Los Cabos 2018. Críticas 1: Widows, The Sisters Brothers, Roma, La favorita.

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Los Cabos 2018 críticas 1. Este es el primer grupo de críticas que Erick Estrada envía desde el Festival Internacional de Cine de Los Cabos 2018.

Widows.

Las nuevas femme fatales

Por Erick Estrada

C
IFF 2018

Cinegarage

Volviendo a la ciudad Steve McQueen se viste de thriller, un thriller de peste a sangre empantanada gracias a los múltiples ajustes de cuentas en un Chicago que parece una mezcla del pasado pandilleril y de metralletas con el de las mafias del siglo XXI, desprovistas de códigos y de ética criminal, más “serenos” en el ataque pero más violentos en las consecuencias.

En ese mundo extraño McQueen va y viene con algunos elusivos flashbacks para armar una historia de poderes secretos pero contundentes y tejer con trazos violentos y fugaces una historia de compases extraordinarios. Esos flashbacks terminan por presentar a un grupo de mujeres que extrañas en este universo hiperviolento de machos que se retan apenas se ven a la cara, de ejecuciones tan realistas como las de ese Guasón de carne y hueso que también en Chicago nos regalaron Christopher Nolan y Heath Ledger, deben decidir entre quedarse donde están, oprimidas por los falos de las pistolas interminables de los enemigos de sus no poco despreciables parejas, o tomar las decisiones correctas no por ambición, no por demostrar su valor, sino por el simple hecho de querer seguir adelante.

Una vieja deuda delincuencial de la cual un poderoso mafioso pide cuentas a la viuda de su deudor es el detonante en Widows, primero, de la historia que desenvuelve McQueen con un tono que no estamos acostumbrados a seguirle, el del thriller de acción violento e impulsivo, que acomoda traspiés a sus personajes a diestra y siniestra para ponerlos a prueba, una prueba que en este caso es extrema. La mujer en cuestión primero decide reunir a las viudas de los cómplices de su marido muerto para contraatacar las amenazas de un mafioso que cree que las puede todas (¿será porque se “enfrenta” a mujeres), y después, con la planeación y ejecución de ese plan, dejar en la lona la ahora tímida, débil y complaciente propuesta de Ocean’s 8 (EUA, 2018) de Gary Ross.

Así, jugando también con los mejores vicios del thriller callejero de los años setenta (ejecuciones en primer plano, persecuciones de alto octanaje, cruzas de la mafia con la política y las cúpulas empresariales, calles azuladas que parecen malditas, engaños y traiciones a la vuelta de la esquina) McQueen consigue primero momentos de verdadero ingenio tanto visual como dramático: tenemos la negociación entre empresario y mafioso en un encuadre que coloca en su mesa de discusión a la ciudad entera; está también ese delicioso pero inquietante paseo por Chicago, con una cámara inusual -y por lo tanto imaginativa- que además nos subraya nuestro papel, el de escuchas de esta historia, como el chofer que conduce dejando que todas estas palabras se le escurran de los oídos, un plano secuencia más auditivo que visual y de efectos desconcertantes.

Sin embargo, en segundo lugar y dejando clara la potencia de su discurso violento y ácido, McQueen también deja claro que son sus mujeres quienes, dicho por ellas mismas, deben ejecutar el plan primero por supervivencia y después, simplemente, porque “nadie cree que tengan los huevos para hacerlo”. Cuestión de pelea de géneros, pero también de la reivindicación de las propias armas femeninas cuando el honor del hombre ha demostrado ser inexistente: son las viudas las que deben pagar las deudas de la pareja fallecida.

Las mujeres en Widows, las viudas de McQueen no dudan un instante en usar las armas de su género primero para someter al macho predecible incapaz de controlar sus impulsos, para después exprimir todo lo necesario de ellos y concretar su plan de escape. De esta forma, estas viudas se olvidan muy pronto de la figura de la viuda negra y elaboran el molde de una nueva femme fatale en el thriller a la McQueen: sin concesiones, sin palpitaciones condescendientes, sin artificios extra a la forma de encuadrar a sus personajes, sobrepasados primero por la viuda mayor, la femme fatale cerebral en el cuerpo de una Viola Davis de hierro y después por un Daniel Kaluuya, criminal igualmente cerebral, de altos vuelos y que ametralla maldad con los close ups que McQueen le regala.

