FICM 2014-2

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FICM 2014-2
Godard en 3D
Por Erick Estrada
Cinegarage

La segunda jornada (el primer día completo en realidad) tuvo tantas variantes como sorpresas. Vamos por partes.

En la estancia.
Resulta un tanto complicado hablar de la película de Carlos Armella (en competencia oficial dentro del festival) pues en su forma esconde una sorpresa que trabaja, desgraciadamente, tanto a favor como en contra de la narración.

Ficción pura, la película comienza con un documentalista que al seguir a dos personajes atrapados en el pueblo La estancia le abren prácticamente todos sus secretos, por lo que resulta prácticamente imposible que registrador y registrados no establezcan una relación casi familiar.

En esa primera parte cierta ingenuidad visual asoma por el horizonte precisamente porque las situaciones que transcurren en el documental que se elabora frente a nuestros ojos son ingenuas: un padre de más de ochenta perdido en sus memorias y un hijo maduro dedicado a cuidarlo y a mantener en pie lo poco que queda del pueblo minero.

Cuando la vida de estos dos casi infantiles personajes revela el círculo vicioso en que está atrapada, una idea brillante ocurre a cuadro: en el registro de la cena de documentalista y documentados y en un intercambio de retratos, la cámara se va al suelo, la pantalla se oscurece y la película entra a un segundo capítulo interesante pero desarticulado. En pocas palabras, cuando la cámara cae la película se va con ella.

La razón no es siquiera que un cambio de tono nos aborde de golpe, sino que esa ingenuidad que inundaba la primera parte sale a flote de nuevo sin un ajuste real que la justifique: después de años y de lanzar la promesa de volver nuestro documentalista decide ir a buscar a sus amigos acompañado de su novia y los dos nuevos personajes que se nos presentan deambulan en La estancia como niños perdidos en una casa; el montaje de las atmósferas y ambientes se hace probablemente de manera demasiado florida, tunas, insectos, nubes, que si bien ocultan por un momento las intenciones de nuestro guionista y director, en cuanto la primera sombra aparece en pantalla (ya sea esta un tono musical, un encuadre fuera de foco o una sospecha no externada) es prácticamente inevitable no pensar en el posible y más disparatado final (surgido de la promesa no cumplida de volver) bastante antes de que en realidad se sugiera.

Tampoco nos engañemos. En la estancia es un ejercicio plausible que hace entre otras cosas que el documental y la ficción se crucen como muy pocos directores lo han logrado y así, a manera de ejercicio, es un ejemplo que marcará terreno y tendrá sus logros, pero al final es una película que nos abandona muy pronto (esa ingenuidad visual) y que en consecuencia lucha a veces consigo misma para que podamos creer lo que se dibuja en la pantalla.

Por otro lado si en algún momento alguien decide hablar de lo agridulce del México profundo este podría ser un ejemplo a considerar.

 

El comienzo del tiempo.
La idea es colocarnos en el tiempo del caracol, de recorrido lento pero tan seguro como para desfilar montado en una navaja afilada. El problema con El comienzo del tiempo (escrita y dirigida por Bernardo Arellano y parte de la competencia oficial de Morelia) es que la navaja nunca aparece y los caracoles inundan su narración.

Un matrimonio de ancianos se enfrenta a una crisis económica cuando el gobierno mexicano decide suspender el pago de las pensiones a los adultos mayores. Esa fractura en los ingresos destapa más o menos como efecto dominó a una serie de personajes hundidos en circunstancias similares o complementarias: crisis personales, reflejos de la crisis social, depresiones casi crónicas. Todo ello en un grupo de personajes también ancianos que en un primer nivel pareciera apuntar a una visión crítica tanto de la situación de los ancianos en México como del pésimo rumbo que ha tomado un país tan anciano como este a pesar de que de esa ancianidad despega cierta esperanza en el porvenir.

