RMFF 2015-1. De la experimentación al western

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RMFF 2015-01
De la experimentación al western
Por Erick Estrada
Cinegarage

No arrancamos nada mal. Después de la división de opiniones tras la proyección de Incomprendida de Asia Argento, el primer día en forma del Riviera Maya Film Festival tuvo desde radicalidades y películas contemplativas hasta documentales profundamente emotivos y un western en forma para cerrar la noche.

 

El ejército rojo.
Resucitando la leyenda de aquél equipo de hockey, selección nacional de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas conocida como el Ejército rojo, Gabe Polsky arma una narración en la que caben la política, la historia, el deporte y la emoción en una cápsula con idea visual pero que nunca abusa de nuestro ojo.
El centro de atención es nada menos que Slava Fetisov, ex héroe del hockey tanto de su país como de la NHL y hoy Ministro del deporte en la Rusia de Putin. Con la reconstrucción de su vida como deportista (se agradece profundamente que no nos involucren ni con su condición de militar ni con su vida sentimental) Polsky nos da la oportunidad de mirar los entre telones de esa famosa selección, del origen de su inimitable estilo y entender su trascendencia incluso más allá de lo político. Recordemos por ejemplo la politización del deporte bajo la mano dura de los gobiernos soviéticos y de la mano contrarrevolucionaria del capitalismo de fines del siglo XX, la Guerra Fría involucrada en Juegos Olímpicos y la vida diaria de muchas personas, el choque de los sistemas en campeonatos y competiciones, la utilización de los deportistas para justificar un sistema político para ubicar a esta pequeña gran historia en un contexto que incluso podría sabernos extreterrestre: era un mundo completamente diferente.
Con esos temas en la mesa el documental habla del compañerismo del equipo sin caer en sentimentalismos baratos; habla del control y del poder (en este caso sobre los deportistas pero dejando ver que podrían ser obreros, campesinos o artistas); del cambio del mundo sin avasallarnos con datos y cifras; del espíritu humano y de cómo muchos lo han cambiado para bien y otros tantos han querido hacerlo para mal.
A veces un Rocky Balboa encerrado en Moscú, a veces un enamorado de la vida, otras un político moderno en funciones, la historia en que se nos acomoda a la figura de Fetisov habla también de la importancia del trabajo duro y de los valores y los anti valores de las sociedades en este ya muy encarrerado y ultra capitalista mundo.
Mejor aún: ante el aparente triunfo del bloque occidental, El ejército rojo deja claro que ese bloque no necesariamente ha sobrevivido por sus mejores ideales y que el pensamiento socialista, que marcó a las generaciones que hoy gobiernan a aquella parte del mundo, les inculó ideales comunales, humanos, de trabajo y colaboración que deberían reconocerse y utilizarse. La película hace ese reconocimiento.
¿Lo mejor? Que en medio queda una muy emotiva recreación del campeonato de 1997 conseguido por los Red Winngs de Detroit con el famoso equipo soviético jugando para ellos.

Corazón arruinado.
Saliendo de los marcos tradicionales en que debería moverse una historia de un matnó de segunda que se enamora de una prostituta, Khavn (autor que niega serlo en los créditos de este experimento, músico, pintor y artista en general) juega con sus personajes y su historia reducidísima en una alegre mezcla de cine serie B y performance (los actores son presentados al comienzo de la película como en un teatro tradicional del siglo XIX) en donde no hay diálogos sino una utilización (a veces abusiva) de la música para subrayar lo que su atrevido montaje ya deja muy claro.
Y ahí termina la cosa.
Si bien esta película es un perfecto producto de su tiempo tampoco pasará a la historia por revolucionarlo. Es decir, el cambio de texturas, la narrativa resquebrajada, la falta de detalle y el déficit de atención en su discurso (a veces olvida lo que cuenta para simplemente dejarnos respirar un momento), la música invasiva y en cuatro idiomas distintos, se unifican para mostrarnos lo multidisciplinario de los artistas actuales, la universalización de herramientas y discursos, lo fugaz de opiniones y puntos de vista y cierto nihilismo tanto real como ficticio (ya no hay héroes, los villanos reinan por todos lados). Pero cuando Khavn decide tomar riesgos con su(s) cámara(s) para después repetir y repetir esa aventura para hacerla obvia, el performance pierde profundidad e incluso descarta lo onírico que había construido para acercarse a lo falsamente provocador.
Efectivamente, la narrativa rota nos obliga a armar ls historia junto con él, pero reconociendo a fuerza que el riesgo está en quien colocó las piezas y no en nosotros, o en lo que esas piezas puedan llegar a contar, el discurso se pierde y evidencia cierta falta de cimientos para dar paso a la volatilidad.
Recordemos que Tarantino arriesgó y rompió esquemas, provocó y atacó, pero no olvidemos que detrás había un discurso en el que el riesgo era parte central. Khavn (sin menospreciar la película pues probablemente esto es ya suficientememnte valioso) solamente retoma la marca de nuestros tempos y la plasma, nunca habla a través de ella.
Veremos cómo se transforma esto en el futuro.