Con ingredientes que ahora saben novedosos para los estándares del thriller contemporáneo Steve McQueen consigue en Widows hacer de la acción sólo un ingrediente más de este regalo pues debajo repta un drama que va de lo personal a lo criminal, de lo racial (la historia detrás de la historia le da a la película un sello McQueen más identificable) a lo social, pues no olvidemos que los políticos y sus sucios juegos son también parte de la anécdota.

La consumación de la venganza, la serpiente que busca morderse la cola, la última traición son sólo la cereza de este pastel tóxico de tensiones y miradas, de asesinatos y escapatorias, de nuevas mujeres fatales que como en el mejor thriller tradicional, buscan el desconcierto y se hallan, siempre, en momentos surrealistas.

Doloroso, poderoso, a veces algo dispar pero no por ello carente de pulso, completamente desprovisto de ternura (no es para nada una película para estómagos blandos), McQueen se acerca a la ciudad para ejercitar un músculo que le desconocíamos y que, por cierto, parece tenía en envidiable estado latente.

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a 12 años esclavo, dirigida por Steve McQueen.

 

The Sisters Brothers.
El regreso a casa
Por Erick Estrada
C
IFF 2018
Cinegarage

Dos hermanos, Eli y Charlie, huyen de algo y persiguen a alguien. Cuatreros infalibles, pistoleros invencibles, son ellos los que abren la puerta de una narración que desde ahí promete alcanzar niveles de ensoñación, momentos de inspiración que entre caballos en llamas y guiños descarados ya sea a El gran robo al tren (ese Joaquin Phoenix apuntando su pistola directo a la pantalla, ojos como centellas) o a westerns con algo menos de peso prometen llegar a esos peculiares momentos que Audiard suele regalar en sus historias de exploración humana, de personajes atormentados o de espíritus tormentosos. Pero al parecer The Sisters Brothers busca otro tipo de metas.

En el Oregon de la Fiebre del Oro Audiard arma también una road movie a caballo, de persecución narrada a varias voces, algo que provoca que por momentos el tono del western se desvanezca entre estos dos hermanos y por otros aparezca fantasmal con la eterna contradicción en el género: la civilización contra la libertad, la entrada de la tecnología al inhóspito oeste, Butch Cassidy and the Sundance Kid.

Vagando en las aventuras de los hermanos Sisters, Audiard nos deja ver muchos de los vínculos que unen y quizá lleguen a separar a estos dos hombres, metidos hasta el cuello en una persecución que podría ser una huída de sí mismos, y que en sus momentos más oscuros, en los capítulos más violentos de The Sisters Brothers (porque dosis de sangre y pólvora sí que hay) podría también ser un viaje suicida, nunca sabremos por qué.

Búsqueda. Conforme los guiños y los problemas de los cuales los hermanos Sisters suelen salir librados por los pelos, Audiard perfila el verdadero tema de su película. Estos hermanos no son cuatreros de segunda, no buscan solamente el oro de sus desfalcos o consumar el mejor asalto al tren de la historia. Los vemos interactuar, comunicarse, castigarse y premiarse en una serie de situaciones que nuevamente nos sacan del western convencional y nos acomodan muy cerca de una comedia ligera pero violenta o en un drama intenso sobre la búsqueda, una búsqueda.

Narrada a varias voces, la película a veces hace de los hermanos Sisters una leyenda y otras los convierte en una pareja, en un equipo en el que la supervivencia es la meta final, pero de nuevo, entre esas tantas voces y en medio de esos capítulos que podrían incluso parecer inconexos, Audiard deja ver que estos hombres buscan algo, algo más, algo distinto, quizá algo que ya tenían y perdieron, pero no en el espíritu vengativo de Jesse James y su hermano Frank, hundidos en la amargura y la desventura, sino en algo mucho más profundo y probablemente esencial.

La mancuerna John C. ReillyJoaquin Phoenix construye con un tino digno de asombro (nadie creería que estos dos son hermanos y sin embargo compramos la idea en cuanto los vemos juntos) la historia de los hermanos, la búsqueda de la justicia que cualquier tipo de autoridad es incapaz de proporcionar en este Oregon de ríos inundados de oro y de químicos que lo transforman en una trampa mortal digna de la mejor película de terror. En esa venganza los hermanos pasan de perseguir a ser perseguidos y de regreso nuevamente, buscan consumar un acto que ahora, antes que suicida, parece que les proporcionará libertad.

