Las críticas FICM 2018 4. Olimpia, Bayoneta, La caótica vida de Nada Kadic y The Front Runner.

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Estas son las críticas FICM 2018 4 de parte de Erick Estrda. En el tercer día del festival revisó La caótica vida de nada Kadic (Marta Hernaiz), Bayoneta (Kyzza Terrazas), Olimpia (JM Cravioto) y The Front Runner (Jason Reitman).

CONOCE MÁS. Esta es la tercera entrega de las crítica que desde el FICM nos envía Erick Estrada: Asfixia (Kenya Márquez), Antes del olvido (iria Gómes Concheiro), La camarista (Lila Avilés), Chris the Swiss (Anja Kofmel) y Belmonte (Federico Veiroj).

 

Bayoneta
El boxeador ensangrentado
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

El box ha danzado con el cine mexicano desde siempre y podemos decir que varios clásicos nacionales cuentan con un boxeador como personaje. Es decir, con Bayoneta Kyzza Terrazas se mete a un terreno pedregoso con uno de los públicos más celosos que uno pueda encontrarse.

Bayoneta es la historia de Miguel, boxeador de vuelo medio al que tras un comienzo trágico y agitado de la historia reencontramos auto exiliado en Finlandia, trabajando como entrenador en un gimnasio lleno de deudas y aturdido por el frío del inminente invierno.

Perdido, desorientado, deprimido por el inicio trágico de esta historia, el juego de flashback con que despega la cinta le permite a Terrazas una manipulación del tiempo indispensable para su película en más de un sentido.

El primero sería la construcción de la personalidad de Miguel, determinar si estamos ante un boxeador exitoso o uno que tras la tragedia con la que lo conocimos ha tirado por la borda cualquier logro que pudiera tener. El segundo, es la manipulación temporal que de esa construcción se hace y que al ir y venir y jugar con la información que nos da, nos lleva a un juego de reflejos en el que tarde o temprano nos veremos atrapados en el mejor de los sentidos.

A ello hay que sumar el juego de montaje de la película, uno que contrasta inteligentemente el ritmo y la alegría del boxeador al entrar al gimnasio y jugar en el ring con el de la ausencia total de música en las secuencias de pelea, una señal del latigazo que Bayoneta nos prepara.

“Bayoneta” es el apodo de Miguel y en medio de estos reflejos es también una señal de la construcción que se lleva a cabo mientras Terrazas narra lo que creemos es la pesadilla interna del boxeador retirado, incapaz de controlar su entorno, que carga una cruda emocional terrible que sabe a pecado.

No es que se trate de una película tramposa. Bayoneta es el ejemplo inteligente y contundente de las posibilidades que da la manipulación de los ingredientes y la dinamitación de las reglas en pos de un resultado que aquí no solamente es sorprendente, sino que representa también un golpe duro en el juego de identificación que el cine ha utilizado desde siempre.

Es decir, frente a este boxeador a quien en una secuencia brillante vemos bañado en sangre, como salido de una pesadilla infernal, desarrollaremos un juego de identificación inevitable. Hemos hecho lo mismo con cientos de personajes similares y mejor aún, con cientos de boxeadores similares. Pero recuerden, Bayoneta ha propuesto desde el inicio usar los reflejos con los que construye su narración llena de avisos, con lo cual la figura entintada de Miguel se suma a la de su apodo y en consecuencia el héroe con el que nos hemos identificado da destellos ya de una decadencia peculiar.

En un flashback más de la película, con los datos necesarios para entrar al alma fracturada de Miguel, nos enteramos de un dato más -indispensable, gigantesco, grotesco y mortal- sobre la trágica noche en que comenzó todo. En ese golpe que no es otra cosa sino una manipulación brutal de la información que la película nos da y cómo nos la da (completamente válida y aquí realizada con destreza), el héroe de barrio, la figura mítica del deportista de clase baja, del sobreviviente eterno devorado por la maquinaria en la que ha decidido entrar para mantenerse a flote, ese héroe se convierte en un antihéroe de dimensiones brutales, de oscuridades casi perversas.

