TIFF 2018. Loro, crítica

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Loro.
Barroco Pop
Por Erick Estrada
TIFF 2018
Por Erick Estrada

Loro, la película narra la vida de Silvio Berlusconi” se anuncia elegantemente en un cartel colocado por todos lados. Silvio Berlusconi es probablemente uno de los empresarios más impresentables en la historia de la humanidad. Pero Silvio Berlusconi es también uno de los políticos más impresentables de la humanidad. De la misma forma Silvio Berlusconi pelea el título de uno de los seres humanos más despreciables y dañinos de la humanidad. Silvio Berlusconi pisó la cárcel con tanta suavidad que nadie recuerda que lo haya hecho. Cosas de los privilegios de las altas cúpulas, privilegios que compran impunidad y hacen de la justicia una toalla que puede desecharse una vez que se le ha usado.

¿Cómo narrar una historia de excesos y desproporciones legales, morales, económicas, humanas, sociales sin caer en lo redundante de un personaje que en cada uno de esos mundos se ha desempeñado de la misma forma? ¿Cómo hacer de esta telenovela negramente aspiracional algo atractivo en pantalla y repulsivo en lo moral?
Paolo Sorrentino lo hace de manera casi meta cinematográfica al enfrentar su propio ego cinematográfico al de Berlusconi.

Ante la oleada de desproporciones en la vida de Berlusconi, Sorrentino construye una ópera cinematográfica de malabarísticas proporciones, en la que sus desplantes y prodigios visuales sirven de filtro para ver, como lo requiere una telenovela desproporcionada como lo es la vida del político en cuestión, un salpicadero de viñetas anecdóticas en las que sí, están las frases y los modos de Silvio, pero que se hunden en marcos de progesterona edulcorada para convertirse en metáforas de sí mismas. Es decir, lo que Silvio ha hecho, lo que ha deshecho, lo que ha dicho, lo que ha provocado, lo que ha derrumbado y lo que cree que ha construido está en la casi nula narración de Sorrentino, que lo acomoda todo como en un sueño en drogas coloridas, en donde nada complementa lo anterior pero en el que sin embargo el sentido se construye de forma geométrica. Es el todo final lo que Sorrentino busca, no la lógica interna inexistente en su propio objeto de estudio, un hombre desproporcionado ante su espejo que sólo busca satisfacer a quien ve todos los días en el espejo.

Era prácticamente imposible narrar o plasmar el enfermo espíritu megalomaníaco de Berlusconi en una historia de sucesos y por ello Sorrentino ha escenografiado una ópera sin límites que debe verse completa antes de ser juzgada.

Para dibujar a este maléfico espíritu lo vemos primero desde lejos, desde la mirada de un hombre que busca contactar a este dios-objeto de la cultura de la corrupción. Así, visto de lejos e inaccesible Sorrentino juega con él el juego del Barroco Pop, recarga el encuadre, mete en cintura al horizonte mismo y despliega sus ejes de acción: los de la recarga visual y auditiva, los de la gala machista cocainómana que se pinta en las telas de una abundancia pasada de moda (Berlusconi tiene todos los pecados del nuevo rico, del nuevo político, del corrupto de siempre) y al mismo tiempo de la abundancia perdida. Con ello entramos al mundo imaginario del proto magnate hundido en mierda de planetas MDMA también pasados de moda. Está ahí la ridiculez del bacanal ultra capitalista (en forma y fondo) en la misma muerte del capitalismo. En medio de los despliegues visuales de Sorrentino, Berlusconi se ve, con todo y su decadente abundancia, como un necrofílico de sí mismo, capaz de creer que el espectáculo de un volcán artificial deslumbrará a sus invitados, incapaz de ver que él, su volcán, sus jardines de aspiraciones de castillos franceses son el zoológico que vemos a la distancia.

El medio es el mensaje.

En su segunda parte, Loro hace ver la picada del magnate ciego y carente de distancias y lo convierte en un dios-menor invocado con las bacanales de excesos de la primera parte. Berlusconi aparece en medio de sus propios humos, recargado de sí mismo en una película que juega a lo mismo, recargándose, reinformado, reinterpretando en una lluvia de datos y revueltas visuales tan pretenciosas como los modos del político.

Ahí está el castillo de plástico minúsculo en el gigantesco jardín del magnate, el volcán cartón piedra que nadie quiere ver en acción como muestra de la desproporción, del performance ininterrumpido en el que Silvio baila cada noche, incapaz de ver la podredumbre de oropel que Sorrentino ha magnificado severamente, arrogante, con colores que explotan antes de ser identificados.

Loro es eso, el Barroco Pop, la Ópera de la desproporción, la tarantela de la arrogancia, el gran guiñol del gigante encerrado en su castillo (ese sacrificio inicial de una oveja despistada), rodeado de espejos, de música a toda caña, de vinos ridículos, de lava de juguete que apenas serviría para calentar el té si ese gigante tomara su verdadera proporción.

No había, creo, otra forma de dibujar al monstruo sino haciendo un monstruo visual de este tamaño. Estilizado, recargado, plata y oro en encuadres desbordados, en discusiones medidas al extremo. Extemo. Extremisma. Extremadamente exagerado. Un monstruo como Loro era lo que se necesitaba.

CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a La gran belleza, película dirigida por Paolo Sorrentino.

Loro
(Italia-Francia, 2018)
Dirige: Paolo Sorrentino
Actúan: Toni Servillo, Elena Sofia Ricci, Riccardo Scaramarcio, Kasia Smutniak
Guion: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello
Fotografía: Luca Bigazzi
Duración: 204 minutos.

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