Y en el golpe final, con el camino empedrado de cadáveres regados con su propia sangre, con la mochila llena de leyendas generadas por ellos mismos, los hermanos Sisters quedan libres para volver al hogar, un hogar que Audiard retrata y relata con una sencillez que incluso parece cándida, pero que transforma todo lo que hemos visto hasta ese momento. The Sisters Brothers se deja ver finalmente como lo que es, un as bajo la manga de Audiard que le da sentido al nombre, que lo engorda y que cambia de nuevo la idea que teníamos de sus personajes. De cuatreros a buscadores de oro ambos terminan consumando la búsqueda del hogar, quizá un imposible en el viejo oeste, quizá la consumación del viaje suicida, quizá una metáfora de un fin trágico del que nadie nos damos cuenta. Quizá algo más.

CONOCE MÁS. Esta fue la crítica de Joaquín Rodríguez a Metal y hueso, dirigida por Jacques Audiard.

 

Roma.
Todos los caminos…

Por Erick Estrada
TIFF 2018
Cinegarage

Roma enamorada.
Alfonso Cuarón ha decidido contar a manera de arrullo su película más personal, no por autobiográfica sino porque la hizo donde quiso, con quien quiso. Entre los larguísimos planos contempladores -pero no contemplativos- llenos de coreografía que se vuelve montaje interno acompasado (a veces demasiado, a veces lo preciso) y al que le niega el baratísimo colorido mexicano usando en su lugar un neo realista blanco y negro de alcances poderosos (especialmente en la segunda parte de su parsimoniosa pero turbulenta historia), entre esos planos ensamblados con travellings lentos por milimétricos (pues milimétrica es la propuesta que parece querer entregar), se arrullan las ideas que estas bombas de tiempo en que se ha dividido a Roma provocan cuando se suceden, cuando suceden, cuando se nos dan.

Esas ideas son al mismo tiempo referencias de la amplificada mente de Cuarón en este mosaico trágico. Esas ideas han sido ya interpretadas como caricias de nostalgia y de memoria enamorada, cuando en realidad, dada la lejanía con la que la cámara retrata a los personajes, es más un telescopio desde el mundo contemporáneo a sus propios orígenes. Roma está armada de una larga serie de ideas abiertas, inconclusas, serenamente intangibles que, al sumarse, al estar montadas en una historia mínima (¿la memoria de un fantasma?), le dan a esta y a sí mismas un poder narrativo equiparable a la mano escondida del mago. Cuarón sabe a quién le habla y qué quiere que se escuche para, mientras nos introduce a la trágica y agitada vida de Cleo (su verdadero personaje central), dejar susurros inexplicables. Son ideas inconclusas que ensoñados y hundidos en su canción de cuna llenamos de significado cerrando las ideas que él ha decidido dejar abiertas.

En Gravedad, Cuarón extendía los resortes del cine de acción en planos igualmente largos, pero ahí esos planos se construían con el artificio de la tecnología a su alcance (y al de Emmanuel Lubezki presente aquí sólo en espíritu) para multiplicar su poder y quizá enviarnos a un futuro cercano. En Roma, la coreografía y el montaje interno sustituyen al artificio, coreografía y montaje que por un lado hipnotizan al conectarnos con ese pasado vivido por muchos real o imaginariamente (el inconsciente colectivo tiene ese poder), y por el otro aprovechan nueva tecnología para, simple pero no sencillamente, magnificar el poder evocador de lo que en pantalla decidió poner Cuarón: alta definición, lentes que le prestan una profundidad de campo brutal y necesaria dada la lejanía de su cámara, iluminación de alto nivel que a su vez explota y hace explotar tanto a su recreación de época (estamos en el verano mexicano de 1971) como a su diseño de producción. Es decir, Cuarón busca una historia más interna que externa, arrullarnos con sus travellings para provocar con ideas abiertas e inconclusas sensaciones distintas, variadas, pero hermanadas en el origen.

El truco funciona y funciona porque si bien Cuarón ensambla ideas abiertas y situaciones casi caprichosas, hay suficiente amarre entre ellas para, a pesar de iniciar bastante tarde su narración real, elaborar en sus entretelas una historia interesante e intensa.