Las señales se lanzan, se manipulan, el tiempo va y viene a conveniencia de una historia que quiere devorarnos por dentro, que quiere subrayar la violencia perpetua de la naturaleza humana y que esconde el dato último de la verdad para lanzarnos una bofetada en la que este nuevo antihéroe se muestra brutal y deformado ante nuestra mirada. Un giro en la historia que transforma todo lo que hemos visto para hacernos repensar su historia, en los personajes con los que se ha cruzado Miguel, en las personas a las que ha tocado, pero también en un sistema social y económico tan demandante e hipócrita que rechaza a este tipo de personajes pero que los fabrica en una serie mortal y en eterno movimiento, que los necesita para perpetuarse.

No estamos ni ante la inocencia de Pepe El Toro (México, 1953) ni ante la decadencia imparable de Rodrigo Saracho en Nocaut (México, 1984). Tampoco es la tragedia humana de Campeón sin corona (México, 1953), todas con su pertinente crítica al mismo sistema que a su forma aquí ataca Terrazas.

Estamos ante el oscurecimiento de una figura a la que muchos se acercan con demasiada devoción (películas de box fallidas hay muchas por esa razón), un oscurecimiento distinto a la derrota en la pelea final  y entregado en una película que se siente honesta pero que para serlo (paradoja interesante) manipula la información que nos da secuencia a secuencia y dinamita las reglas del subgénero. El resultado es un delicioso golpe bajo, un ingenioso y escalofriante golpe bajo.

 

Olimpia
El guante y la antorcha
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Demos vueltas alrededor del mito. JM Cravioto lanza un llamado deconstructor para acercarse a una película histórica y despedazarla para levantarla de nuevo reconstruída en algo más, en otro grito.

El grito (México, 1968), la película de Leobardo López Arretche, narra con heroísmo y puntualidad los sucesos dentro del movimiento estudiantil antes y después de la entrada del ejército mexicano a la Ciudad Universitaria en el verano de 1968. Este documental, certero desde donde se vea, se ha convertido con el tiempo en un referente incluso para quienes estudian cine y que nacieron después de ese año.

En esa circunstancia está JM Cravioto quien, a exactos 50 años del clímax y la inminente decadencia de ese mismo movimiento, presenta su película a un México que con todo ese tiempo transcurrido todavía es incapaz de administrar lo ocurrido a partir de ese verano y del desastroso y trágico 2 de octubre. Olimpia sin embargo, y buscando sus propias respuestas, se acerca al movimiento estudiantil desde fuera, desde todo aquello que probablemente inspiró o provocó a El grito (y a todos los acontecimientos que la película registra), desde las historias que se contaban y se narraban en las calles y en los salones de clase.

Para ello, Cravioto cuestiona mientras señala, aplaude mientras toma distancia, voltea hacia atrá mientras busca seguir adelante y utiliza partes fundamentales de la película de Arretche para mezclarlas con secciones ficcionadas uniendo los trozos con retoques de rotoscopia que dejan que trasmine lo ocurrido en esos meses sin necesidad de una explotación burda pero tampoco de un retoque meloso que romantice héroes o señale villanos indiscriminadamente (el personaje del padre represor es en este caso clave).

La apropiación que Cravioto hace de 1968 y de El grito, la deconstrucción que elabora, el juego al que nos introduce tiene logros extra a los técnicos e históricos. Provoca una reflexión desde nuestros años hacia todo lo que ha ocurrido de 1968 a 2018 sin escándalos, hacia el camino recorrido y los errores cometidos, una reflexión que dados los elementos con los que Cravioto la provoca debe ser informada, desprovista de pasiones pero alimentada de memoria.

Olimpia es la celebración de unos Juegos Olímpicos en la Ciudad de México, pero es también el infame nombre de un batallón represor en tiempos en los que se pedía libertad. En la contradictoria unión que de estos polos logra la película y en la exploración que hace de las historias alrededor de El grito, surgen sin ser groseras ni obvias, las ideas y las emociones de una época que todavía hoy divide opiniones.

Pero Olimpia es también y sobre todo el reconocimiento al valor de un grupo de gente que (tanto en México como en el mundo) buscaron muchas de las libertades que hoy podemos presumir, pero libertades que probablemente necesitan ajustes ante un mundo que sí que ha caminado hacia atrás.

En Olimpia está el lenguaje de ese año, están los miedos y la sangre, la rabia, las demandas, los gritos y otra vez la sangre. Están los soldados entrando a Ciudad Universitaria, los golpes, los granaderos, las historias, está la cajuela de El grito. Están también el presidencialismo y los discursos oficiales.

