RMFF 2015-3. De las adicciones a la Hip Hópera

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RMFF 2015 3
De las adicciones a la hip hópera
Por Erick Estrada
Cinegarage

Los días se van mezclando y las mezclas muestran que el cine mexicano en demasía quizá no sea una buena idea. Lo digo porque ya en la tarde de este lunes una Plataforma Mexicana con 14 películas en competencia no sonaba como una buena idea. Si el cine mexicano tuviera estándares más elevados quizá podría armarse con éxito una sección como la que en 2015 presenta el Riviera Maya Film Festival, pero como eso no ocurre todavía, al tener una lista tan extensa las películas buenas destacan de más y las malas decepcionan de manera exagerada. Reducir a la mitad habría significado quizá menos funciones en los cines pero habría generado un público más agradecido.

Dicho lo anterior y justo por esas razones, estos días estuvieron dedicados a revisar cines de latitudes diferentes.

 

La mujer de los perros. Argentina.
La película que con energía y buenas dosis de inteligencia generaron Laura Citarella y Verónica Llinás trae a las grandes urbes una narración que mentes menos aventureras habrían alojado en una selva gigantesca con resultados menores: en ese entorno habría resultado tremendamente previsible.

No hay anécdota, pero hay sí un anecdotario. A lo largo de cuatro estaciones, 365 días o algo así, seguiremos a una mujer abandonada de la civilización, que vive en las orillas -de la ciudad, de los demás, de sí misma pues prácticamente no la escucharemos decir palabra alguna- y en esas cuatro estaciones seremos capaces de detectar (y es que la película es muy sencilla de ver), su rutina alrededor del Sol, una rutina que se columpia entre la supervivencia y un sibaritismo monjil que a veces la lleva a robar frutas de los puestos de una ciudad a la que ignora como seguramente la ciudad la ignoró a ella. La ciudad, la gente que habita en ella, estará del otro lado de un muro gigantesco y desértico, lleno de basura y polvo que si bien se reconoce como tremendamente contemporáneo, al aparecer detrás de esta mujer que goza de la única compañía que le da una manada de perros callejeros, sabe también a escenario post apocalíptico, una apocalipsis que al leer la probreza del personaje, sus carencias pero su gusto por el minimalismo necesario, puede ser el apocalipsis del capitalismo, el de su país (la película es Argentina) o el de su propia vida.

Ese tono futurista se consigue, curiosamente, al explotar las costumbres de esta mujer a la que todos tachan de loca precisamente por estar acompañada solamente de perros: la realidad recreada aquí se vuelve tan real que sabe artificial, como de otra época, pero una época que está por venir.

La narración de Citarella y Llinás deja claro que lo suyo será una lista de ambientes y sensaciones más que de enfrentamientos verbales, pero tiene momentos que saben a rebaba y la película adolece de instantes repetitivos, redundantes y que no hacen sino desconcetrarnos de la contemplación de esta extraña tribu que podría habitar las montañas nevadas de Canadá después de una hecatombre nuclear. Hay muchas cosas de más, muchos momentos repetidos, muchos planos alargados por no sabemos qué razón.

Una escena nos devuelve un poco de la emoción perdida: un perro abandonado, sólo la mujer del título reacciona. Ahí se convierte en una imagen fuerte y con sentido: esta ermitaña urbana que vive de su propia huerta y de recolectar agua de lluvia es una amparadora de desamparados. La lucha por inlcuir al nuevo perro cuenta la historia de la manada entera y de la ciudad allá a lo lejos, detrás del muro, oxidada y asfaltada. La tragedia surge cuando, tras un capítulo más en que el olvido hacia ella se marca con saña, surge la idea del abandono hacia esta mujer. Ya no importa de dónde viene sino hacia dónde va. No podrá rescatarnos a todos y caerá víctima de su propio acto de bondad. Gran paradoja apenas sugerida, apenas dibujada, pero presente al fin si uno la atrapa en su momento pues con ella la figura de la mujer loca desaparece por completo.

Planos largos de contemplación urbana que si bien recaen en lo repetitivo e incluso se vuelven abusivos, falsamente joviales y cálidos, cuentan una historia sin palabras aunque a veces se desea quedar justo así, sin palabras, y ello no se logra.

 

Tokio Tribe. Japón.
De Beethoven al rap que suena a costa Este pero que está en japonés. De los sables afiladísimos a los bajos típicos de la costa Oeste pero con ciudades japonesas en las rimas. Del escape de la ciudad asesina ubicada en un futuro más probable de lo que se pudiera pensar, a la lluvia de referencias a la cultura popular y actuaciones muy poco cercanas al estilo Kurosawa pero que se acurrucan en los clichés del ánime para redundar la extravagancia de esta propuesta del kitschautor del cine japonés, Sion Sono.