Hábilmente, con inspiración visual, la en un principio apacible vida de Cleo se enturbia cuando el folklórico México de los setenta (tan folklórico como el Juanito mascota de la Copa del Mundo de 1970) representado en el patio limpio que inaugura la cinta, pasa a un México más violento, el del patio sucio lleno de mierda de perro; vamos también de la lluvia apacible a la granizada que golpea a Cleo cuando se entera que ha quedado embarazada de un novio que la abandona sin dejar rastro; y están también los cerros arbolados del viaje de Noche Vieja que tras cobijar un paseo casi idílico estallan después en fuego tarkovskiano, cerros que cuando Cleo encuentra a su novio no lucen ni pinos ni fuego, sino las siglas del presidente en turno, tatuaje nacional del represor gobierno que por décadas, varias, ha regido al país.

La historia se agita también y a su vez con situaciones contrapuestas que permiten, de nueva cuenta, la ensoñación (justificada): de la fiesta incontrolable de cognac y brandy de los patrones en la Noche Vieja, al bareto improvisado en el que los trabajadores del rancho beben mezcal y pulque en aires visuales que quieren recordar a Figueroa; del paseo en el bosque al felliniano embotellamiento en la Ciudad de México, túnel que es a la vez una trampa para Cleo (está a punto de dar a luz después de un desafortunado y violento encuentro con su novio, mano ejecutora de la matanza de Corpus Christi a apenas 3 años de matanza de Tlatelolco) y símbolo del México de esos años (y de los nuestros) tras un enfrentamiento tan sangriento y brutal: la luz al final del túnel no se ve… ¿Existe?

Roma, el detergente.
La otra Roma, la que evoca al detergente de las clases bajas en ese y en el México de nuestro años, está escondida también en los planos lejanos de Cuarón, quien apenas se acerca a Cleo cuando incrédula ve a su novio danzar sus artes marciales para impresionarla como fallido macho alfa en celo incontrolable, sin sospechar (ella) que esa misma danza será lanzada mortalmente contra estudiantes mexicanos y que a su vez provocará, en el encuentro con este artista marcial llanero, que el hijo que espera apresure el parto y encare a la muerte prematuramente, todo parte del símbolo de un México que tropieza con la misma piedra, que parece querer estancarse para siempre en un túnel largo y caótico, un México que ensangrentado une alumbramiento y muerte sin pista alguna para solucionar o comprender lo que ha ocurrido. Ese alumbramiento trágico es parte de un movimiento cercano en intención al cierre magistral de Jorge Fons en Rojo amanecer (México, 1989), sólo que en esta ocasión estamos todavía lejos de la conclusión del viacrucis de Cleo.

Porque Cleo, en medio de esa Roma enamorada en donde muchos han depositado la nostalgia como elemento central de la película, también es retratada de forma lejana porque lejana es en realidad a la familia que la acoge por necesidad y por costumbre, con buenas formas, con excelentes intenciones, pero que la explota en sus tiempos y voluntades y confunde la visión de la chica, con todo y que Cuarón la dibuja sutil y graciosamente como una iluminada (esa maravillosa secuencia Zovek-Cleo). Es decir, la Roma enamorada, de sutilezas y románticos Insurgentes en tarde de verano, esconde a la Roma de la lavandería, el encierro velado de Cleo.

¿Es ésta una película clasista? No, en un nuevo juego de ideas abiertas, de lienzos semi vacíos que pueden ser llenados mientras se experimenta la película, en ese telescopio que conecta al presente con el pasado, Roma retrata a una sociedad machista y clasista que cree que no lo es, que llama nana a la sirvienta pero le grita a la sirvienta cuando falla en su papel de nana, que no tiene empacho en verla golpeada por el granizo mientras sus hijos bailan en la lluvia protegidos con chubasqueros, malabar inquietante que a su vez se magnifica con el resto de la historia de esta mujer explotada, maltratada, desprovista de la posibilidad de decidir por ella misma al 100%: Cleo es el México de esa época, lúcido y poético, brillante y enraizado, pero atado a fuerzas ajenas que serán culpables del sacrificio de su futuro. Es el México que lava a la Roma que presume al mundo con un detergente del mismo nombre. Contradicción.