En Olimpia está la Ciudad de México, los poemas, los reclamos, las enfermedades, las bayonetas y las bengalas. Está la memoria del 68 vista con las manos de otra gente 50 años después. Están los muertos, la oscuridad, la justicia y la injusticia.

En Olimpia están las manos de muchos armando un discurso (fueron los estudiantes de la Facultad de las Artes quienes quienes hicieron los retoques rotoscópicos). Olimpia no es El grito, es una especie de canto comunitario que rima con la necesidad inminente de la acción que debemos tomar respecto a lo ocurrido hace 50 años (en México y en el mundo): reflexión.

 

La caótica vida de Nada Kadic
La realidad en la ficción
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

Nada se va quedando sola en la película, capítulo a capítulo, paso a paso en la dura batalla cotidiana en contra de su hija, autista y en aparente descontrol. Alrededor de ella, de una mujer que tiene que sobrevivir día a día su propio pequeño caos, sobresale un montaje peculiar en el que la realidad casi documental (nuestra pequeña actriz en realidad es autista) se enfrenta a una ficción que quiere a toda costa insertarse en ella, quizá en una búsqueda de parte de Marta Hernaiz de un lenguaje distinto, pero que no es del todo novedoso.

Lo que sí resulta novedoso en la película es la forma en que se retrata la relación entre estas dos mujeres, desde afuera, lejanamente, generando espacio para mostrarnos la lucha diaria en la que el autismo de una determina las acciones de la otra. Las parejas de Nada huyen de la pequeña hija en una historia que efectivamente se repite todos los días; la escuela se queja de la niña sin conocer su estado, un acto de discriminación pasiva que aquí provoca que Nada vaya abandonando a la gente con la que convive.

La escuela, la vecina, las parejas, Nada termina por darles la espalda una vez que ellos han mostrado temor a acercarse a ella y a su hija. Marta Hernaiz presenta todo con una historia mínima que en su montaje (también afectado por lo que la pequeña niña decidió hacer frente a la cámara) parece buscar más la comunicación de un estado de ánimo que el clímax de su historia. En esas afectaciones (hay que admitir que alargar las tomas para dejar que sus actores muestren sus espacios a veces entorpece y altera el ritmo) la película comienza a transpirar emociones en lugar de exponerlas (recuerden que hablamos de autismo) y ello más que hermanarse con los estímulos hacia sus actrices, saca de ellas una historia interna, que había permanecido oculta en su primera mitad. ..Y siempre será mejor construir y transpirar las emociones que exponerlas y obviarlas escandalosamente.

Si todos abandona a Nada, en el roce, en la explosión de sonidos y de colores que simbolizan el colapso de esta madre al mismo tiempo de colocarnos en el punto de vista de la niña (esas balas en la pared, símbolo del colapso práctico de Nada, ese radio escandaloso vaso comunicante entre cómo ella ve a su hija y cómo su hija escucha al mundo, esos limpiadores del parabrisas, rítmico ruido que recuerda que el hombre no es la medida de todas las cosas) Nada decide también abandonar a todo mundo para encontrarse con su hija.

¿Insistente en sus logros? Sí, de hecho más de una vez. ¿Falta de un espíritu más voraz y menos contemplativo? También. ¿Estridente por segmentos? Sin duda alguna. Pero todo ello podría justificarse en el uso de la palabra caos. La película no lo hace (y ese es un error), pero en este caso el caos es el camino hacia su hija. Su hija ya no es parte del caos.

 

Crítica Cinegarage de Front Runner.
Los ángulos y el personaje
Por Erick Estrada
FICM 2018
Cinegarage

En un primer acercamiento podría parecer que The Front Runner es una película algo descontrolada. Un guion escrito por tres personas entre ellas un debutante (Jay Carson), el escritor del libro que ahora se adapta a la pantalla (Matt Bai) y el director de la película (Jason Reitman a quien parece hacerle mucho bien separarse de los guiones de Diablo Cody) que va y viene de un punto de vista a otro no promete mucho en los primeros minutos de la película.

