FICM 2015: 06

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FICM 2015: 06
La angustia y la resistencia
Por Erick Estrada
Cinegarage

Los reyes del pueblo que no existe
“Vino el renegado ese y nos sacó” dice don Jaime cuando intenta explicar la situación de su pueblo, ubicado en el Noroeste mexicano y en donde la administración de Felipe Calderón Hinojosa (él es de hecho “el renegado ese”) inauguró una de varias presas en el país. En el caso del poblado de Jaimito eso provocó que todo quedara inundado o viviera bajo amenaza de quedar sumergido algún día.

Jaimito aparece como un fantasma detrás de la cámara de Betzabé García y la invita, como un fantasma, a ver lo que él conoce, a entender la abusrda situación “allá en mi casa, para que se vea más bonito”.

García lo sigue y lo que encuentra son varias estrellas luminosas en un pantano que detuvo el tiempo y armó una metáfora de lo que es México en la actualidad que probablemente ni “el renegado ese” imaginó iba a ocurrir al desplazar a tantas familias privándolas del derecho a decidir dónde vivir, primero, y de una vivienda digna, después.

En ese poblado bajo el agua, con una laguna que entra a casas y edificios públicos, está sumergido, con el agua al cuello, despoblado porque la gente se ha ido en busca de algo mejor, lo que sea. No se produce como se debe (“aquí antes todo era ciruelas, ahora sólo hay agua” dice uno de los últimos habitantes del pueblo), lo que se produce se va o se convierte en el último vínculo que se tiene con algo que pudiera llamarse “normalidad” (la tortillería de Pani y Paula, que produce kilos enteros para no sabemos quién); el aislamiento y la sensación de encierro en un micro paraíso que la situación provoca, las ganas de irse y no poder hacerlo (Miro cuida a sus padres, decididos a quedarse, y a los animales que quedaron encerrados en los islotes de la presa); Los muros de agua como los llamaría José Revueltas (aunque en situaciones diferentes). También está una economía puesta con alfileres (a pesar de la promesa de avance gracias a la presa) y la amenaza, desde allá de las montañas, de un narco que se mueve a sus anchas y que está acostumbrado al saqueo (incluso al moral) en un territorio sin ley, ajeno a y de las autoridades que al implementar una reforma y una idea sin investigación real, propició este encierro paradisiaco, pero encierro al fin. Los muros de agua los llamó Revueltas, aunque con una historia diferente.

Es el pueblo que no existe. Es un retrato del México en ruinas de nuestros días que vive justo así, encargado de sus propias y bellas postales de destrucción (las que encuentra y registra Betzabé García en esta película son estremecedoramente bellas) y viviendo como estos personajes, de historias del pasado porque la Historia se ha detenido. Las historias del presente son de horror, el miedo es el tema principal.

El pueblo que no existe somos todos nosotros.

El remate, en medio de las sonrisas curtidas de trabajo de los personajes de la película, es que poco a poco sale a la superficie el aspecto más combativo y lúcido de esta placentera y sutil película: la de la resistencia.

Decididos a quedarse donde quieren vivir y rechazando la reubicación presurosa y poco justa (así funcionan “los renegados esos”), felices donde están y donde quieren estar estos personajes representan la idea de resistencia, de defensa ante decisiones presurosas que, de nuevo, atentan contra su derecho a decidir dónde vivir y sobre todo, al derecho a ser reubicados con justicia, dignamente.

Estos ancianos empantanados, habitantes finales dentro de estos muros de agua son rebelión jovial y digna, combate de fuerza y de memoria (¿será que efectivamente el pasado es nuestra única esperanza?), espíritu y poder y ese es el mejor regalo de ellos a nosotros y, al mostrarlos al mundo, de este documental a ellos. Resistencia y rebelión. Rebelión jovial y digna.

 

El hijo de Saúl
Un medio close up nos muestra la espalda de Saúl, un trabajador de los grupos de apoyo en el trabajo dentro de un campo de concentración del que nunca se nos dice el nombre. La cámara gira sin perderlo de vista, es obvio que se trata de nuestro personaje central, de nuestro vehículo a este viaje a un infierno universal y que en embates a la pantalla llenos de coreografía y desarrollo visual, con la profundidad de campo alterada para detectar sólo lo más cercano a Saúl, se aleja de la estupenda e igualmente abigarrada Qué difícil es ser un dios de Aleksey German pero nos deja clarísimo que Saúl ha decidio no ver más allá de sí mismo, aislarse visualmente de la horrorosa oferta de un campo de exterminio.

Su trabajo lo lleva a manipular cadáveres (“piezas” les llaman en más de un idioma entre los propios esclavos), a limpiar las cámaras de gas, a enterrar y desentarrar, a obedecer cuanta orden le sea gritaba salvajemente, no importa el idioma en que se lo digan.

Nemes se empeña en ese encierro y en ese agobio espiritual (extra al físico) en que sobrevive Saúl, pero jamás le niega a la cámara la oportunidad de realizar un montaje interno brutal y embrutecedor a la vez, oscuro y sangrante a la vez de lleno de luz y de contrastes, extraña belleza que decide ocultar del primer plano la violencia infraanimal de los finales de la Segunda Guerra en los campos de exterminio nazi y que al mismo tiempo desctibe con precisión inaudita los sentimientos y los pensamientos de Saúl que, tras un evento fuera de serie dentro del campo sólo acierta a decir “Rabi” para comunicar su necesidad de encontrar uno dentro del campo que lo ayude a enterrar a su hijo.

El audio no es tan “benevolente” con nosotros. Todo lo que esa difusa profundidad de campo nos oculta en bien de nuestra razón y describiendo la manera como sobrevive Saúl, el audio nos lo acomoda con pulso de desarmador de bombas, con disparos descriptivos que sin embargo, tampoco se prohíben metáforas igualmente descriptivas y por ello, también ultraviolentas.

Esas máquinas que bufan al fondo, a la llegada de los nuevos prisioneros, son a la vez pulmones extenuados de un gigante moribundo y marchas militares que llevan a la cámara de gas (que también respira) a miles y miles de personas perdidas en este enredo satánico. Los gritos de las personas encerradas en las cámaras de gas, sus golpes en las puerta pidiendo libertad, se entremezclan con el pito der una locomotora que rescata esos puños contra las paredes de las cámaras para absorberlos y sumarlos al rítmico golpeteo de metal sobre metal en los rieles de allá afuera. Los monosílabos que con rítmica penetración aparecen a un lado y otro de la sala, atacando primero los tímpanos y después nuestra conciencia, que termina por rendirse ante estos horrores y que se queda con la letanía, con ese ritmo de muchos idiomas que cavernariamente usan el monosílabo de una torre de Babel que aquí se convierte en pozo/tumba comunal.

Y Saúl, con la cámara a cuestas, con planos largos y acciones continuas de una calidad enloquecedora, camina dentro del campo de exterminio tratando de completar su misión que, ante la suma de todas estas partes hace pensar también en ese otro brutal y enloquecedor fin de Guerra del Saló de Pasolini, aunque sin la degradación sexual que allá se usó para generar el desconcierto y desamparo más brutal de todos. Es también una gran figura a través de la cuál Saúl y a través de él Nemes, nos dicen que el holocausto no debe ser olvidado.

El holocausto de Nemes no es, a pesar de todo, el que nos han pintado muchas veces y que él decide dejar en fuera de foco. El de él está encerrado en el cuerpo del chico al que hay que enterrar. El hijo de Saúl es la necesidad de hacer tumbas a los fallecidos en lugar de arrojar sus cenizas al agua. Las cenizas vuelan y se olvidan. Las tumbas son la marca de lo hecho y la marca es lo que necesitamos.

A esas alturas, Saúl decidido a conseguir la tumba que marque el genocidio antes que resignarse a que la memoria se vaya con las cenizas de los muertos, ya no es él mismo y en consecuencia ya no nos importa si el chico al que busca enterrar es su hijo o no. Todos los hijos son nuestros hijos y el golpe final de Nemes es demostrarlo, probarlo de masnera sencilla, bellamente trágica, pero también violenta y penetrante como el resto de su película.

La agresión al ojo, a la conciencia, hace mucho no era tan elegante y tan profunda.

 

La casa más grande del mundo
Niebla.
La llegada de la niebla representa cambio.

La niebla abre el discurso de Ana V. Bojórquez y de Lucía Carreras que quieren llevarnos a la jungla guatemalteca en la que la figura masculina está casi olvidada. Las mujeres han conseguido resistir y recuperar su dignidad de vida.

Entre esas mujeres están las que componen a la familia de Rocío (el rocío también llega con la niebla, ¿cierto?). Su abuela y su madre a punto de parir llevan una casa en las montañas y matienen a la familia gracias a un grupo de ovejas a las que cuidan con esmero.

La madre fatigada le ordena a Rocío que en medio de esa niebla que Inauguró el discurso, será ella al siguiente día, la encargada de llevar a pastar a la ovejas.

La responsabilidad de la madre recae en una niña que prefiere jugar a cuidar a sus ovejas y en ese descuido pierde al rebaño entero.

Desde ese elemental trampolín, Bojórquez y Carreras nos llevan a una ensoñadora propuesta en la que el bosque, las ovejas y las figuras masculinas; el agua, el juego, el encuentro con los mayores, son todos elementos que harán que sufra una transformación radical, irreversible y profunda.

Un puente colgante que como todos, representan cambio y transformación. La niebla que oculta todo lo que hay del otro lado. Un puente que además se agita y se tambalea bajo los pies de Rocío que busca y necesita llegar al otro lado (cuando el puente no se mueva) pero que sufre de la cruel broma de una amiga que salta en él para agitarlio. De un lado está la solución al gran problema de Rocío en el que se atraviesa el detalle infantil y juguetón. Es un gran paso y en una sola secuencia Bojórquez y Carreras lo dejan claro, preciso, con crueldad y maligna jovialidad.

Si el tratamiento visual de una sinopsis tan pequeña se hubiese hecho sin inspiración, sin discurso, sin símbolos y sin figuras nos habríamos topado con un monstruo de contemplación embebida en el paisaje. En su lugar, la película nos muestra a la casa más grande del mundo, el lugar/jungla donde vive Rocío y que como todas las casas encierra tanto lo bueno y lo malo y en donde los problemas tienen una dimensión tan real como distorsionada. El ejemplo ideal de esa casa, del tamaño de la empresa de Rocío, de lo grande de su casa verdadera (esa jungla montañosa que la encierra pero la cuida, como todas las madres responsables) está en un juego de planos de resultados contundentes: Rocío ha perdido a la más pequeña de sus ovejas y al saberlo, pasamos de un plano cerrado a un Big ong Shot que nos muestra lo gigantesco de la selva guatemalteca en donde deberán buscarla. Un corte, dinamita pura.

El adorno es la ineptitud del género masculino que engorda la crisis de Rocío (la casa desvencijada del anciano de la región, completamente distinta a la de Rocío, luminosa y limpia) y la enorme (en su pequeñez) secuencia en la que el puente y Rocío se enfrentan de nuevo.

Oculto por la niebla, el otro lado llama a la niña al mismo tiempo que la atemoriza. Cruzar el para ella peligroso pero determinante. En medio de la niebla nadie sino ella sabrá lo ocurrido. La pelea es sutil y elegante y las ideas generadas impresionantemente poderosas.

Por un lado, el mundo actual prohibe cada vez más que los niños sean niños (Rocío recibe la responsabilidad del rebaño cuando ella quierte segur jugando). Por el otro lado, con más niños como Rocío, que llegan junto con la niebla, podemos ver entre ella algo, sólo un trozo de esperanza, válida para muchos.

 

Almacenados
El tiempo y la espera enfrentados a la juventud y a la impaciencia.

Siete minutos de adelanto en el reloj checador para anticiparse a la entrada y “solamente cinco días” en los que un joven tomará el puesto de encargado de una fábrica para sustituir al viejo que esperó más de 30 años para conseguirlo.

“Eran otros tiempos. Eran otras ideas” le lanza el viejo a un joven que no comoprende de entrada el vacío del lugar donde trabajan, imagen que provoca la reflexión alrededor del desprecio que esta sociedad tiene ante los trabajos manuales y que provocan sudor y, por el otro lado, la inminente desaparición de los mismos en la historia de una humanidad que sin duda los echará de menos.

Con el juego de la presencia tácita (hubo quien sin duda pensó en el Becket más popular), Jack Zagha Kababie lleva esta adaptación al cine de la obra del mismo nombre a generar pensamientos e ideas que si bien habrían profundizado más con una más arriesgada cinematografización de ls propuesta, caen en lugar preciso para dejar sabores de necesidad de reconocimiento al trabajo físico (hoy muy menospreciado en un mundo atiborrado de comodidades de todo tipo), de cerrar trechos generacionales y de divisiones laborales (¿debe ser el jefe mejor tratado que el obrero ?) y entre tipos de trabajos.

