablemente la parte más dura de esta visualmente cautivadora historia de terror real.

Mostrar habría sido un error morboso. Sugerir habría resultado tímido y cobarde. Abordar con inteligencia visual y redondear con metáforas auditivas una historia de entrañas al aire resulta repelentemente llamativo: como la prostitución en un mundo machista como el que vivimos. Ahí están Las elegidas.

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