FICM 2014-7

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FICM 2014-7
El thriller y la familia
Por Erick Estrada
Cinegarage

Último día para revisar las películas mexicanas en competencia, última llamada para el campanazo sorpresivo que se quede con el premio grande y, la verdad, un par de sorpresas elegantísimas antes de las últimas funciones y después la clausura del Festival Internacional de Cine de Morelia.

Los muertos.
Si se me forzara a describir una película como Los muertos la respuesta saldría en una sentencia: es la película sobre zombis reaccionarios más aburrida en la historia.
Si me obligan a describirla la cosa tampoco se pone tan difícil pues la premisa de tan elemental resulta casi inexistente: seguiremos a un grupo de amigos de la clase media en decadencia de este país por tres o cuatro fiestas a las que el director y guionista Santiago Mohar Volkow quiere que veamos como alocadas y extravagantes, pero que en realidad demuestran y apenas esbozan a una serie de personajes infantiloides, clasistas, sexistas, machistas, incultos y poco educados, reaccionarios y retrógradas en juegos infantiloides, clasistas, sexistas, machistas, incultos y de poca educación.

Sin ningún tipo de pretexto una cámara enlodada en un fuera de foco que niega escenarios y exteriores nos hace seguir fiesta a fiesta a estos trogloditas sociales para ver en viñetas mal detalladas y con algunos flashbacks -tan formulaicos como vacíos- la manera como se divierten creyendo que nos divertimos con ellos.

La única salida es tomar distancia en cuanto se pueda pues, revelando un desconocimiento total del mundo actual y una falta de visión alarmante, ese fuera de foco hace evidente que la ¿narración? es la de quienes creen que el mundo exterior de este país es peligroso per se, que no debe ser explorado, que la vida dentro del auto es la mejor posible en la Ciudad de México (ciudad que no se ve nunca a través de las ventanas de los inumerables vehículos que aquí aparecen).

Nuevamente preocupa que los defectos de enfoque de Los muertos se presente de manera tácita, con una burda y grosera hilación de sus pretendidas secuencias. Es decir, desde su grotesco discurso (hablo de la forma) Mohar Volkow parece creer que congeniaremos con él y lamentaremos el estado de un país en el que es mejor vivir encerrado (ese paseo en el centro con todos –TODOS- los edificios fuera de foco), en el que las fiestas eran elegantes pues “el país no era una mierda” (aquí las fiestas son un chiquero solamente igualable al discurso visual y dramático que se expone) y en el que no se encontraban muertos en los coches de Tepoztlán que lo único que provocan es miedo.

La cosa va aún a peor: el único personaje que medianamente se la pasaba mejor, el único personaje que sonreía y quizá acomodaba en nuestro microscopio algunos argumentos medianamente razonables, el único personaje que se veía vivo en este desfile de cadáveres aburridos es al que Mohar Volkow castiga al liquidarlo de la forma más aburrida y, claro, sin mostrarlo en pantalla.

¿De qué muertos habla el título de la película? ¿De los que este grupo de personajes despreciables encuentran en un auto o de este grupo de personajes despreciables y pasivos ante una realidad a la que desprecian profundamente?

Quizá no lo sabremos nunca.

 

Fuerza mayor.
Haneke estaba escondido detrás de la cortina cuando Ruben Ostlund construyó este piquete de abeja -del tamaño de los Alpes suizos- a la figura familiar para, a través de ella, enlistar una a una las debilidades más aberrantes de la sociedad occidental contemporánea.

Una familia nuclear (es genial que se trate de una familia nuclear) se encuentra de vacaciones en los Alpes y en un desayuno común y corriente una avalancha parece chocar con el hotel en que se hospedan: el padre huye despavorido dejando en el restaurante a su esposa, hija e hijo solamente para volver después sin ningún tipo de vergüenza a tratar de seguir su vida normal.

Imposible.

La mujer se da cuenta de que está casada con uno de los hombres más patéticos del mundo y ese hotel alpino se convierte en ese instante en un micromundo en el que Ostlund desmigaja a través de esta familia (hay planos del hotel donde la única ventana iluminada es la de ellos, señal suficiente) a una humanidad a la que ve (y demuestra por qué) como cobarde, sumisa y completamente hipócrita.

Imitando el proceso de evolución de la avalancha que estuvo a punto de golpear el hotel y jugando con su guión y el efecto bola de nieve, las discusiones alrededor del actuar del padre suben de tono y Ostlund nos lleva a los entretelones de una relación fundada en una fórmula tan falsa (la de la familia nuclear ideal) que la única salida que encuentran para medianamente enmendar el enorme hueco que se abrió a través de la cobardía de la supuesta imagen totémica de la familia, es refundar todo en un acto circense en medio de la nieve, una pantalla completamente en blanco que pone en evidencia la poca sustancia que le queda a esta familia creyente de sí misma.

Los estereotipos, las fórmulas sociales, las presiones, el papel del género (que no deja de ser otro estereotipo) se ponen aquí en la mesa de discusión con un humor tan negro que contrasta con el blanco de la nieve de los Alpes, completamente embriagador pero que al mismo tiempo puede poner en evidencia cualquier mancha que sobre ella caiga, en este caso esta familia fracturada desde la raíz.

 

Foxcatcher.
Si con Moneyball Bennett Miller había entregado una reflexión sobre la dehumanización del sistema de intercambio de deportistas en las Grandes Ligas del Béisbol conduciendo una serpiente verde y amarilla entre los campos de entrenamiento y oficinas de un equipo perdedor, con Foxcatcher vuelve a esos territorios pero ahora centrado en el universo casi desconocido de la lucha libre olímpica y que tambiénes, igual que Moneyball, un caso de la vida real.

Seguiremos a un luchador (Mark Schultz) campeón olímpico en los Juegos de Los Angeles en 1984, oprimido y deprimido por el sistema que lo llevó a esos juegos pero que al mismo tiempo lo forzó a vivir a la sombra de su hermano (David Schultz). Por cuestiones oscuras como suelen ser las del destino Mark termina en el extravagante feudo de John Du Pont, un luchador frustrado, millonario, inseguro e incapaz a los ojos de su madre de sobresalir por sus propios medios. Por ello ha elaborado un no menos extraño sistema de entrenamiento-fábrica de campeones.

Ese John Du Pont (encarnado por Steve Carell en un gran momento), es a los ojos de Miller una especie de mesías descarnado y desencantado que engulle la energía de quienes lo rodean (luchadores aspirantes a formar parte del equipo olímpico de los Estados Unidos) y que funcionan (de ahí la introducción de la película) a manera de sabuesos detrás del zorro de su mundo: la medalla de oro.

Con ellos y através de ellos, con su personaje central (Du Pont) extrañamente acomodado lejos y casi siempre detrás de una mirada sucia, Miller comunica con una destreza asesina el oscuro espíritu de este hombre vampiro de energía y almas, incapaz de cortar el cordón umbilical y que en actitud casi imperial y vampírica vomita en los gigantescos campos de sus propiedades un odio escondido y voluminoso.

El caso, como muchos saben ya, tiene un desenlace funesto y sangriento, pero la jugada maestra de Miller es extender el discurso para hacernos ver lo que la fábrica de héroes deportivos de Estados Unidos consigue hacer con quienes han cumplido ya su cometido: los lanza al molino de carne forzándolos al olvido, ignorando su futuro y exigiéndoles vivir de ese pasado semi glorioso.

Mejor todavía. Enmarcando a sus personajes en historia de patriotas y patriotismo, de banderas y medallas (Du Pont es un americano recalcitrantemente patriota e invasivo, reaccionario y déspota), es prácticamente inevitable comparar a estas figuras deportivas -héroes sin armas- con las bélicas, esos veteranos con los que Estados Unidos maquilla a sus guerras y que al volver se descubren traicionados por un sistema eternamente hambriento -como las ganas de Du Pont– de librarse de su propia frustración, como los puños en los que este luchador/ex héroe deposita su futuro, sanguinolento y cruel como el falso mentor casi religioso que vio en él el camino de escape a sus túneles emocionales.

¿Cómo lo consigue? Moviendo a sus actores (quizá Mark Ruffalo el verdadero sobresaliente) en atmósferas que se vician con los colores de la granja-feudo de Du Pont, el personaje es magnificado cuando nos lo muestran escondido, lejano como habíamos dicho, pero casi omnipersente, una especie de gran hermano o ultra pulpo vigilante que en una metamorfosis pausada y tranquila equipara a un sistema de gobierno y vigilancia trasladable a cualquier país del mundo, Estados Unidos en particular.