En esta historia, cálida, entrañable gracias a una estupenda mancuerna compuesta por José Carlos Ruiz y Hoze Meléndez, el viaje es placentero calmo para arrojar ideas fugaces y hasta cierto punto revolucionadas, que por un lado reflexionan sobre el valor del tiempo y de saber esperar y por el otro, sobre las divisiones generacionales que se hacen más profundas si de apreciación del tiempo se habla, pero también sobre el trabajo en equipo, de las colaboración se haga con quien se haga.

El paso de estafeta, el saber de quién se recibe la estafeta, el tiempo, el ritmo, la cadencia. De nuevo todo habría fraguado con más fuerza de elaborar un discurso cinematográfico más aventurero ante una propuesta de poco elementos y un práctico desnudo escenográficio.

Y sin embargo, la película entrega, determinante, no uno sino varios momentos entrañables, concisos.

La duda es si eso viene de la película en sí o es herencia de la puesta teatral de donde sin duda nos llegaron el 80% de los diálogos.

 

Bictor Ugo
Protodiscurso fallido rebasado por la metaficción hoy tan en boga pero pocas veces puesta en marcha de manera real.

Elaboración balbuceante cercana a la paja mental que se viene en seco y que pretende hundirnos en conversaciones liberadas por el alcohol a quienes sus experimentadores (es decir, los que quieren crear a través de su uso y abuso como aquí) son incapaces de dominar y de exprimirle el ángel para en su lugar dejarse llevar por el torrente de la cerveza servida en los vasos de los bares del Raval en Barcelona.

Seguimos a un mago (grouchiano se dice él aunque uno lo detecte ante lo fallido de su registro en esta película como un desparramador de mala leche con veneno barato… para ser grouchiano hay que provocar con inteligencia y no con gritona improvisación) que de bar en bar y de truco barato en truco barato quiere hacernos creer que es revolucionario y de visiones largas cuando en realidad lo que la película registra es un tsunami de frustraciones que aquí quedan mal acomodadas.

Lynch divaga tersa y oníricamente en Rabbits, con un estilo visual envidiable y una pachequez arrebatadora que comunica más desilución que cualquier de los soliloquios del etílico depresivo personaje Chistorra (o cualquiera otro) al quien de manera inexplicable seguimos durante esta no-narración.

Lo vuelve a hacer con personajes todavía más desposeídos y con un poder de narración abrumador (¿será porque es honesto?) en El imperio, película que adoptó, usó y desechó la fórmula de la metaficción años antes de que Bictor Ugo siquiera llegara a la mente de sus descreadores.

Leos Carax nos había hundido ya en los laberintos mentales de un urbano y atormentado personaje en Holy Motors con uns virulencia y desconcierto tanto elegantes como retadores.

Pero en Bictor Ugo tenemos apenas la mezcla del cemento, ni siquiera los cimientos de los edificios de Lynch y Carax, cemento que puede ser diluído por otro maestro de la inspiración etílica como es Charles Bukowski quien con un par de renglones puede (y lo hará), destruir cualquiera de las justificaciones que sobre la creación esta película lanza sobre ella misma, error monumental que evidencia la poca confianza que Bictor Ugo tiene en Bictor Ugo. Sólo un par de renglones.

Premonitoriamente, la película rebasada por sus personajes “aleatorios” (esa chica que manipulada y vejada “grouchiamente” acusa de intelectualoides a los intelectualoides responsables de esta insensatez), lanza frases como “¿Te parece que esto es un show?” cuando evidentemente no quiere siquiera ser llamado así, para ahorcarse con sus propias y delgadísimas cuerdas.

No, no es un show. Pero improvisada, empujada o jalada, provocada para provocar, Bictor Ugo no genera ideas pero quiere que las saquemos de ahí, pide vivir el momento sin generar uno solo.

Godard divagaba con una estructura previa que permitía no una sino múltiples lecturas a sus aventuras filosófico destructivas. La gente en Bictor Ugo se dice destructora y filosófica cuando si contáramos las frases reales dentro de su marco seguramente nos sobarían dedos en la mano.