Esa visión crítica nunca cuaja. El primer obstáculo es la aquí casi necedad de utilizar actores no profesionales interpretándose a sí mismos usando, a manera de remate, la imprvisación como método (por lo menos eso parece). El ritmo desigual de prácticamente todo el cuerpo actoral contamina muy pronto al de la película y la brújula se hunde en el charco sin posibilidad de ser recuperada. Incluso en el montaje se dejan ver errores de continuidad simples pero que evidencian un trabajo exhaustivo que intentaba devolver el ritmo a una narración que, habiendo nosotros detectado sus torpezas, prácticamente nunca la tuvo: relojes que se arman y se desarman, fotos en los espejos que aparecen y desaparecen, prueba tácita de los rearmados.

Grandes intenciones; buena idea la de acomodar a empujones a la generación joven para “forzarla” a vivir como viven los ancianos; estupendo movimiento el de mal pintar con dos brochazos a la generación de enmedio, los hijos que se desentienden de sus ancianos padres (y que indirectamente desatan esta historia); gran inspiración que obliga a usar ancianos en el 98% del reparto… pero la navaja, insisto, nunca aparece.

Sin apunte crítico, sin antagonistas reales, sin conclusión o sin siquiera la idea de dejar abierta la historia, era difícil que además sin actores (sólo el 2% del reparto lo son), una película así llegara a buen puerto incluso cuando un país como este necesita voltear a su(s) pasado(s) para reconciliarse consigo mismo.

 

Hope.
Dos inmigrantes africanos, un camerunés y una chica nigeriana ambos en busca de la frontera africana con Europa, coinciden en desventuras en las profundidades del desierto del Sahara (se dirigen a la ciudad española de Melilla) y deciden después de que la arena, el machismo, el sexismo, la maldad humana y un sistema económico opresivo los golpean consistentemente, recorrer juntos la segunda mitad de su viaje.

El nombre de la película -que es a su vez el nombre de la chica nigeriana- comunica la atmósfera que debe entregar la película de Boris Lojkine y es realmente plausible que la empatía necesaria para lograrlo surja de una película que raya en el hiper realismo (que por cierto vimos un poco más romantizado en La jaula de oro) ,y que ese casi hiper realismo se deje ver, por instantes verdaderamente abrumadores, como una historia de ciencia ficción.

Al cruzar el desierto estos dos seres humanos unidos en la desgracia conviven con una fauna humana digna de una película post acpocalíptica en la que se mezcla la religión (o la religiosidad) necesaria en un fin del mundo, la avaricia de los últimos días, la mercancía carnal a manera de sobrevivencia, la explotación y las peleas tribales-territoriales.

Angustia y sobresale entonces el hecho de que se trate de uns historia contemporánea y paralela a nosotros mismos, que seguramente se desarrolla mientras se ve la película o se lee este texto.

Sobre ello está la narración severa de Lojkine que sin compasión convierte los diálogos entre estos dos personajes en una suerte de cadáver exquisito en el que no hay comuniación verbal (ella habla inglés, él francés) sino meramente emocional pero que, a pesar de ello, construye un puente emocional con ambos, puente que será dinamitado una y otra vez tratando de impedir que nuestros héroes (que parecen a veces un Adán y una Eva de un planeta devastado, insisto) encuentren la frontera final con Europa.

Lo único que sobrevive en ellos es, precisamente la esperanza. Lo único.

 

Adiós al lenguaje.
Jean-Luc Godard es un niño berrinchudo. Con una tercera dimensión atiborrada de experimentos logra una no narración que, para variar, nos deja clarísimo desde los créditos iniciales, que no le importamos ni quienes vemos sus películas ni quienes las verán en el futuro.

La diferencia con otros directores que dicen seguir sus pasos y que filman falas pornografía es que, con experimentos audiovisuales como lo es Adiós al lenguaje, Godard predica con el ejemplo.

En los tiempos en que el copia y pega son más que la herramienta la materia prima; en los años en que la remezcla de todo puede considerarse obra de autor; en la década que privilegia el instante sobre la permanencia; en los años en que el punto de vista de todos sobre todo se privilegia irracionalmente; en ese pesente Godard se lanza, agresivo como siempre, a trabajar y amasar una instalación audiovisual en la que declara una y otra vez (con frases fracturadas, con sentencias filosóficas, con gritos y ladridos) que busca más que la narración, la “pobreza del lenguaje”.

Agresivo, sí, esa es la palabra. La 3D ayuda a Godard a fragmentar el encuadre cinematográfico. Siempre hay obstáculos visuales, siempre hay intromisiones en huestra dimensión, desde la nariz del simpático perro que nos acompaña por toda esta experiencia, hasta floreros y sillas que si bien ocultan a los humanos o a sus rostros, nunca dejan de encajar viciosa y estéticamente.

La genialidad escondida en este atrabancado y muy fastidioso montaje es que hay secretos visuales, reflejos en los cromos o en los pomos en los que vemos, en 3D, deformado y trastocado, aquello que Godard ha decidido dejar fuera del encuuadre real.

El resultado: una estética bizarra y sutilmente grata en encuadres enrarecidos y necios. Hay búsqueda plástica mientras se niega la narración lírica.

¿Será que en esta mecánica godardiana lo que importa es lo que se queda fuera del encuadre, lo que ven esos negros ojos de un perro que a su vez parece ser la conciencia sobre la que todo este discurso quedará depositado?

Es probable. Una posible prueba son esos paneos de falsa 6D en los que dos imágenes yuxtapuestas (Eisenstein es reelaborado con mano mágica) se desdibujan en objetivo pero coinciden en escenarios, que laceran los ojos y revuelven el cerebro y que cuando se completan entregan cierto descanso en la nada porque lo que se ve cuando terminan es eso, nada. Todo está fuera del encuadre.

La otra prueba podría ser el poder que en este violento experimento Godard entrega a la pantalla. No al encuadre, a la pantalla. Si bien los colores están mancillados, la narración violada y los encuadres retorcidos, la plástica que aparece en la pantalla es intrigante y eso, dudas, es la verdadera materia prima del cine de Godard.

 

El hogar al revés.
Itzel Martínez del Cañizo logra con un documental pintarrajeado de ficción (su banda sonora, cierta coreografía visual desde el break dance en la plaza hasta los ciclistas en segundo plano en momento revelador) lo que otros intentos menos afortunados dejaron en el camino y pienso, sobre todo, en la extraña Somos Mari Pepa.

En la Tijuana de mediados de la década un fraccionamiento urbano fallido habita a manera de isla-ghetto y aloja a su vez a un grupo de adolescentes prácticamente condenados a estudiar en la preparatoria de la urbanización, mal equipada, mal construida, mal implementada.

Con un empeño que si bien inyecta cierto romaticismo al tono del documental pero también teje con calma y parsimonia la emoción final a entregar, Itzel Martínez del Cañizo nos presenta a tres adolescentes amigos y colegas cada uno con un grillete particular, atado cada uno al peso mayor que es el fraccionamiento donde viven de manera casi forzada o, probablemente de manera inevitable.

Todos ellos tratan, con facilidades y dificultades, de explicar sus emociones y motivaciones adolescentes pero lo interesante está detrás: un retrato generacional de juventudes y sueños rotos, de posibilidades y promesas desdibujados todos en los vapores de un país que se está viniendo a bajo, que sonaba prometedor en los planos pero que se ha descompuesto como el fraccionamiento que aprisiona a estos chicos y a sus compañeros.

El nombre es también el plano general con el que se ve a lo lejos a esta decadente urbanización y a sus promesas rotas, los hogares que reflejan la descomposición urbana en la que se generan, las familias tastocadas que surgen de sus paredes (las madres ausentes contrapuestas con las madres adolescentes, la obligación de formalizar una familia y dejar los estudios de lado, los padres eternamente desaparecidos que dejan descabezada a una comunidad ya de por sí muy confundida): los hogares que se ven volteados de cabeza, la familia nuclear que evidencia su inutilidad en un mundo que parece ya girar en una dirección distinta a aquella de los años 40 del siglo XX.

Y sin embargo, sin dejarnos caer en la tierra pegajoza, Itzel Martínez del Cañizo deja ver de repente ciertas luces, ciertos destellos al final de un túnel del color de la Tijuana viva y muerta al mismo tiempo, colorida y monocromática. Pero esa luz también es una promesa y cada quien sabrá cómo lidiar con ella. El cierre nos deja esa libertad y es quizá la mejor aportación de este gran documental.

Mañana toca hablar de la genial Relatos salvajes, la función nocturna de este sábado de festival.

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