En ese primer acercamiento nos enfrentamos a Gary Hart (bien entonado Hugh Jackman), el candidato presidencial que en 1988 lideraba todas las encuestas y se perfilaba desde muy temprano como el seguro ganador de las elecciones. Gary (no se trata de un estropeo, la película está basada en un hecho real) es fotografiado después en lo que parece ser un affair con una mujer que no es su esposa, un periódico lo publica en su plana frontal, eso se convierte en un escándalo y Hart, como ya lo sabemos, nunca se convierte en Presidente de los Estados Unidos.

The Front Runner tenía a todo ello como principal obstáculo pues de seguir de manera puntual la historia y mostrar cómo terminó la carrera política de Hart, caminaría peligrosamente cerca del terreno del recuento de los chismes e infidelidades y perdería la pequeña joya que tiene escondida.

Con un tono aparentemente desinteresado The Front Runner decide no hacer un recuento puntual de los hechos, sino usarlos como plataforma para provocar una reflexión final y que requiere que el recuento no sea únicamente la anécdota de Hart. Al optar por ello, de nuevo, The Front Runner podría parecer una película que divaga, algo caótica, pero no lo es. Jason Reitman usa a su extenso reparto para armar las esquinas de un hexágono (pentágono, o cuadrado, depende qué tan estrictos nos sintamos) que apuntan todas a lo que le ocurre a Hart y, sin complicarse mucho la vida (eso nos toca a nosotros), dar los puntos de vista de cada una de esas esquinas.

Así, The Front Runner coloca a Hart en el centro para después ir y venir entre lo que de él ve un periódico, lo que detectan sus asistentes, su esposa, él mismo, el periódico rival, los miembros de su partido. Y lo hace porque el interés de Reitman está detrás de todos estos puntos de vista y al ser nosotros los únicos que podemos verlos busca dejarnos pensar cómo esos casos pueden ser tratados por los medios (incluso los nuevos medios, las famosas redes sociales) y cómo ese trato puede provocar que un país entero deseche a su mejor candidato sin considerar las consecuencias (en esas elecciones Estados Unidos eligió a George H. W. Bush quien a la postre sería reelecto para gobernar al país por 8 años).

The Front Runner deja que esos puntos de vista se cocinen sin prisa, sus planos son largos pero agitados en su interior. Al hacer eso con cada una de las esquinas que quiere cubrir la película termina por generar cierto suspenso interno, surge una duda no sobre la solución del caso (todos la conocemos) sino por lo que ocurrirá con nosotros, pues somos el eje sobre el cual giran todos los puntos de vista.

No se trata de una reinvención del Rashomon (Japón, 1950) de Akira Kurosawa, sino una reutilización del enfoque moral que provoca narrar un hecho como este (en Rashomon se trata de un asesinato y aquí de un asesinato político) desde distintos ángulos (aquí presentados en paralelo): ¿Qué ocurrió en realidad? ¿Se perdió una oportunidad? ¿Es ético, cuestionable o válido usar datos de la vida personal de un político para cuestionarlo profesionalmente? ¿A quién benefició todo esto?

Reitman decide ir un poco más allá. En el tono que también es realista, sin usar la palabra “destino” en sus juicios -pudiendo dar a entender que todo el caso fue un asunto de mala suerte o de mal timing– mete nuevo ritmo a su película y al final, cuando las preguntas se hacen cada vez más incisivas (“El que un periódico serio haya usado un chisme para su primera plana no quiere decir que debemos hacerlo nosotros” se escucha por ahí), abre los poros de la cinta  para insinuar con el poder suficiente (pero nunca obvio) que este tipo de cuestionamientos a personas en la mirada pública se hace muchas veces con una saña poco inteligente, con fines nada prácticos… Para nadie.

¿Reitman y The Front Runner justifican la conducta de Hart? No. Pero tampoco están de acuerdo con la forma en que el caso se manejó en los medios y, por supuesto, está en discordancia con los medios que hoy hacen lo mismo con figuras incluso menos importantes. ¿Podría hoy pasarle a cualquiera? Sí. ¿Debatir sobre ello justifica la mala conducta de alguien, quien sea? No. Pero tampoco justifica que ahora los temas privados se manipulen de esa forma, sin debate de por medio.

Callada pero meticulosa esa es la reflexión (compleja) que The Front Runner deposita en nuestras mesas.

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