Lovelace, crítica

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Lovelace
El porno desde el escándalo
Por Erick Estrada
Cinegarage

La película se llama Lovelace lo que de entrada nos dice que poco veremos de Garganta profunda (EUA, 1972) y del oportuno cruce con su homólogo caso político -que terminó forzando la renuncia de Richard Nixon a la presidencia de EUA-, y mucho habrá del libro que Lovelace escribió una vez que pudo escapar de las garras del porno que le exigían más películas y más intensas: “Ordeal”.

Los directores encargados de llevarnos de la mano, Rob Epstein y Jeffrey Friedman, lo hacen con lujo de conciencia. Saben muy bien contar historias documentales y lo que en Boogie Nights (EUA, 1997) se convertía en atmósferas y disectación de personalidades, en burbujas atractivamente enfermizas, en un retrato de otra época y del entendimiento de los humanos de la misma (con muchas frustraciones y aún más deseos), aquí es una historia casi maniquea, en la que el deslumbramiento del alto mundo porno en que vivió Lovelace por un par de años (y que tan bien se plasma en la película de P.T. Anderson) se contrasta en un flashback (muy efectivo pero también muy efectista) en el que se nos muestra el lado oscuro de esa Luna llena, las cortantes puntas de una historia que, sin conocerla, a muchos les sabe a terciopelo: ser estrella porno, ser estrella de cine, no preocuparse por nada más.

La luz y la oscuridad de Lovelace quedan plasmadas, pero la mano rígida de quienes nos guían provoca que el foco esté en el escándalo antes que en la persona, que queda atrapada como lo estuvo en su juventud. En ella, el cruce de una de las peores educaciones del mundo (moralina y ultra conservadora), de un hombre vividor, macho e inculto, de una industria cinematográfica acostumbrada a objetivizar a sus actores y a través de ellos a sus personajes, de una época que no veía en nada de ello algo de malo, hicieron de ésta mujer algo menos que una mercancía.

Aquí, apartándose del fenómeno cultural de la película que la lanzó a la fama, Lovelace queda atrapada en un escándalo que ya sabemos la persiguió, en un dibujo maniqueo tanto del mundo porno como de su familia -que aparece como el otro hogar de otra Carrie (EUA, 1976)- que ya conocíamos, y su persona desaparece, la reflexión se desvanece y el retrato, incluso más tenso que el que se hizo en Control (Reino Unido-EUA-Australia-Japón, 2007) a partir del libro de Deborah Curtis (“Touching from a Distance”), queda deslucido, separado igual que esa luz y oscuridad mencionada en un principio, entre un mundo demasiado cruel y las consecuencias de salirse del margen.

Teniendo a una Lovelace completamente victimizada por la forma de la cinta (la mano documentalista de sus directores más que obvia es estorbosa), aparece primero como una mujer que a su manera pugnaba por el disfrute femenino del sexo y que hizo de su película metáfora de su propia liberación (“soy una flor que se abre a nuevas experiencias” dice en algún momento), para aplacarse después como un ser humano castigado por su comportamiento y su participación en la industria pornográfica. El castigo moral a estas alturas, incluso el involuntario, suena redundante sabiendo los horrores que Lovelace vivió y habiendo leído los que describe en su libro.

Al escribirla, la finalidad de Lovelace -el ser humano- era que su historia se conociera y que nadie siguiera sus pasos. En una película evidentemente dividida no queda claro si el mensaje es “libérense y miren a la cara a los hombres” (propia de su periodo feminista), o “nunca entren al mundo porno, ahí los humanos dejan de ser humanos” (que Boogie Nights exploraba con una mano mejor templada).

Ahora la historia se conoce, pero ésta conclusión es fantasmal, castigadora, igual que se castigó a su protagonista esquematizándola primero (la actriz porno exitosa y sonriente), señalándola después (se le llamó puritana y ultra feminista cuando se manifestó contra el cine porno) y atacándola al final (el mundo machista de su época la catalogó como mentirosa y traidora al atacar a la industria “que la hizo lo que es”); de ahí que sepa redundante.

Los matices desaparecen, las sonrisas se desvanecen, los personajes saltan y se borran, las circunstancias (que habrían provocado una mejor reflexión) se van, se mudan.

Como documental Lovelace sería un bonito recuento de daños (sus escenas de sexo son enteramente complacientes).

Como película biográfica es poco decidida.

Como drama de un mundo complejo, rico y cambiante como el del porno (no es el mismo mundo del porno el del los 70 que el de hoy) es incluso moralino.

No por nada la canción que nos presenta la narración es “Spirit in the Sky” (de Norman Greenbaum): jovial y de esperanza, pero de arrepentimiento a priori. En cambio Boogie Nights cuenta como canción emblemática con “Spill the Wine” (de Eric Burdon & War).

Eso sí, Amanda Seyfried es más que una promesa.

Lovelace
(EUA, 2013)
Dirigen: Rob Epstein, Jeffrey Friedman
Actúan: Amanda Seyfried, Peter Sarsgaard, Juno Temple, Sharon Stone
Guión: Andy Bellin
Fotografía: Eric Alan Edwards
Duración: 92 min.

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