FICM 2015: 05

0

FICM 2015: 05
De las elegidas a las malas elecciones
Por Erick Estrada
Cinegarage

 

Las elegidas
El ritual machista de la captura. La venta del amor como anzuelo. La cacería sentimental para engatuzar gente que terminará prostitutyéndose en un ciclo eterno.

Un chico seduce a una chica a la vieja escuela, con galantería que disfraza la carnicería a la que la invita sin que se dé cuenta; con romanticismo adolescente que busca exprimir la sensualidad inmadura tan enigmática como ilegal, tan aberrante como destructora.

Las elegidas de David Pablos busca desde esos esquemas, los del retrato del bajo mundo de la prostitución (de las altas esferas tendrá que ocuparse alguien más en otro momento), desnudar la crudeza y el aroma deshumanizado del sexo no consensuado, de la explotación infantil en su lado más burdo, el sexual; la esclavitud emocional de gente que bajó la guardia en el momento menos adecuado y entra a ese círculo infinito en el que salir no es necesariamente la mejor opción.

Lo mejor de la película de Pablos es que obvia las obviedades. No habrá aquí desnudos escandalizantes o posiciones sexuales llenando el cuadro. Tampoco veremos la penetración machista y la violentación del espacio y del cuerpo. Pablos elige retratos y atmósferas, encuadres poco comunes, con los personajes disminuídos por oscuridades y paredes descarapeladas, testigos y memoria del prostíbulo de una familia mexicana tan machista como típica, tan común como despreciable, para hablarnos del hundimiento moral al que es sometida su encantadora (en la desgracia) protagonista. Sin embargo, los dilemas que la película plantea y desarrolla con crudeza pero también con un ojo arrolladoramente embellecedor, alcanzan también a la familia y al enamorado Ulises que busca en su odisea sacar de ese mundo a la chica de la que está enamorado, un deseo que encapsula el machismo de su familia y de un país que necesita desesperadamente un escape del mismo, una solución final a la infracultura que impulsa no sólo la trata de blancas sino la idea de que, como se dice en la película, se trata de “un trabajo”.

“Trabajamos duro”, dice el padre explotador y cabeza de ratón (aunque él se piense un macho alfa) cuando se queja de pérdida de dinero y del esfuerzo que representa tener a un enorme grupo de chicas encerradas como en campo de detención para cumplir los impulsos sexuales de sus clientes.

Y esa frase se convierte instantáneamente en el otro camino de lectura de la película, con encuadres que bordean entre la elegancia del desnudo (de cuerpos y paredes) y la animal crueldad de la violación pasivo agresiva. Los colores amables, las luces sobre las camas, los roces de las telas nos dejan ver cómo eso que nuestro falso macho alfa concibe como trabajo es en realidad desprecio del esfuerzo de los demás y desprecio a esos otros.

No por nada el audio en el que nuestra protagonista hunde sus pensamientos -mientras es aleccionada para prostituirse o mientras presencia su propia explotación- pasa del golpeteo de pieles y glúteos al galopar de un caballo, al choque de los cascos de un equino en un empedrado en el que está obligado a moverse. Sí, está primero la metáfora del sexo con la figura del caballo galopante, pero también la del sexo violento (si no lo consienten los dos es un acto violento se le vea por donde se le vea), la del animal de carreta, esclavo del humano que se cree superior a todo lo demás.

Ahí está acomodada la prostitución descrita por David Pablos a través de la cruel elegancia de su encuadre. Ahí está esta la espiral dibujada, los ciclos en caída se repiten ya sea para mantener vivo el negocio de la prostitución o para, como es el caso, que el enamorado libre “de ese mundo” a la chica con la que quiere vivir toda su vida.

Manchados están sin embargo todos los personajes. Atrapados en un mundo machista, sexista, violento y cruento que ofrece pasteles de cumpleaños sin advertir que en cada rebanada de cada pastel se esconde una navaja que corta la garganta y obliga al silencio. Tan manchados que la madrota sometida baja la cabeza sabiendo que, igual que las chicas que prostituye, no encontrará sitio si intentara salir “de ese mundo” y regresar al de la “normalidad”. Una “normalidad” que deja que historias como la que Pablos desarrolla con pulso preciso y contundente, certero, encantador y brutal al mismo tiempo, sean consentidas y muchas veces aceptadas. Una “normalidad” a la que nuestra protagonista “manchada”, humillada y violentada no podrá volver jamás aunque vuelva a ella, provocado por el mismo machismo que la llevó a ese desconocido círculo infernal. Esa paradoja final, la del escape sin escapar, la del regreso sin regresar, es probablemente la parte más dura de esta visualmente cautivadora historia de terror real.

Mostrar habría sido un error morboso. Sugerir habría resultado tímido y cobarde. Abordar con inteligencia visual y redondear con metáforas auditivas una historia de entrañas al aire resulta repelentemente llamativo: como la prostitución en un mundo machista como el que vivimos. Ahí están Las elegidas.