El último refugio de este protodiscurso fallido es lanzar una oda a la “no cocreción”, a “no concretar”. En respuesta hay que decir que no concretar nunca ha estado reñido con elaborar y aquí no se elabora absolutamente nada.

 

Victoria
España – Berlín – Europa.
En un plano secuencia de maromas maratónicas, esta película de Sebastian Schipper cuenta sí la noche que le cambia la vida a la Victoria del título (al salir de un club after hours es invitada por un grupo de chicos berlineses que le prometen conocer el verdaero Berlín), pero también las tensiones de la Europa unificada económicamente que se ha deshumanizado en extremo al no poder unirse culturalmente, algo que significaría de entrada un despropósito.

Sin embargo la cosa no es sencilla. Ese choque económico queda meramente sugerido en la nacionalidad de Victoria: una trabajadora de un café, pianista frustrada por la pedantería de los profesores del conservatorio en que estudiaba. Es española y gana apenas 4 euros al día a pesar de contar con estudios y un talento sobresaliente. Los chicos que la invitan, víctimas de una ciudad voraz pero bellísima, sobreviven y aman a su Berlín natal, ejemplo del éxito europeo que prácticamente ha eliminado a la pobreza pero que es incapaz de generar oportunidades reales para todos, especialmente si se cuenta con antecedentes penales.

Entre esos dos mundos transcurre este idilio de una noche, perseguido por una cámara a veces brillantísima y volátil (esa secuencia de la balacera, tan Kubrick, tan Spielberg y al mismo tiempo tan de cine independiente) y que con giros de tuerca a veces elegantísimos, otras meramente oportunistas (la llamada a una ambulancia que tarda siglos en aparecer), se da espacio para tocar varios géneros y sub géneros, desde la romantización del cruce de circunstancias que incluso hace pensar en Nick and Nora’s Infinite Playlist (EUA, 2008), al cine que ha tenido estupendos momentos en los asaltos a bancos y que en consecuencia hace que, al contemplar esta narración sin cortes, pasemos de la alegría natural a la explosión de los sentidos, a la necesidad de fraternizar y de tocar al extraño, a la euforia y a la inevitable caída, donde hay pelea por mantener la ascendente, luego por evitar azotar en el suelo de manera brutal y que termina con una resaca seca, grotesca, de sueños mezclados y memorias difusas: es en pocas palabras un viaje de ecstasy con personajes que lo narran en una aventura nocturna y que lo hacen evidenciando lo natural de sus diferencias en un plano secuencia de coreografías complejas. Una fábula de MDMA.

Efectivamente, en este repaso-mezcla afortunada de apuntes sociales sutiles pero violentos que también hacen pensar en El odio (Francia, 1995) de Mathieu Kassovitz con rebanadas de un Trainspotting (Reino Unido, 1996) que habla de amistades y fraternización, uno de los muchos discursos es el que quiere que rescatemos aquellas miradas y roces con los otros y que hoy son consideradas no aptas: no lo son. Se quiere que la definción de lo bueno y lo malo se borre y deje de estar marcado por nuestra apariencia.

Ahí está la explicación de las ganas de Victoria de mantenerse al lado de este improbable grupo de callejeros que de repente necesitan generar una explosión dramática, llevarnos a un clima casi thriller, trágico y tremendamente violento: al haber sido rechazada por su supuesta falta de talento Victoria siente la empatía suficiente como para continuar el plan sugerido por Boxer que carga el estigma del criminal de poca monta salido de la cárcel a pesar de ser una buena persona: el sistema les ha jugado a la mala y ambos responderán igual para tratar de rescatar algo de lo perdido.

En medio una actuación brillante de parte de Laia Costa (aunque en el desenlace sus escenas son inexplicablemente largas) y un movimiento circular de la historia en el Berlín de antes del amanecer, salidas inteligentes en una producción que evidentemente no es millonaria: la recreación de uno de los puntos culminantes de la historia, una escena de acción en pleno y de la que se nos deja fuera a pesar de poder contemplarla en toda forma.

Intensa y serena, Victoria toca las cuatro esquinas y se va con el amanecer haciendo uso de su nombre en una Europa que simplemente no voltea a sus calles, en donde maravillas como esta (una maravilla trágica, pero maravilla al fin) ocurren todas las madrugadas.

 

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