FICG, A

0

FICG 2013
A
Por Erick Estrada
Cinegarage

Una gala antes de la función inaugural. Sonaba extraño pero sabiendo que en el Festival de Guadalajara se busca recuperar la personalidad que había perdido en años anteriores, el beneficio de la duda era indispensable para que el viernes 1 de marzo, con algunas funciones de prensa matutinas, asistiéramos a la gala en el Teatro Diana en que se presentaba El artista y la modelo, la película más reciente de Fernando Trueba (a quien tuvimos el gusto de saludar en su hotel y de comentar algunos puntos “festivaleros”).

Una gala con protocolo. Segunda consideración de la noche y una vez cumplido (una presentación acartonadísima de parte de Omnilife, patrocinadora de la función), hubo ahora sí unas palabras para el público de parte de Fernando Trueba y de Aida Folchs, la protagonista de una historia que nos devuelve un poco a los panoramas de Belle epoque (España-Portugal, 1992) pero que cuenta con una dosis mucho más notoria de nostalgia y, si puedo decirlo, desapego de la humanidad, por no usar palabras más fuertes.

En la Francia fronteriza con España, en el verano del final de la Segunda Guerra Mundial, un artista vive una etapa contemplativa combinada con un atasco mental que lo tiene sin trabajar. Es escultor, famoso, sin problemas económicos pero que vive en un país ocupado por los nazis. En una mañana su esposa, modelo también, encuentra a Mercé, una chica que parece abandonada a su suerte en ese pequeño pueblo francés. La lleva a su casa y le propone convertirse en la modelo de su esposo a cambio de un techo y dinero.

A partir de ahí Trueba explora la relación del artista con la chica, claro, pero en la primera oportunidad profundiza y con el tempo del escultor, escenas largas y casi silentes, lenguaje cinematográfico con buen pulso y encuadres magnificamente labrados, comienza un discurso callado en el que vemos el nacimiento del proceso creativo, lo difícil de la lectura y del arte y, siendo Trueba, la atrabancada y muchas veces dolorosa relación del artista con la obra.

A lo lejos, terrenos que le conocemos muy bien: una guerra que oprime apenas haciéndose presente, estando allá del otro lado o del bosque o de la montaña, y la sexualidad a flor de piel y vista con una naturalidad abrumadora. Pero se trata también de una película expiatoria, dedicada al hermano muerto de Trueba (también escultor) y de esa parte extrae un tono algo agrio y desencantado, que cuenta los minutos faltantes para completar la obra que el artista consulta con la modelo en sus formas y en sus tonos, en la “consulta con la naturaleza” como se dice en la cinta.

Cierto, no es una conexión tan tormentosa como en La bella latosa (Francia-Suiza, 1991), en donde el artista prácticamente se comunicaba con dolor para luego pasar a otras expresiones. Sin embargo, sí hay una cuenta regresiva que nos deposita en un estado de ánimo lo suficientemente claro para comprender que un artista muere un poco al terminar su obra, que debe dejarla ir y que ese dejar ir incluye seguramente la despedida de personas e influencias importantes. Crear duele pero el dolor no significa llanto. No llorar, sin embargo, no quiere decir que el trabajo sea sencillo. El artista y la modelo camina ese sendero y sorteando un par de obstáculos de tono (y un final anunciado y por lo mismo redundante) lo hace con seguridad y éxito.

La primera función del día siguiente (el sábado) se hizo alrededor de la película franco-brasileña Érase una vez Verónica de Marcelo Gomes que resultó, en buena medida, una experiencia similar a la narrada por Trueba la noche del viernes. Érase una vez Verónica relata el tránsito de estudiante a becaria y luego a doctora de una joven psiquiatra en el Brasil menos glamoroso y turístico, un Brasil real para una historia real.

Entre las ganas de vivir la vida y los enfrentamientos con todo tipo de penas y pesares en el hospital donde trabaja, la mente de Verónica camina indecisa entre la jovialidad de su edad y la oscuridad que aun sin querer, le comunica su profesión. Con ello en mente, Mendes elabora un retrato de su personaje muy al estilo de lo que el artista hace con la modelo en la cinta de Trueba: la suelta, la obliga a posar a veces y la deja sonreir otras; hace que sus rostros y sus pesares se expresen y con ellos el perfil de esta mujer queda en la pantalla también como un retrato del Brasil de estos días.

El rostro de Verónica es muy pronto en la película el de Brasil, un país con oportunidades que deben ser concretadas con trabajo; un país que aún se debate entre lo que se pudo hacer mejor y lo que ya se hace bien; un país con identidad lo que inevitablemente lo arrastra a manifestar algunas crisis en el mismo sentido; un país emergente y vigoroso pero humano y con grandes raíces.

De ahí que la relación entre Verónica y su padre sea tan importante, el país del pasado al que le deben mucho del éxito y la euforia del presente, y el país actual, que sabe a dónde va pero que necesita reconciliarse con el pasado, un discurso que países semejantes como México deberían aprender y ejercitar. El retrato de Verónica de parte de Mendes es claro muy humano, simple y casi plano, pero necesario para lo que su país vive y, claro, es una mirada intensa y hasta cierto pun to crítica.

Lo siguiente fue la presentación (concurrida a más no poder) de Besos de azúcar, película de Carlos Cuarón que, despúes de Rudo y Cursi (México-EUA, 208) le debía a mucha gente una historia fresca y diferente. Lo logra en cierta medida, esbozando la historia de amor de dos pre adolescentes capturados en el difícil mundo adulto del México contemporáneo, corrupto y vivo al mismo tiempo, jovial y doloroso, colorido pero descompuesto.

El arranque, con una secuencia que promete ambientes menos violentos, es senscional: un niño cargando un colchón de cuarto uso que luego acomoda en su pequeño departamento en donde comparte espacio con su madre, su padrastro, dos  medios hermanos y su abuelastra. Sin embargo, lo que Cuarón decide narrar muy poco después son situaciones que incluso llegan a ser límite, y su cuento urbano se diversifica tanto que el ancla de esa secuencia inicial se pierde y rebana la película en tantas partes como personajes presenta.

Desde el bullying (escolar, social, familiar, lo cual pinta como un acierto tangencial al dejar claro que el abuso no ocurre solamente en las escuelas), pasamos al de la corrupción en las calles, al de las relaciones familiares rotas (el padre del niño está ausente, quizá trabajando en Estados Unidos), al de la historia de amor, una pistola o dos que aparecen en el cuento, a las situaciones narradas por una cámara que a veces juega un papel central en la película y a veces no, para regresar de tanto en tanto a escenas que tras ser alargadas en su tono casi cómico, se convierten en esfuerzos que ya no llevan a ninguna parte.

Lo peor del guión de Carlos (y es lo que más extraña) son quizá los diálogos tan llenos de palabras altisonantes, y palabras altisonantes tan pasadas de moda que pareciera a veces que estamos ante el bosquejo de un mejor Todo el poder (México, 2000) que de una película que busca estreno en el México del siglo XXI. Una verdadera lástima.

Lo interesante de haber visto Besos de azúcar fue, sin compararlas jamás, comprobar el oficio de Felipe Cazals. Después de Cuarón tuvimos oportunidad de revisar el trabajo más reciente de don Felipe, El ciudadano Buelna, una reflexión alrededor de la Revolución Mexicana, de sus motivaciones y de sus alcances pero principalmente de sus logros.

El oficio de Cazals se nota no solamente en la a veces solemne pero notoriamente rigurosa puesta en escena, en el trabajo con los actores (unos mejores, otros no tanto) y claro, en el poder de sus encuadres y de sus cancinos movimientos de cámara, que contrastaban en la memoria inmediata con un estilo muy diferente de parte de Cuarón.

Si bien la película de Cazals es un ejercicio que se le exige al espectador (el rigor llega hasta allá), la reflexión de lo que es o de lo que pudo haber sido la famosa Revolución Mexicana en palabras del famoso ciudadano Buelna (a veces demasiado acartonadas y engoladas para nuestros tiempos), resulta valiosa y necesaria en los tiempos que corren.

Falta ver si al llegar a las salas de cine el público mexicano reconoce no solamente el sólido rostro cinematográfico de Felipe Cazals, sino las ideas y la crítica a una revolución que no ha cumplido sus promesas y que por el contrario parece haberle hablado (o igual sigue haciéndolo) a un país en el que todos se hacen sordo, parecen escuchar pero nunca harán nada, un país sentado plácidamente debajo de un frondoso árbol (quizá mi escena favorita en El ciudadano Buelna). Esperemos por ello.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *