FICM 2015: 04

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FICM 2015 04
Un gol, tres tropiezos
Por Erick Estrada
Cinegarage

Los herederos
Todo comienza en el terreno en donde los niños entran a la pubertad y los púberes comienzan a pensar en entrar a la adolescencia, el terreno de las responsabilidades reales: el jardín, el área de juegos infantiles donde todavía cabe un cuerpo de 13 años pero en donde no se ve bien una mente de 16.

Ahí Los herederos nos presenta justo a eso: púberes de clase media mexicana que al cobijo de sus familias mezclan los mundos mencionados con un desparpajo tan natural como desconcertante especialmente a su edad. Estos ya-no-niños son capaces de pagar cigarros, alcohol, fiestas y parrandas gracias también al cobijo que les da su familia. Varios despertares suceden a cuadro, el sexual, el carnal, el de la desilusión, mientras nosotros algo perdidos buscamos la verdadera historia en una película que apenas rebasa la hora de duración.

A la vuelta de la esquina, Coyo -el personaje con el que entramos a esta narración de Jorge Hernandez Aldana– se destapa poco a poco como el individuo ideal a seguir en este casi desencantado relato de la adolescencia mexicana, un miembro más de una pequeña jauria suburbana que conforme la narración avanza y la presencia de Coyo se consolida, se portan cada vez más así, justo como pequeños perros salvajes que entre el juego y la necesidad de crecer muestran los colmillos con que morderán al mundo. Su primera herencia.

Ellos son los hijos de una clase acomodada que en países como México concentra tanto dinero, poder e influencia como si se tratara de los miembros de una monarquía divina e intocable. Ellos son también producto de un país en depresión que a través de sus padres les ha comunicado idea de poder y cierta prepotencia que aquí desencadenará, en ataques de prototestosterona, un hecho que llevará a Coyo a sus propios límites, ahí donde él mismo no puede resolver sus problemas.

Las figuras paternas que ya se nos habían presentado limitadas y carentes de autoría ante sus cachorros, se sienten aún menores en este conflicto que es una evidencia metafórica de la falta de rumbo de un país como en el que vivimos. La crisis de poder (nacional y familiar) lleva a los padres de Coyo a elaborar un escape antes que enfrentar el problema y desde ahí la película pudo haber sido condescendiente… aunque se lo prohibió. En su lugar hace que comprendamos que los padres embotados de influencias y con fuertes bodegas de poder prefieran el escape y el escapismo (el padre de Coyo no se queda con los brazos cruzados para “ayudar” a su hijo) a la resolución real del problema que no es siquiera el que nos presenta la película.

Con un arranque tan desconcertante como lleno de idea, Los herederos aterriza en una problemática durísima (real) y la ubica en un país en el que siempre será preferible usar las influencias antes que pagar las consecuencias, voltear a otro lado antes que enmendar los errores. Esa es la otra herencia de estos cachorros que tras la golpiza no se ven ni tan fieros ni tan testosterónicos sino habitantes de una mezcla opaca de poder, influencias e ingenuidad que seguramente más tarde será sustituida por prepotencia adulta y violenta.

Cierto, a pesar de su duración la película se atora muy cerca de su conclusión y trabaja tarde el cierre simbólico que representaba el reencuentro de Coyo con el avatr de su amigo favorito, un Rottweiller que es además el pretexto para que la película comience.

Después, la confirmación brutal de que la tercera herencia es justo la idea de ser intocable, de salirse con la suya, de golpear sin ser golpeado que personas en desarrollo como Coyo practican con la naturalidad de quien abandona a un buen amigo en un mal momento o a una mascota en plena carretera.

Las cosas no van bien y esta película nos lo deja claro y en la cara.

 

El placer es mío
Una pareja. Sexo abierto y desinhibido. El aparente paraíso campirano de un par de chicos que buscan un cambio que nunca se nos aclara del todo. Y así, a apenas cinco minutos de iniciada, queda plasmado el espíritu críptico de la nueva película de Elisa Miller, probablemente la mejor que haya hecho hasta la fecha.