La historia se llueve por todos lados. Primero el secuestro de un grupo de chicas en un Tokio a la Blade Runner, con musas envejecidas que llegan directo desde The Warriors y mafiosos de segunda que suben a los armatostes de esos Warriors para convertirse después en samurais a la Mad Max en cruza directa con la estética tecno europea de segunda categoría.

Y es que a Sion Sono no le interesa armar un discurso elegante. Del secuestro de las chicas saltamos sin reservas a la lucha entre barrios: una especie de apropiación de Pandillas de Nueva York en la que cada barrio de Tokio tiene su sonido propio en una hip hópera imparable que bombardea rimas igualmente calculadas, de la inocencia del r&b más simplón a las rimas con más carga política y rebasando el rap gansta violento y narrativo.

La ruleta da otra vuelta y la película crece desmesuradamente en lo que ya es una tormenta multi referencial, que a veces nos mete de lleno en un licuado de Romeo + Julieta con Moulin Rouge de Baz Luhrmann y otras nos lleva al cine serie B narrado en capitulos de video juego. Street Fighters batidos con el patchinko más estridente, toques del Scarface de los años treinta y bromas pesadas, bobaliconas, desenfadadas.

Tokio Tribe es sí una especie de historia urbana muy propia de la cultura japonesa (la inspiración viene de un manga) pero es también la prueba de que Sion Sono mejora a pesar de extravagancias como esta (que busca un público casi de nicho pero que puede ser acomodada en cualquier idiosincracia que se nos ocurra) y que ese mejorar no será, lo sentimos, el pulimento de su estilo, sino la explosión del mismo para ver caer los trozos por todos lados, el armonioso orden del caos aquí en cataratas de hip hop cuenta historias, de caricaturización de la mafia, de personajes casi necesariamente maniqueos (tenemos que odiar al machista y degenerado, animalizado y embrutecido gangster en jefe), de óperas en tornamesas que también huelen al Escape de Nueva York pero con soportes más en nuestros tiempos, de raperos, hip hoperos y músicos reales (todos japoneses) que vienen aquí a entregar sus voces y sonidos en un musical surrealista y de mal gusto por el mal gusto. Una joya enrarecida.

Vivimos ya en el apocalipsis pero no queremos enterarnos y con ello Tokio Tribe entrega un ingenuo y naif mensaje de hermandad y paz; ingenuo y naif solamente porque recoge lo peor del hip hop mundial para dejarlo claro, no porque ello no sea necesario.
¿Quieren conocer lo kitsch? Ha llegado Tokio Tribe para dejarlo claro.

 

Victoria. Alemania.
España – Berlín – Europa.
En un plano secuencia de maromas maratónicas, esta película de Sebastian Schipper cuenta sí la noche que le cambia la vida a la Victoria del título (al salir de un club after hours es invitada por un grupo de chicos berlineses que le prometen conocer el verdaero Berlín), pero también las tensiones de la Europa unificada económicamente que se ha deshumanizado en extremo al no poder unirsee culturalmente, algo que significaría de entrada un despropósito.

Sin embargo la cosa no es sencilla. Ese choque económico queda meramente sugerido en la nacionalidad de Victoria -una trabajadora de un café, pianista frustrada por la pedantería de los profesores del conservatorio en que estudiaba- es española y gana apenas 4 euros al día a pesar de contar con estudios y un talento sobresaliente. Los chicos que la invitan, víctimas de una ciudad voraz pero bellísima, sobreviven y aman a su Berlín natal, ejemplo del éxito europeo que prácticamente ha eliminado a la pobreza pero que es incapaz de generar oportunidades reales para todos, especialmente si se cuenta con antecedentes penales.

Entre esos dos mundos transcurre este idilio de una noche, perseguido por una cámara a veces brillantísima y volátil (esa secuencia de la balacera, tan Kubrick, tan Spielberg y al mismo tiempo tan de cine independiente) y que con giros de tuerca a veces elegantísimos, otras meramente oportunistas (la llamada a una ambulancia que tarda siglos en aparecer), se da espacio para tocar varios géneros y sub géneros, desde la romantización del cruce de circunstancias que incluso hace pensar en Nick and Nora’s Infinite Playlist, al cine que ha tenido estupendos momentos en los asaltos a bancos y que en consecuencia hace que, al contemplar esta narración sin cortes, pasemos de la alegría natural a la explosión de los sentidos, a la necesidad de fraternizar y de tocar al extraño, a la euforia y a la inevitable caída, donde hay pelea por mantener la ascendente, luego por evitar azotar en el suelo de manera brutal y que termina con una resaca seca, grotesca, de sueños mezclados y memorias difusas: es en pocas palabras un viaje de ecstasy con personajes que lo narran en una aventura nocturna y que lo hacen evidenciando lo natural de sus diferencias en un plano secuencia de coreografías complejas. Una fábula de MDMA.