Las armas, las banderas, los abogados, las cúpulas del poder, el dominio, ese tono imperial de la voz quebradiza de este “águila dorada” (como él mismo se hace llamar), se vuelven una especie de maqueta de ese sistema que fabrica héroes para luego convertirlos en villanos (al estilo de Nacido el 4 de julio) o dejarlos en los contenedores amontonados en los callejones perpendiculares de sus grandes avenidas, como en El luchador de Darren Aronofsky, que aquí se descubre como una especie de secuela-subtrama a esta devastadora, interesante y muy oscura historia de perdedores.

 

Carmín tropical.
Debimos adivinarlo desde el nombre. Rojo, carmesí, sangre… pero en el trópico.

Femmes fatales que son taxistas, hombres que en las peculiaridades de ese género extra que es el muxe se mueven en mundos de humos y cabarets sin prostituirse ni malabarear sus preferencias sexuales, asesinatos y bondage, investigaciones inconclusas a cargo de policías que de tan inoperantes resultan amables, misterios de fotos recortadas y regalos retorcidos, prisión pasión sexo sangre llagas muerte nostalgia amor amistad… y la funesta jugarreta de un pasillo verde en el que el telón serán los negros de la pantalla.

 

Rojo, carmesí, sangre… pero en el trópico.

 

De una anécdota que podría habernos llevado a una oda nostálgica a los vínculos muxes en Juchitán (que es con quien y en donde se desarrolla la historia de Perezcano), este rizo dramático más de atmósferas que de historias, más en los aires erótico-misteriosos de Twin Peaks que en la investigación real del caso, se transforma de repente en una especie de dragón tropical que escupe una llamarada mortal y revolvente, guillotinante y cruel en los últimos diez minutos de su corto camino.

Veloz y fugaz, a Perezcano le importa más comunicarnos aires y calores que detallar una investigación policiaca, aunque hace de ella la gasolina de la narración. Esa mezcla de thriller con reflexiones de género y mundos paralelos a los que solemos ignorar se convierte muy pronto en un relato intenso, pulsante, en el que los misterios importan más que las verdades (defecto para unos, cualidad para otros).

Sin llegar nunca al endiosamiento de la(s) víctima(s) de su narración, Perezcano detalla prácticamente todos los aspectos de su vida, sus propias metamorfosis (ser muxe es al final de cuentas el resultado de una) y los mezcla con esos ingredientes del thriller tradicional en los que la psicología, el sexo, la sangre y la violencia hacen un caldo generoso de turbaciones y perturbaciones. Y sin embargo, Carmín tropical opta por secuencias más claras, por aires menos enrarecidos, acierto puntual que evita la contaminación que podría haber heredado este mini universo en Juchitán del género con el que juguetea su director, maniobra hábil que despoja de morbo o explotación el acercamiento que de y con los muxes se hace en la película.

Habiendo impulsado su cinta con un discurso incluyente y libertario (a veces su Juchitán parece un paraíso de tolerancia e inclusión), Perezcano da un nuevo giro e hilando sorpresas atmosféricas (es una historia de aromas y colores, no lo olvidemos) implanta cuestionamientos que nos llevan a pensar en la doble moral con la que estos mundos suelen ser vistos desde el nuestro, una en la que en supuestos paraísos de inclusión y tolerancia los diferentes suelen ser violentados, uno en los que los civiles a veces tenemos que complementar las acciones fallidas de una policía manca y coja.

El cierre, el vertiginoso cierre es el regreso al thriller más depurado en el que todos los ingredientes se trenzan de manera irremediable: la violencia hacia el distinto que es al mismo tiempo fruto del amor; el pasillo verde que revela una cara que nadie había volteado a ver; el regalo mortal de implicaciones psicológicas oscuras pero que por lo mismo comunican erotismo de alto octanaje aunque este sea posesión exclusiva del victimario; víctimas sacrificiales que caen atrapadas en su propia sentencia: “en el enamoramiento todo se repite”.

La frase la suelta Mabel, el personaje que nos ha traido hasta el final y que, desde su punto de vista enamorado y que ha pasado del muy real al casi idílico (estamos viendo todo a través de sus ojos), es al mismo tiempo tanto predicción como la explicación de este extraño caso de pasiones que se han desanudado con el roce cotidiano, un toque que Perezcano ya nos había mostrado en Norteado y que aquí multiplica tanto ansiedad como deseo.

El final llega, en corte directo para fortalecer la sorpresa igual que el desconcierto, suspirante y asesino como es el amor en México, un amor que irremediablemente estará unido a la muerte.

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