El aspecto críptico de la película se acentúa por distracciones narrativas en el lenguaje de Miller y aunque presenta la problemática de sus personajes de manera directa (haberlo sugerido se habría convertido en una redundancia de incapacidad narrativa), esta jamás aparece de nuevo ya no digamos para que los personajes la resuelvan o la profundicen, algo que habría inyectado algo de sentido a las viñetas de costumbre llenas hasta el tope de una falsa melancolía; no aparece de nuevo (tampoco) para dar la oportunidad a quien observa estos pasajes de entrar en el dilema de tener o no tener un hijo en este mundo y en las circunstancias en que esta pareja vive.

En una discusión intercoital ella le dice a él (los nombres, créanlo, son aquí lo de menos) que necesita tener un hijo y él deja claro, saliendo de ella con un enfado brutal, que no le interesa.

¿Miller nos hará ver cómo una mujer puede objetivizar a su pareja sólo para quedar embarazada? ¿El problema se metaforizará en los huevos de la granja que ella o atesora u odia o utiliza y que son como hijos que no serán nunca? ¿Habrá una consecuencia real en el hecho de que ella rebele su fobia a las ratas que infestan su casa y él la suya a los sapos que devoran el bosque que rodea la casa? ¿El señalamiento cruel de una hija cruel de una ex novia que aparece para provocar nada, o el sexo casual que ella tiene con un desconocido en un baño donde la hija cruel ha meado horas antes, nos dirá algo de ese problema que sigue brillando por su ausencia? ¿Él la viola a ella en esta larga hilera de encuadres cansados de sí mismos como reacción a su deseo de tener hijos mientras los sapos cantan en el bosque y eso es un símbolo de algo? No. Jamás.

Al no haber desarrollado un lenguaje real. Al no atar a sus personajes para establecer conflictos reales (no morales o de ensoñación). Al dejar con ello claramente expresa una incapacidad narrativa monstruosa, las preguntas anteriores son meros sueños que llenan los gigantescos huecos de una no-historia no-actuada no-desarrollada para poder llevarnos a nosotros mismos al final de la carrera… Una carrera corta que se siente larga y sin fin.

Huecos, hoyos, sinsentido total que se pinta de instalación oportunamente retratada y falsa poética o de performance de drogas malas en una fiesta campirada. No. Esos huecos serán llenados sin duda por quien quiera entregar premios a estos brochazos sin brújula. Y ocurrirá. Ocurrirá porque sin duda se trata de la mejor película de Elisa Miller pero eso, a pesar de todo, no la hace una buena película.

 

Yo
Hemos regresado al bosque de heno del viaje sin mapa y la caricia onanista en busca de ideas que dibujen sombras a las que alguien le encontrará forma. Estamos otra vez en la nada dentro de la nada, en el bordado de imágenes perezosas que no muestran montaje interno alguno, algo que se habría agradecido especialmente cuando el montaje externo está igualmente ausente y que también se habría aplaudido de existir una historia interesante, transformadora, reveladora, emocionante, ¿sensata?, ¿ocurrente?, ¿valiente?, ¿retadora? Porque nada de ello está tampoco aquí, solamente un pequeño rosario de frases que buscan orientar con una opaca voz en off a esta lluvia de burdas postales de nada.

En lugar de eso tenemos sí, enfoques folkloristas de un personaje que no está ni atrapado ni encantado pero que se encuentra en un mundo que es retratado con una superficialidad que a la vez es condescendiente: la del poblado campirano mexicano, lejano de las grandes ciudades y empapado de personajes pintorescos que aquí son retratados con morbosa psicomagia antropológica.

Hay también una historia dulcemente miserabilista: ni nos reta con la elegancia de The Lobster en la que otra voz en off igual de mecánica (aunque Lanthimos tiene la bella delicadeza de dejar claro el tono de esa voz) narra los cimientos de la historia, ni nos ataca de frente como, ahora sí, lo propuso Artemio Narro en su experimento audiovisual Me quedo contigo.

Si lo que vemos en pantalla pretendía ser un cuento/confesión del gigante pueblerino entre iluminado e idiota, el blanco se pierde por completo. No hay razón ni elementos para llamarlo ni iluminado ni idiota pues de nuevo, la ineptitud narrativa nos priva de la posibilidad.