 

Carneros
Nunca nadie había contado una tragedia tan luminosa y tormentosa a la vez y nunca nadie lo había hecho en reversa como Grimur Hakonarson en Carneros.

Animales violentos y tozudos, los carneros han sido el sustento y el orgullo de la familia de Gummi y Kiddi, dos ancianos hermanos que violenta y tozudamente dejaron de hablarse hace 40 años. Las razones están escondidas en la blanca lana que llevan por barbas, en las ru(t)inas extenuantemente pálidas de sus días en un poblado de la Islandia profunda.

Su única forma de comunicación es el torneo de carneros en el que compiten entre ellos a través de lo mejor de sus especímenes.

Nosotros aparecemos en medio de uno de esos torneos, y con los hermanos en primero y segundo lugar el conflicto se recrudece y toma caminos tan insospechados como absurdos, dicho todo para bien.

Para comunicarlo, Hakonarson nos hace acompañar a uno de ellos en sus días repetitivos y eternos en el invierno de esa parte del planeta. Gummi se mueve entre rompecabezas diurnos con un vaso con leche y el cuidado de sus carneros.

Llega la tormenta.

Los cuernos del carnero evidencian las estrías y por primera vez en 40 años Gummi puede entrar, no sin miedos, no sin curiosidad, no sin respeto pero tampoco sin rechazo, a la casa de su hermano. Justo a la mitad, habiendo conocido a la primera parte de la familia dividida, Hakonarson da vuelta a la tortilla y nos deja ver el otro lado, al hermano al otro lado de la cerca.

Gummi explora, ataca, se inmiscuye y encuentra una fotografía que en medio de la tormenta en que los dos hermanos están involucrados, se antoja trágica. Él y su hermano, cariñosos, montan un caballo ante la mirada satisfecha de su padre.

La tormenta arrecia.

Los carneros dejan de dar topes y comienzan a mirarse a los ojos y en un movimiento maestro Hakonarson le devuleleve a estos tozudos guardadores de secretos mucho de la humanidad que se habían permitido perder y nos los deja ver en un trágicamente premonitorio instante montados en una motocicleta de nieve igual que como los vimos en aquella foto del caballo en un verano vikingo. Aquí sin embargo están viejos, cansados, hartos, hundidos en un problema que los empareja con los violentos y casi salvajes carneros para los que viven, y al sustituir al caballo por la moto nieve vemos cómo se les viene encima el “mundo nuevo” el de los “avances” y las facilidades. Vemos cómo la blanca lana de sus barbas es ya caduca y despreciada en un mundo que ignorantemente vive sólo del hoy.

El remate es monumental, duro, entrañable e inquietante a la vez. En el peor momento del azote bestial de naturaleza, sabiendo que igual que sus carneros ambos son los últimos representantes de su llinaje, los hermanos nostálgicamente vuelven a un congelado útero materno, la única manera de buscar algo parecido a la reconciliación.

Se trata de una de las mejores imágenes metafóricas en años y al mismo tiempo una bomba emocional que es capaz de callar al cine más ruidoso y a la tormenta más vigorosa, aunque ambos ocurran a la vez.

 

Te prometo anarquía
Rap y patinetas. Peleas de juego y juegos de peleas. Una historia de amor carnal y trágica desde que aparece en pantalla. La ciudad que conocemos y no visitamos que se recorre a golpe de ruedas sobre el asfalto, ruedas que aunque corren por donde lo hacen los coches no pertenecen a ese mundo. Las patinetas nos adentran a otra calles y a otras vías.

En ellas, Julio Hernández Cordón nos hablará de divisiones, de opresores y orpimidos, de explotadores y explotados en una brillante metáfora que de tan real sólo puede asirse del collar de Miguel: lleva al cuello unos falsos y plásticos colmillos de vampiro.

Miguel ha desertado del mundo de la luz y se ha hundido en una retorcida red de traficantes de sangre (y no sabemos qué más) que la da para vivir y vivir bien aunque para mejor práctica de su sed de rojo haya decidido reunirse con Johnny, su enamorado e indeciso compañero.

Ese falso beber de sangre, esa sangría contemporánea y poco ascéptica, ese drenar de vida se plasma en la película a través de planos largos llenos de movilidad, redundantes unas veces, hipnóticos otras e innecesarios de repente: entrar a los Churubusco desconecta la mayor parte de las veces y además aquí provoca una situación que encajaba mejor como sugerida que explícita, que es como la vemos. Esos planos reflejan la relativa facilidad con que estos personajes -a veces Warriors en busca del hogar, otras murciélagos en manada deslizándose entre las calles- viven sus días, entre la mona y la marihuana, encajando el colmillo hasta que todo se sale de control.