Así, al montaje del patio limpio con el patio sucio, Cuarón suma la Roma que todos quieren ver con la Roma escondida en el lavadero de la azotea, ahí donde está el dolor no contado pero asumido. Con ella, con Cleo, Cuarón nos muestra al pasado folklórico y romantizado -que es como la memoria nos deja ver las cosas- para susurrar en sus largos planos, en sus apantallantes construcciones de luces y brillos, la cercanía de la tragedia (esa memorable secuencia en la playa), los problemas no resueltos, los temas pendientes, la fractura en la que se ha vivido desde siempre.

Si Cuarón, voluntaria o involuntariamente, escondió el veneno en su dulce visual de carga bergmaniana es cosa que debemos discutir con él. Lo que hay que aprovechar es la oportunidad que esta película nos presenta para voltear a un pasado turbulento ayudados con el camino recorrido y averiguar qué tipo de país somos en este momento, ese que cree que la nostalgia cura las heridas y reforesta los montes que antes lucían las siglas de asesinos o el que tras vaticinios casi míticos (ese terremoto en la sala de incubadoras) sabe que nacerá muerto en un túnel sin luz.

La película es sí, un canto de cuna, un arrullo personal y colectivo. Pero en la figura trágica de su protagonista real (Cleo y lo que le pasa a Cleo que en algún momento exclama casi emocionada que “se siente bien estar muerta”) construye el símbolo de un país que ha asesinado a palos a sus hijos sacrificando su propio futuro, un país que da una cara al exterior cuando dentro, escondidos en los lavabos de las azoteas, otros lavan incansablemente  la sangre derramada o evitan, allá, la tragedia clasemediera (la secuencia de la playa, otra vez). Cleo es el eterno sacrificio de su clase, de su condición, de los otros a los que vemos sólo cuando los necesitamos sabedores de que están ahí, en su lugar, en donde deben de estar. La nana que en realidad es la sirvienta.

De una o de otra forma, todos los caminos llevan a Roma y Roma nos debería hacer pensar en ese México y en todos los México en el mundo, porque al pintar así a Cleo es convertirla en algo universal. Pensemos en las ideas abiertas que la cinta nos regala.

CONOCE MÄS. Esta es la entrevista de Erick Estrada a Alfonso Cuarón a propósito de su película Gravedad.

 

La favorita
El espacio apabullante
Por Erick Estrada
CIFF 2018
Cinegarage

Un monstruo está a punto de aparecer y Yorgos Lanthimos necesita hacerle espacio para que su enormidad oculta se manifieste como debe ser. La favorita, este maremagnum de encuadres abusivamente estéticos, desgarradoramente bellos, busca y procura ese espacio porque probablemente ese es el monstruo al que Lanthimos quiere dar la bienvenida, el monstruo de un despliegue plástico brutal que lleva en sí mismo un mensaje y una búsqueda.

Los caminos que sigue la cámara (Robbie Ryan se siente voraz, un tigre con los dientes perfectamente afilados) parecen crecer mientras Lanthimos se apoya en el guión de la debutante Deborah Davis y de Tony McNamara para unir esos pasajes y las historias que se desarrollan entre ellos. Lanthimos es el pegamento rítmico (el montaje es sencillamente alucinante) que une las historias de estas tres mujeres (una reina, su dama de compañía y una noble venida a menos que quiere recuperar su estatus perdido) con la de la construcción de los espacios, del espacio, del aire que necesita el gigante que surge de esta suma para dejarse caer con todo su peso. Pero hablando de Lanthimos el pegamento que une todo parece más un bordado fino en el que las historias de estas tres mujeres se trenzan con delicadeza pero con músculo.

Las tres son mujeres brillantes. La reina Ana (enloquecedora Olivia Colman), Lady Sarah (venenosa Rachel Weisz) y la arribista Abigail (Emma Stone delicadamente mortal) saben que los juegos en las cortes de un país en medio de la guerra (estamos en la Inglaterra de inicios del siglo XVIII) son truculentos y dos de ellas -la reina y Sarah- saben jugarlos como pocos. La labor de Lanthimos era (y cumple) dejarnos entrar a esos juegos desde la mirada de Abigail, a veces inocente, a veces ignorante, pero sabedora (y sabedores nosotros) que estar ahí es mejor que oler a mierda y no tener un lugar en ese decadente ajedrez de excesos, que es mejor maquillar los defectos y ocultar la calvicie real y metafórica debajo de ridículas y gigantescas pelucas. Lanthimos lo logra bordando las historias mientras muestra pulsiones y desenmascara personajes que en consecuencia se nos muestran casi directamente, voraces pero hipócritas, más hambrientos que eficaces dentro de la corte.

