Cafarnaúm, crítica

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Cafarnaúm
La niñez desaparecida
Por Erick Estrada
Cinegarage

En el mundo de Cafarnaún todo está roto. Como símbolo de una niñez desaparecida los parques de diversiones están derruidos y muy pronto veremos de quién era esa niñez que se ha fugado por la coladera. Nadine Labaki (actriz, guionista, directora) nos introduce al duro mundo de Zain (espectacular Zain Al Rafeea) sin contemplaciones y sin rodeos y después deja claro (mucho) que ese mundo no es nada ajeno: es el mismo mundo que todos habitamos.

Zain ha decidido demandar legalmente a sus padres, incapaces de darle el bienestar que todo niño merece y culpables, indirectamente pero en consecuencia, de haber desperdiciado su niñez.

Desde ese arranque, Cafarnaúm revela que su nombre tampoco es gratuito. Caos, desorden, ausencia total de líneas rectas para encontrar la solución de problemas de los que quiere ocultarse su origen. Zain comienza su relato en un gigantesco flash back que nos muestra las afueras de un Líbano indiferente a las historias duras y cotidianas: el chico tiene que trabajar para comer; su familia está dividida por la falta de asistencia gubernamental en un país que a su vez está dividido política y socialmente. Muy en los planos del Slumdog Millionaire (Reino Unido-EUA-Francia-Alemania-India, 2008) de Danny Boyle pero sin su espectacular redondez, Cafarnaúm despliega ante nosotros la muy desordenada trampa en la que Zain se mete en busca de salida a su problema fundamental: sobrevivir física y emocionalmente. Y es desde ahí, para bien y para mal, que la película muestra las dos caras que la convierten en una propuesta no ambigua pero casi desvinculada.

Por un lado tenemos la exposición y la denuncia de un mundo separado, dividido, castigado por un sistema económico que no sólo propicia miserias como la que tiene que sobrevivir la familia de Zain (y todos los personajes que aquí se nos presentan), sino que se ha mostrado incapaz de resolverlas. Ahí está la espiral descendente en la que Zain cae, sin luz al final del túnel, un planeta deshumanizado y cruel en el que efectivamente los parques de atracciones se muestran oxidados y desbaratados y al que nunca llegará un super héroe (vivimos la historia de un niño que bien podría guardar esa esperanza) pues los super héroes no existen ni en este ni en ningún otro mundo (divertida, simbólica e impía la secuencia del Hombre Cucaracha).

Sin embargo, por el otro lado está cierta sobreexposición de esa miseria, una sobreexposición estilizada como lo era la de Slumdog Millionare, pero que aquí a diferencia de aquella, se envilece en lo dramático, hundiendo el cuchillo en las oscuras aventuras de Zain que por momentos se muestran mañosamente revueltas e incluso repetitivas. Sumado a ello, un peso extra. Su bien la fotografía, la puesta en escena, la cámara y hasta el montaje son empleados con certeza y buen tino (logrando varios momentos brillantes) la música desbalancea todo de nueva cuenta y se deja escuchar obvia y manipuladora, dirigiendo la recepción de la historia siempre hacia las peores direcciones.

No es que se busque en esta o en ninguna otra película un discurso emocionalmente más tranquilizador. El problema con la narración de Cafarnaúm es que por momentos largos y sostenidos (que se notan precisamente largos y sostenidos) pareciera facilitarse el camino hacia el corazón de quien la ve en lugar de pavimentar una ruta a la razón de quien busca entenderla. Migración, racismo, machismo, miseria, violencia, guerra, pobreza, deshumanización, familias divididas, son problemas en los que hay que pensar y a los que hay que exhibir para buscar solución. Pero Cafarnaúm a veces parece usar a la migración, al racismo, a la miseria, a la violencia, a la guerra, a la pobreza, a la deshumanización y a las familias divididas para emocionar a un público sólo en busca de la emoción del público.

¿Slumdog Millionaire obtuvo esa gran respuesta por su historia amorosa y hasta cierto punto aspiracional? Podría ser. Pero ello no impide que en su retrato temático de la pobreza cuente con mucho mayores aciertos que Cafarnaúm, que peca más de una vez de obvia en sus puntos.

Sin embargo, hay que subrayar los otros aciertos de Labaki. Su dirección de actores (la mayor parte de ellos en plena infancia, uno en particular incapaz aún de expresarse verbalmente), simplemente sorprendente. Momentos de una cámara voraz, a medio camino entre el documental extremo y una estética abrumadora. Toques de humor, maquiavélicamente acomodados. La aparición de personajes fugaces, casi místicos, que permiten ingeniosas ventanas a la luz que se le niega permanentemente a Zain.

Una lástima que incluso la mano que quiere fundirnos casi obsesivamente con las desgracias de este niño -que encierra improbablemente a un ser maduro y en evolución- se ahogue en un final que termina por ser complaciente en busca de un poco de la luz que ella misma nos ha negado, de la esperanza que hasta el cansancio nos ha querido mostrar como inexistente. Si en un mundo como este los parques de diversiones están derruidos, no hay razón para esperanzarnos con su reconstrucción. Buñuel lo tuvo muy claro al rematar como lo hizo la monumental Los olvidados (México, 1950).

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a Shoplifters, otra de las series contendientes al Oscar 2019.

Cafarnaúm
(Capharnaúm, Líbano-EUA, 2018)
Dirige: Nadine Labaki
Actúan: Zain Al Rafeea, Nadine Labaki, Yordanos Shiferaw, Kawsar Al Haddad
Guion: Nadine Labaki, Jihad Hojeily, Michelle Keserwany
Fotografía: Christopher Aoun
Duración: 121 minutos.

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