Efectivamente, en este repaso-mezcla afortunada de apuntes sociales sutiles pero violentos que también hacen pensar en El odio de Mathieu Kassovitz con rebanadas de un Trainspotting que habla de amistades y fraternización, uno de los muchos discursos es el que quiere que rescatemos aquellas miradas y roces con los otros y que hoy son consideradas no aptas: no lo son. Se quiere que la definción de lo bueno y lo malo se borre y deje de estar marcado por nuestra apariencia.

Ahí está la explicación de las ganas de Victoria de mantenerse al lado de este improbable grupo de callejeros que de repente necesitan generar una explosión dramática, llevarnos a un clima casi thriller, trágico y tremendamente violento: al haber sido rechazada por su supuesta falta de talento Victoria siente la empatía suficiente como para continuar el plan sugerido por Boxer que carga el estigma del criminal de poca monta salido de la cárcel a pesar de ser una buena persona: el sistema les ha jugado a la mala y ambos responderán igual para tratar de rescatar algo de lo perdido.

En medio una actuación brillante de parte de Laia Costa (aunque en el desenlace sus escenas son inexplicablemente largas) y un movimiento circular de la historia en el Berlín de antes del amanecer, salidas inteligentes en una producción que evidentemente no es millonaria: la recreación de uno de los puntos culminantes de la historia, una escena de acción en pleno y de la que se nos deja fuera a pesar de poder contemplarla en toda forma.

Intensa y serena, Victoria toca las cuatro esquinas y se va con el amanecer haciendo uso de su nombre en una Europa que simplemente no voltea a sus calles, en donde maravillas como esta (una maravilla trágica, pero maravilla al fin) ocurren todas las madrugadas.

 

El cielo sabe qué. Estados Unidos.
Las luces que zumban. El lado menos luminoso de un viaje, que llega apestando a heroína después de un enamoramiento en ecstasy; una pareja de chicos adictos al “caballo” que deambulan pidiendo dinero para inyectarse y que se saben poseedores de un pasado enamorado en donde eran todo para el otro, pero aplastado por un presente que huele a jeringa reciclada, al cloro del baño en que se drogan, a sudor y a calle húmeda.

Su nuevo entorno gris y sucio es imagen perfecta de su estado como pareja. Ilya y Arielle viven un amor roto por algo que ellos llevan en sus mochilas gigantes pero que no saben lo que es.

Ben y Joshua Safdie (directores) armaron con esta pareja un relato poderosísimo, de actuaciones al límite con actores que si bien no son profesionales entregan la emoción y la distorsión de personajes a los que solemos ignorar en la calle. Esa calle, esos olores y esos sonidos entran a la sala de cine en imágenes bien trabajadas, en un montaje desesperante que hace eco perfecto del lenguaje de los personajes: irritante, desbordado, exagerado, escudo ante su falta de luminosidad en esas nubes urbanas en que habitan, en los picaderos en que se refugian con falsas amistades con falsos intereses.

Ilya corrompió su espíritu que se alimenta de traiciones periódicas a Arielle, desde las más pequeñas hasta una traición final en que esta pareja kamikaze se ve separada por una carretera. Quizá por ello no resulta tan gratuita la referencia a Entrevista con el vampiro. Ilya es un mal ser que se alimenta de la única chica que lo quiere, y eso es vampirismo.

Sin salida, sin escape, la narración exigente y recalcitrante de los Safdie dibuja a detalle -en situaciones que parecen inconexas- la soledad de estos personajes incluso cuando se acompañan en manada, la virulencia de sus espíritus abandonados por el sistema, dejados en la calle para ser alimentados por la beneficencia, la negación a la que se les ha orillado.

Sin sermones ni moralismos, sin mostrar discursos reconfortantes y de superación, los Safdie dan el remate y lo dan en grande en un final de guillotna, brutal, descorazonado: entre lo poco que estos personajes -a veces despreciables a veces cercanísimos a nosotros- conocen de ellos mismos solamente el cielo sabe lo que ocurrió, pero como hemos estado en este viaje de metal pesado, lo sabe sólo el cielo y nosotros con él. Brutal y cálida, brutal y cálida.

Mañana más.

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