Ícaros.
Navegamos otra vez en el tono del protodocumental que le conocimos a Pedro González Rubio en Alamar, un tono pretendidamente (o quizá pretenciosamente) verde en el que parece se ficciona a una historia mínima, minúscula pero muy seguramente orquestada quizá para que el propio autor entienda lo que filma, filmó y eventualmente montará para entregar su propuesta.
Un viaje a la selva centroamericana al encuentro de la ayahuasca le da a González Rubio el pretexto para entregar una serie de imágenes para unos evocadoras para otros repetitivas, en un mensaje que ni es verde ni reconcilia en realidad con un planeta tan castigado como el nuestro y deja al director en la posición del emisor que sabe que no será escuchado y que encontrará ahí la confirmación de que hace lo correcto. Malabar visual sin lenguaje cinematográfico real.
Esa flecha tambaleante armada con las imágenes evocadas pero carentes de discurso cinematográfico dejan las puertas de nuestra interpretación demasiado abiertas: ¿vemos a una especie de secta selvática y psicotrópica en donde las reglas burguesas son transgredidas como ejercicio intelectual? ¿Qué tanto se ficciona lo que vemos, esta “ceremonia” y estilo de vida para esta película?
Sin respuesta, las imágenes de Ícaros generan una falsa poética que somete cualquier discurso cinematográfico.
Lo peor es que al final la película, con esas puertas abiertas, no habla ni de este hombre que huyó del mundo, ni lo deja ni como falso profeta o como iluminado, no sabemos nada de ese caballo blanco que se aparece en las tormentas, no comprendemos nada de la ceremonia ni de la ayahuasca (“sé que no me entenderán y ahí sé que estoy bien”) ni de su viaje. El viaje, nos dirían, es nuestro.
Dato extra:
González Rubio, previó a la proyección, se excusó diciendo que si alguien sentía heridas sus susceptibilidades podía salir de la sala. Plana discursivamente, la única ofensa posible en la película serían los desnudos integrales de los personajes. Si es eso, la disculpa confirma el vacío temático al que nos enfrentamos pues más que ofender, los desnudos eran confirmación evidente y poderosa del pretendido discurso verde, pro tierra, pro rehumanización, pro reencuentro con el planeta, que aquí quedan entonces en calidad de mero tufo, nunca de corazón real.

Slow West.
“El amor es universal, como la muerte”, escupe Jay, un chico enamorado que ha viajado desde Escocia a fines del siglo XIX para encontrarse con su enamorada, después de toparse fantasmal y misteriosamente con unos músicos que hablan francés pero se ven como africanos. En un llano típico del Medio Oeste el encuentro de este cazador de amor se topa con el grupo en cuestión después de que un matón empistolado (Michael Fassbender en actitud cínica y envalentonada) le vendiera su compañía a manera de protección para atravesar esos duros terrenos.

El western siempre habla del nacimiento de los Estados Unidos y desde hace mucho el género olvidaba que en ese nacimiento hay una mezcla genial de sangres que si bien comenzaron derramándonse en las barras de los bares tras duelos de forajidos, poco después lo hicieron a través de uniones, matrimonios, descendencias. Slow West cuenta esa rara y violenta historia de amor al seguir con parsimonia y un sentido del humor rudo y brutal el camino de este enamorado, que pierde la brújula más de una vez cuando enfrenta su inocencia de alta clase europea a la malicia que le ha crecido a los hombres en ese oeste americano de enormes paisajes pero novedosamente salvaje.

La ópera prima de John Maclean (¿recuerdan a la Beta Band? Pues es él) rescata a su viejo amigo Michael Fassbender y lo coloca Slow West en una extraña posición en: es al mismo tiempo el narrador y el testigo. En un excelente juego de giros de tuerca Slow West encamina nuestras simpatías hacia el personaje de Jay, enamorado perdido, tenaz, culto pero inocente, a pesar de que sabemos que necesita al seco y cínico Silas para recuperar esa brújula que ha perdido demasiadas veces. Y sin embargo todo llega casi en voz de Silas, su cruel acompañante.

Esa brújula, esa dirección, esa actitud cínica pero necesariamente protectora se desarrolla también con la cámara, que guía nuestros ojos como Silas encamina a Jay, manteniendo el rumbo a toda costa: nuestros personajes, las cámara que los sigue en deliciosos travellings que dibujan siluetas y paisajes, se mueven siempre de derecha a izquierda, en una horizontalidad hipnótica y mortal, una línea recta que evoca la punta de la brújula, las líneas del paisaje y los recorridos inevitables de flechas y balas. El amor es universal, como la muerte.

Y al acercarse el encuentro esperado entre un Romeo casi lord y una Julieta campesina -destinos que no deberían cruzarse- las supersticiones de ese oeste que refunda una nación, los paisajes, la fatalidad y esos desplazamientos de derecha a izquierda retumban ya como los truenos de la tormenta en las montañas nevadas de ese Medio Oeste, las tormentas que ahora nos enteramos acompañan siempre a Silas; la historia gira de nuevo para unir todos estos elementos al más puro estilo Shakespeare: Romeo y Julieta son todos los amores y Jay tiene el infortunio de tener su corazón en un lugar inadecuado.

Cruel, tensa, de humor negro y rudo, directa pero evocadora, la película que es un western y es una flecha une en su incansable paso eros y tanatos con un refinamiento rojo que pocas veces se ve con tanto gusto.

Mañana más.

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