Si ese cuento estuvo alguna vez en la mente de quien lo contaba, mala idea entrometer a manera de melodrama mal ejecutado una frase que suena a disculpa en lo que debería ser el momento clave: “Eso es todo lo que tenía que decir”.

 

El regreso del muerto.
En un tono casi crudo, muy poco pulido, entramos a una narración que pretende ser desarticulada. Con poco mapa descubrimos entonces a un sicario de más de sesenta años que vive en un extraño asilo de perdedores y que se siente acosado por los recuerdos de su sanguinario oficio, por la pérdida de su vida, por el nulo contacto con su familia y por su nueva realidad, rodeada de mares de neblina y de borracheras que en nada ayudan a su alcoholismo galopante .

En medio de sus borracheras de tarde vemos de manera todavía más cruda los delirios en que sus pecados lo persiguen y sus ganas por librarse del recuerdo de todo lo hecho. Es quizá en esas borracheras que la verdadera materia prima de este trabajo se hace evidente ante esa crudeza y desarticulación con que el documental avanza: el arrepentimiento.

¿Pecado y arrepentimiento?

Sí, El regreso del muerto se sumerje más de una vez en el arrepentimiento de Rosendo ante su vida criminal y en el montaje eso se acomoda con pasajes de religiones lado B, con oraciones tergiversadas que por un lado acentúan el caracter viciado de la película y del propio Rosendo, pero que por el otro descubren una mirada miserabilista que a su vez nubla el enfoque de la película.

La reconstrucción evidente de ciertos pasajes (la pelea alrededor de una grabadora, la expulsión de Rosendo de un bar al que acude a beber a pesar de encontrarse en completa banca rota, el fallido escape a la carretera solucionado nunca sabremos de qué manera), dejan ver una manipulación de aquello que se documenta.

Más allá de si la realidad documentada puede o no ser manipulada, el problema con El regreso del muerto se da de cara al público. ¿Se busca generar a priori cierta reacción en quien verá la película y por ello tanto en registro como en montaje se extreman libertades que despojan de caracter periodístico y rigor al documental? El regreso del muerto parece decir que sí y ahí comenzará la discusión.

Al cometer esos errores, la segunda mitad del documental pierde toda pista. En un principio veíamos una descripción del arrepentimiento de Rosendo hecha por él mismo, pero la búsqueda del shock (derivada quizá por el propio shock de un director enfrentado a una realidad nueva para él: la del alcoholismo, la de la miseria, la de los criminales que acuden a la capilla de Malverde, la de camas sin hacer y confesiones hechas encima de ellas) convierte a la película en un circo de seres humanos que en consecuencia son ya retratados y montados como seres patéticos y, claro, chocantes y “curiosos” (la secuencia de la pelea es tan gratuita que Rosendo no se encuentra en ella). En medio de ello nuestro personaje (el hombre arrepentido en busca de redención) se pierde y se transforma en uno más de esos seres, un alcohólico hundido en soledad que quiere causar más impacto que reflexión.

Después, un epílogo molesto, moralino y suicida aparece en la pantalla después de ese túnel de seres que se autodesfiguran y que viven atrapados en ese asilo de reconstrucciones manipuladas: Rosendo confiesa en su propia tumba que tuvo que fingir su propia muerte para escapar de los criminales a los que servía, de ahí también el nombre de la película.

La pregunta salta de inmediato. Si el epílogo fuera un prólogo la película no solamente perdería ese carácter moralino sino que haría entrar en contexto toda la primera parte de la narración y le regalaría algo de ese rigor aquí casi inexistente. Enfocaría al propio documental y más que castigo, le daría al retrato del arrepentimiento de Rosendo más profundidad sin dejarla desprotegida en la comparación con el arrepentimiento religioso.

Sin embargo, también echaría por la borda toda la segunda mitad de este trabajo, que se refugia en el sentimentalismo y la sensiblería que ese arrepentimiento religioso -y el epílogo- le dan; deslavaría el shock final conseguido con ese clip último de manera más sencilla y que parece ser (digo que parece serlo) el objetivo final de la película.

La discusión debe estar ahí, no ya en lo ético que es o no la manipulación directa de lo que se documenta, algo escandalosamente obvio en la película.

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