Mientras eso ocurre, la cámara. Los grandes angulares, los planos contrapicados casi en exceso, la alucinógena profundidad de campo, obsesiva y compulsiva en la forma en que entrega la información del palacio donde todo ocurre (y al que convierte en un personaje omnipresente), abren cada vez más el aire dentro de sus paredes, aire que otro autor habría representado encerrado y oscuro, opresor y caníbal, pero que Lanthimos retrata con lujo de detalle gracias a la óptica de sus cámaras y le da una personalidad luminosa, altamente estilizada. Lo despoja del aire de encierro quizá para meternos todavía más en la mirada de Abigail, ansiosa por pertenecer para siempre a todo lo que ocurra dentro de esas recargadas paredes, en esos pasillos pulidos, detrás de esas puertas grandilocuentes.

Así, La favorita hace del espacio algo exuberante. Igual que el guión, la cámara hila y da sentido extraño a ese espacio, uno al que vemos pero que también sabemos dónde termina. Mientras nos adentramos en el triángulo de poder en que estas tres mujeres se mueven e intercambian lugares (la película es también una descripción perfecta de lo inhumanos que son los juegos de poder entre humanos), ese espacio crece, se expande e introduce a la película en la película misma. Un efecto casi de metaficción pues lo que Lanthimos provoca con todas estas herramientas es que el espacio sea al mismo tiempo el mensaje que entrega y el medio en que lo lleva.

La desesperación de Abigail está en su rostro, pero se respira en los aires abiertos por la cámara y también surge de nuestras entrañas cuando la vemos caminar y esconderse en los recovecos del palacio. La película se transpira a sí misma, se manifiesta dentro y fuera de los encuadres, con nosotros y a través de nosotros, que olemos al monstruo que está por aparecer y que puede ser la película misma.

Pero hay más, una reversa provocadora: las arrolladoras actuaciones que nos conectan con los personajes. Movimientos, palabras, miradas. ¿El espacio es para estas actuaciones? ¿El espacio abierto es para darles juego y merecidísimo primer plano emocional? Sí, y a través de ellas, volvemos al plano cercano, al descubrimiento de la cara oculta de este palacio sombrío-luminoso -uno no puede evitar pensar en Barry Lyndon (Reino Unido-EUA, 1975) aunque los pasillos y las paredes, el hotel vivo en El resplandor (Reino Unido-EUA, 1980) no dejan de parpadearnos en la memoria- y al evolucionar la película podemos ver a los ojos no sólo a los rostros antes ocultos debajo del maquillaje, sino al personaje que había estado oculto debajo de sus acompañantes, de sus lujos, de sus ridículos y de sus desvaríos de nobleza decadente.

Lo brutal de La favorita es primero la forma, que revolotea dentro de ella misma pero que al ser el medio y el mensaje abre un espacio que nos comunica el vértigo de los pequeños logros arribistas de una Abigail casi inhumana pero enmarcada en una belleza incorregible, pero que después desaparece (el vértigo) para transformarse en un ahogo inconmensurable, en la sumisión perpetua de alma y cuerpo, en el llanto silencioso que surge al descubrir aquello que no se maquilla, lo que se oculta en la evidencia (otra vez, la vuelta de tuerca emocional y lo inhumano de nuestros juegos de poder).

La pequeña pero brutal secuencia final de La favorita, su espeluznante encuadre de remate -triple disolvencia que condensa y simboliza el montaje de este discurso de 100 minutos- nos deja ver al verdadero monstruo al que se le hizo lugar todo este tiempo. Y el golpe no es menor: es el disparo real al certero al arribista pichón que se creía volando libre pero que se descubre instrumento de diversión alimentado en jaulas de oro. Un disparo que resuena, además, en todo el aire que la película deleitosamente ha fabricado y lo que duele de La favorita es lo que rebota en todas las paredes que hemos recorrido con exceso de detalle: el eco.

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a El sacrificio del ciervo sagrado, dirigida por Yorgos Lanthimos.

Los Cabos 2018 críticas 1.

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