Hernández Cordón cuenta en realidad una historia de amor, pero ese amor sobrevive gracias a la vampirización social que se nos ha contado desde el principio: Miguel y Johnny son además de amantes hijos de la dueña y de la señora que limpia la casa, respectivamente.

Sus peleas, sus conflictos, sus problemas de “trabajo” son la puesta en escena de la división social, injusta y brutal en México. Pero son también el vehículo para el capítulo final de la historia, en el que veremos que cuando las cosas se salen de control, la dueña de la casa reacciona de una manera y la señora que la limpia lo hace de otro; que Miguel y Johnny son amantes pero que encima de ellos está la salida fácil cuando entre los vampiros sale el Sol.

Aparecen los vampiros mayores, los despiadados, y los colmillos de plástico de Miguel son incapaces de defender lo que tiene: su dosis de sangre y su amante juvenil. El escape en el que se enfrasca prueba de nuevo (ya lo habíamos visto en Los herederos) que las clases altas, hipócritas y traficantes de la otra sangre que son las influencias, prefieren el escape a la solución de los problemas. Y entonces, nuestra pareja a la Shakespeare (son Romeo y Julieta) es separada y violentada.

El final son dos finales, como los colmillos de los vampiros, aunque en este caso el vampiro que era el remate ideal provoca que la película se quede chimuela.

En uno, la situación queda abierta, incómoda, punzante, árida como el campo seco que rodea una patineta que rueda por las carreteras.

El otro suena moralino, castigador y por ello redundante, obvio. Demasiado romántico para acomodarse entre los planos largos y de narrativa tranquila de la película. El segundo remate en lugar de tranquilo se deja ver tranquilizador, de final no tan abierto pero sí mucho menos punzante.

Los vampiros muerden y punzan, sangran y dejan abiertas las opciones. La película prefirió un cierre menos árido, más otoñal todavía, menos rabioso.

 

Mientras la prisión exista
¿Por qué?
Entendemos perfectamente que haciendo uso excesivo e insultante del cine nuca o elegantemente llamado “plano dorsal” Nicolás Gutiérrez Wenhammar busca comunicar el encierro y la falta de futuro de sus dos personajes centrales: un carterista de entre los cientos que hay en Barcelona y una chica a la que conoce casualmente y de quien se enamora de forma irremediable.

Comprendemos que para comunicar el encierro y la falta de futuro ese cine nuca o “plano dorsal” nos tendrá dertrás de los personajes con una perspectiva fuera de foco permanente y pretendidamente sofocante.

Sabemos que esos pasillos sin fin en los que caminan son el símbolo de su falta de opciones y de que por mucho que avancen no lograrán lo que ansían.

Sabemos que él quiere abandonar Barcelona y que ella decide seguirlo.

Pero entonces, ¿por qué insistir en ese cine nuca redundante y facilón (comparen ustedes con lo hecho por László Nemes en El hijo de Saul) o “plano dorsal” torpe y con falta de carisma, que nos mostrará la nuca o el “dorso” del carterista oprimido y deprimido en el 90% de este experimento visual manchado de pretención?
¿Por qué plantear una escapada de su mundo a partir de una trampa a sus esclavizantes padrote/carteristas con flash backs y flash forwards anclados en el cine nuca o “plano dorsal” en el que estamos obligados a descrifar los no-mensajes de este experimento manchado de pretención? Porque esa trampa pierde toda emoción (como la película entera) al prohibirse (o ignorar) ritmo y montaje, suspense y discurso precisamente por atarse a esa pretendida propuesta de estilo.

Uno entiende la también cercanía que se busca comunicar con este carterista de miras cortas (el cine nuca mal utilizado es obvio en ello) a través de encuadres tan fáciles y poco propositivos, pero ello se entiende a los primeros cinco minutos de seguirlo por una Barcelona que en consecuencia no luce (él se quiere ir, no tenemos que ver la ciudad, eso también se comprende).

¿A qué vienen entonces los personajes que nos hablan sobre sus oficios y trabajos y que después desaparecen campechanamente después de haber roto ellos mismos es “ritmo” nuca de este despiste? Esa prostituta que ama Barcelona; esa dependienta de la farmacia amable y servicial; ese doctor que nos explica lo que es la neumonía y que de paso nos sugiere que el carterista la padece aunque en realidad sólo es asmático (sugerencia que ni cuaja ni quiere ser desarrollada);todos desaparecen de esta prisión en que a los pocos minutos se convierte lo que quiere y nunca puede contar el mismo Gutiérrez Wenhammar sin haber aportado absolutamente nada sino muchos preciados minutos en pantalla.

No se nos ha explicado a estas alturas la necesidad de que el carterista que nos presentan viva en Barcelona. Mucho menos la premura del escape.

No se explica entonces la necesidad del alargue, de llegar a la hora en esta muy líneal no narración que se pinta a sí misma de neumonía y que termina siendo un insustancial y fácilmente desechable ataque de asma.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *