El misterio de Silver Lake, crítica de Erick Estrada. Película de la semana.

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El misterio de Silver Lake
A la mierda los mensajes
Por Erick Estrada
Cinegarage

Cuenta la leyenda que varias veces se le preguntó al maestro Luis Buñuel  por el significado de “extraños” elementos dentro de sus películas. El avión que surca el cielo de Simón del desierto (México, 1965), las ovejas que corren a la iglesia en El ángel exterminador (México, 1962). “Nunca vimos al avión” (yo de hecho nunca lo he detectado). “Puse ovejas porque no encontré cerdos” se dice que se cuenta que respondió. Los mensajes en las películas son de quien los encuentra pero no siempre son los mensajes que el director, normalmente enfocado en problemas como el presupuesto y el control de sus actores, quiso lanzar.

El misterio de Silver Lake es, entre mucho de lo que tiene y regala, un grito que manda a la mierda los supuestos mensajes ocultos en las películas que hoy, en la era del fanboyismo y de la glorificación de la trivia han adquirido una presencia extraña en la que muchos y muchas enciman simbolismos en las películas porque pareciera que necesitan encontrarlos, que sin ellos no habrá más que ver.

El misterio del Silver Lake es un gran engaño que tendrá entretenidos a quienes inventan esos significados y atan todos los cabos posibles en contra de la naturaleza misma de la película, mientras otros nos deleitamos con sus formas, unas que ya delatan a un autor y a un viejo rebelde y rabioso porque El misterio de Silver Lake es una película rebelde y rabiosa.

Más allá de encontrarnos con un thriller moderno la gigantesca cinefilia de David Robert Mitchell (que ya delataba en It Follows, su magnífico debut) nos lleva al thriller más típico y tradicional, con la femme fatale atrayendo a un curioso detective (que aquí suplimos por un desobligado y típico habitante de Hollywood) a los brillantes sinsentidos y retruécanos narrativos estilo The Big Sleep (EUA, 1946) enredados con un evidente amor al Hitchcock de La ventana indiscreta (EUA, 1954) y de la obsesión paranormal de Vértigo (EUA, 1958). Con todo ello como plataforma de despegue tenemos después una película en la que Sam (maravillosamente desconcertante Andrew Garfield) irá en busca de su vecina salida de entre los muertos (Riley Keough es nada menos que la nieta de Elvis Presley) para enredarse en una anécdota que cambia de rumbo con el mismo descaro con el que en The Big Sleep personajes que habían muerto aparecen de repente, para romper el discurso racional y entrar a uno bastante más paranoico y punk, tanto como lo es el Nirvana (tácitamente presente) de “The Man Who Sold the World”. Para quien se empeñe en unir en una línea lo que aquí es una esfera en caída libre ese hombre podría encarnar en el extraño ser que Sam encuentra en uno de los varios clímax de su experiencia detectivesca: el “Escritor de Canciones”, un minotauro que David Robert Mitchell inserta en el laberinto de Sam para reforzar dos cosas que parecen preocuparle bastante. Primero, recordarnos que en este mundo nada nos pertenece, ni siquiera los himnos generacionales, y después que operamos debajo de una mano gigantesca que lo controla todo, incluso nuestra locura (la ya muy cinematográfica y paranoica “Where Is My Mind?” también se deja escuchar) y con ello que los significados que muchos creen encontrar en aparentes creaciones libres son parte del dominio de la gran maquinaria en la que vivimos.

No hay escapatoria. No hay salida.

En este enredo monumental está ya presente el desencanto de Mitchell envuelto a la perfección en tormentas de cinefilia que no cuentan más pero que están como trampas para los hambrientos de significado, como Macguffins falsos pero deslumbrantes: ¿importa en realidad que la madre de Sam le hable una y otra vez de Janet Gaynor, la primera mujer en ganar un Oscar?; ¿Importa que Sam encuentre al Escritor de Canciones en una especie de Xanadú orsonwellseliana? ¿Y esos mapas en las cajas de cereal?

Al lado de ello más viajes dentro de la película que no quieren significar pero que embellecen esta rabieta madura, transgeneracional (alucinante que Los Angeles luzca tan actual como atemporal, tan de Damien Chazelle como del monstruo David Lynch o del Polanski noir): ¿importa que la portada de la primera Playboy de Sam se materialice en su encuentro con una tal Millicent Sevence que deja escapar un hilo de sangre bajo el agua del lago de plata, historia que sabe más a leyenda urbana que a experiencia real de un chico que busca a una chica? ¿Importan algo los nombres, la apariencia de las shooting stars que acompañan a Sam en sus desconciertos?

No.

El misterio de Silver Lake arma la experiencia de Sam alrededor de leyendas urbanas de ciudades como Los Angeles, de muerte y sexo, de personajes tétricos y míticos como Charles Manson, de teorías conspiratorias (esos túneles que cruzan la ciudad), de algunas canciones de REM, de pérdidas de razón y de un tufo gigantesco al noir más apetecible para dejarnos saber que que por ahora no busca crear significados y que desprecia a quienes los inventan para después pedirle a él que los justifique.

Mitchell se porta tan cínico como su Escritor de Canciones: “yo lo hice, pero no debo dar explicaciones”. Pero también se sabe tan vulnerable como Sam: no tenemos control de nada y quizá todos somos parte de un juego que juega alguien a quien no podremos ver jamás. Más allá de eso su grito a quienes a estas alturas seguirán tratando de descifrar su discurso (hay que ver The Big Sleep antes) es claro y fuerte: ¡A la mierda los mensajes ocultos!

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a It Follows, dirigida por David Robert Nitchell.

El misterio de Silver Lake
(Under the Silver Lake, EUA, 2018)
Dirige: David Robert Mitchell
Actúan: Andrew Garfield, Riley Keough, Callie Hernandez, Stephanie Moore
Guión: David Robert Mitchell
Fotografía: Mike Gioulakis
Duración: 139 minutos.

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