Festival de Cine de Morelia 2013-8

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Festival de Cine de Morelia 2013-8
Somos lo que hay y Fernando Eimbcke
Por Erick Estrada (enviado)
Cinegarage

En el trajín interminable del Festival de Cine de Morelia prometí públicamente pero olvidé entregar la reseña de We Are What We Are, la versión EUA de la cinta de horror Somos lo que hay dirigida por Jorge Michel Grau. Sabiendo que además la película estrena hoy en las salas comerciales, comparto mis apuntes al verla hace ya algunos días en el marco del Festival.

Saber que Jim Mickle iba a encargarse de dirigir la versión Estados Unidos de una película mexicana (cosa que ocurrió por primera vez en la historia) y confirmar que sería una versión de la cinta de horror Somos lo que hay emocionaba por partida doble. En primer lugar Tierra de vampiros (EUA, 2010) dirigida por Mickle es una de las mejores películas de terror de los últimos años, despreciada como siempre por el gran público mexicano. En segundo lugar Nick Damici (autor del guión de Tierra de vampiros) era el encargado de adaptar la historia original del mexicano Jorge Michel Grau.

El resultado es, de nuevo, una buena película de horror pero sobre todo, una estupenda transportación de los elementos que le dan personalidad a la película mexicana al horror cinematográfico de los Estados Unidos. Contamos con una familia tradicional encerrada en una extraña creencia que los obliga a asesinar y comer carne humana con cierta periodicidad (en ambas cintas es una fecha indeterminada pero insalvable) para evitar primero el derrumbe de su propio círculo familiar y después, la caída del universo tal cual lo conocemos.

Mickle y Damici se llevan esa historia de la mega urbe en que la narraba Jorge Michel Grau y la ubican en el infierno grande de un pequeñísimo poblado en las montañas de Nueva York y desde ahí le inyectan los elementos característicos de su horror (también bastante apocalíptico).

La madre, cabeza de familia y encargada del rito, muere al comienzo de la cinta y en medio de la confusión un padre muy atribulado, pasivamente dominante pero cobarde a más no poder (quizá cobarde ante la posibilidad del cataclismo familiar y universal) deja a sus hijas a cargo del trabajo sacerdotal de la madre.

El giro a ese mundo incluye desde la eterna presencia de agua en el horror gringo hasta los huesos que salen de la tierra como un oscuro pasado que provoca pesadillas en los Estados Unidos de nuestros días (una especie de adaptación del cementerio indio que aquí se mezcla con el ritual caníbal). Al estar ubicada en medio de una tormenta y en lo más perdido del bosque, We Are What We Are sabe primero a La masacre en Texas (EUA, 1974) pero verde y después a una especie de Amarga pesadilla (EUA, 1972) con toques menos violentos y más sangrientos.

Mickle optó por guardar cierta discreción en la narración como lo hiciera Jorge Michel Grau en la suya: nada de secuencias evidentes ni de ritmos explosivos. La tensión se genera en las miradas, en las conversaciones con doble sentido, en la espera de la noche señalada para la gran cena y en el choque final entre el rechazo a la comida hecha con carne humana y la necesidad de continuar con el rito.

Al final, para seguir correspondiendo con lo más violento del filme mexicano, Mickle hace también que sus personajes exploten y ahora sí evidencien todo lo que hasta ahora se había sugerido ocurría detrás de las paredes que detenían la mira de la cámara. Todo ello cae mezclado con más conotaciones religiosas que sociales (la de Michel Grau las tiene) y con elementos históricos que primero transportan el ritual caníbal a Estados Unidos (los mismos caníbales de los Apalaches de los que se habla en El resplandor) y después le dan al público el esperado tono macabro (en la mexicana el tono es decadente) y la esperanza de un final más gore.

El remate. Es quizá la primera película sobre caníbales que desea que uno sienta antojo por el plato ceremonial de la familia para después, en ese final explosivo (y que pierde algo el tono, sin duda) se sienta rechazo absoluto. Eso sí le pertenece por completo a ésta versión. Vayamos a cenar.

En las sesiones del viernes vimos finalmente Club Sándwich, probablemente y después de haber ganado la Concha de Plata al Mejor Director en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, la película mexicana más esperada de toda la competencia.

El tema es ya sintomático. Club Sándwich anuncia desde su secuencia inicial (después de los créditos musicalizados con la versión de Los Shajatos a “Where is My Mind” de Pixies) que de nuevo nos adentraremos a los momentos y los problemas de una familia rota: una madre joven y un adolescente que apenas asoma vello facial se frotan bloqueador solar. El mensaje es claro: no existe la figura paterna pero ello no evita la cordialidad en la relación familiar que apenas vamos descubriendo.

Lo que viene es una pausada y muy fina descripción de los vínculos madre hijo en pequeñas secuencias que ayudan también a vincularnos con estos extraños seres, que a veces rozan el mundo de Edipo con entusiamo y ternura, otras nos sumergen en la dictadura hormonal del adolescente que no puede dejar de masturbarse, y otras nos acomodan en un círculo de diálogos que se repiten no en el mismo orden pero sí con los mismos ingredientes, justo como las capas de un club sándwich.

En ese mundo aparentemente apasible y aún bajo el control de la madre, aparece de repente una chica que, al desbalancear con su propia carga hormonal la vida de la extraña pareja con la que estábamos sentados al lado de la alberca, provoca que en los nuevos encuadres de Eimbcke el chico se acomode en medio de las dos mujeres, de nuevo, como ocurre en la forma de un club sandwich común y corriente. Ello es más que un juego visual: en la lucha entre el amor edípico y la atracción sexual el adolescente se ve desorientado y a merced de dos mujeres que tácitamente y con excelente sentido del humor se pelean su atención. Primero la adolescente atrapada en un mundo muy propio, separada del resto de su familia por una brecha generacional gigantesca (su padre es una figura tan debilitada físicamente que se vuelve tan ausente como el padre de su enamorado); después, una hembra alfa-madre atormentada por el amor incondicional a su propio hijo en conflicto con la dolorosa separación fruto de su crecimiento y maduración.

Eimbcke resuelve elegantemente esos pequeños conflictos durante su narración con lucidez narrativa y gran idea en los encuadres (de los que surgen pequeñas sorpresas al servicio de su sentido del humor), con un montaje que se acelera conforme el desenlace se acerca (hay dos ritmos, el incial más pausado y el final, menos pasivo) y con un tono juvenil que, a pesar del desencanto de su cierre, se siente cálido, humano, con vista en el futuro aunque se trate de uno pequeño.

Después era hora de dos platos que parecían pequeños pero que resultaron tremendamente sustanciosos. Primero la cinta rumana De caracoles y hombres dirigida por Tudor Giorgio, una comedia casi efímera inspirada en un caso real en el que ante la posibilidad de venta de la fábrica en que trabajan a una compañía extranjera, deciden todos donar su esperma y reunir así el dinero suficiente para rescatar a esa fábrica.

Con ello en el guión, Giorgio aprovecha la oportunidad y traza además un mordaz y muy veloz discurso en contra de la privatización deshumanizada, dibuja los peligros y los ridículos de la lucha de clases pero deja claro también que ella suele manifestarse en situaciones que acampan en el más grande de los ridículos (“no solemos aceptar esperma de trabajadores, sólo de profesionistas” les dicen en algún momento).

El final es esperanzador pero duro, promotor del trabajo y de la solidaridad pero, de nuevo, sin lecciones de moral ni discursos eternos y mal humorados. Está a favor de la cooperación y en medio agregó ingredientes como canciones de Julio Iglesias, diálogos en español, bromas subidas de todo y picardía en sus personajes.

El remate fue una comedia agridulce, Like Father, Like Son, dirigida por el japonés Hirokazu Koreeda, la historia de dos familias unidas por una pequeña gran desgracia: sus hijos fueron intercambiados en el hospital donde nacieron pero a ellos se lo comunican 5 años después, una vez que los vínculos familiares están establecidos y ya que los niños son suficientemente grandes para entender (o no) lo que está a punto de ocurrir.

Koreeda narra el proceso a través del cuál ambas familias deciden lo que va a pasar con ellos y los niños, y después de aceptar que su primera opción es el intercambio de hijos. Por supuesto, nada es así de sencillo.

En su propio guión y con estas situaciones dando vueltas por la pantalla en encuadres luminosamente elaborados, sin sobresaltos (suficiente tenemos con el drama de los personajes) y quizá extremadamente tranquilizador, Koreeda habla también de la lucha de clases, de la idea tan occidental como falsa que tenemos de la felicidad (el choque entre lo estricto de la familia acomodada y lo relajado de la familia trabajadora lo deja claro), de los nuevos valores familiares; sin querer habla también tanto de la nobleza como de los falsos mitos alrededor de la adopción y delata la creencia aún vigente de que los hijos deben llevar la sangre de los padres.

La conclusión entre abierta y desestresante, queda a manos de quien ve la película y se deja ver que la idea de Koreeda era más hacernos padecer el proceso para poder tomar nosotros mismos la última pero ahora más informada decisión.

¿El resto del Festival? En realidad esperaremos a la premiación de este sábado por la tarde. Habiendo revisado todos los largometrajes que compiten este año me atreveré a dar un par de predicciones. Ya las compararemos mañana.

Como Mejor Largometraje debería ganar La jaula de oro, pero creo que va a ganar Los insólitos peces gato.

El premio del público debería ser para Los insólitos peces gato pero creo que se lo van a pelear Somos Mari Pepa y Club Sándwich.

El premio a la Mejor Actriz debería ser para Lisa Owen por Los insólitos peces gato pero creo que va a ganar María Renée Prudencio que, nada menos, está en dos de las películas más importantes, Club Sándwich y La vida después.

El premio al Mejor Actor debería de ser para Harold Torres por González pero en una de esas Krystian Ferrer se le cuela.

Sólo nos queda esperar.

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