Animales nocturnos, crítica. Película de la semana

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Animales nocturnos
El desfile de los monstruos
Por Erick Estrada
Cinegarage

Todo comienza con un desfile de bellísimos monstruos. Las cicatrices, las arrugas, las curvas distorsionadas por el tiempo y castigadas por la vida del siglo XXI ocupan un lugar predominante en la pantalla que Tom Ford ha elegido para arrancar una historia que con una estilización más tradicional y de manera inversa tallará los perfiles de otros monstruos, los que habitan y vampirizan (mientras se muerden ellos mismos los cuellos que ocultan en camisas de alta costura que nunca pretenderán pagar) a una ciudad horrorosamente bella, con cicatrices y curvas que han galopado décadas como lo es Los Angeles.

Animales nocturnos inicia así un doble e incluso triple desarrollo en el que navegaremos pesadillas, sueños, desencantos y miedos de alto voltaje.

Por un lado está la bizarra relación que aparece frente a nosotros apenas los bellísimos monstruos de la introducción han quedado congelados en una exposición de arte tan inexplicable como probable. Susan Morrow (una silenciosamente desesperada Amy Adams) se encuentra de repente atrapada con su primer amor (un invisible Jake Gyllenhaal), un ex esposo que regresa en forma de dedicatoria y de novela a contarle una historia que se desdoblará frente a nosotros (escondidos testigos de lo que ocurre en las entrañas de Susan cuando lee lo que su esposo ha escrito pensando en ella) para presentarnos el lado oculto de esta mujer exitosa, impecable, fuerte y dominante. Un lado que sin ataques sensibleros nos la presenta como opresora e inspiradora de la violencia y la brutalidad depositadas en la tristísima historia que su ex esposo le cuenta sin que ella pueda evitarlo porque, ¿se trata de su propia historia?, ¿es una ficción que suaviza con brutalidad el rencor de una relación mal ejecutada?, ¿se mete en su cerebro con un morbo de auto conocimiento indescriptible?, ¿es una historia que le declara su admiración?, ¿una mórbida carta de amor?, ¿una amorosa carta de odio?

La película nos deja esas dudas palpitantes alimentándonos un morbo casi malsano y una necesidad de entrar al lado oculto de esta mujer que para muchos es ejemplar. Al lado, con un sigilo mortal Ford elabora un montaje que jugando con el viejo truco de la historia dentro de una historia desdobla paralelamente un escenario gigantesco (la novela dentro de la película es un vehículo de desilusión y vengativos deseos) en el que como los monstruos de la introducción desfilan y bailan las pesadillas personales de Susan, acurrucadas en su vida de elegancia y mentirosa abundancia (son muchos los millonarios en quiebra en ciudades como Los Angeles) pero que se sienten encerradas (como ella) en un mundo sin emociones, gélido y tremendamente hipócrita. Al mismo tiempo, en ese negrísimo y desértico mar en el que sufren y son torturados los personajes del relato de Edward, crece y madura una historia que, atacando de frente, sin freno pero con una elegancia y dignidad muy útil en estos casos, se reivindica la figura de la masculinidad maltratada por Susan (y probablemente por un mundo ensimismado en correcciones y el deber ser) y que rescata su poder y su impulso precisamente al montarse en el discurso cinematográfico con las reacciones viscerales de Susan, incapaz de responder a los duros golpes de una ficción que le habla de lo que ella se ha empeñado en ocultar.

Si esta historia, adaptada por Ford a partir de la novela de Austin Wright, es una reivindicación de la masculinidad y del, llamémoslo, derecho a la venganza cuando se nos ha negado el de réplica, estamos frente a una reflexión importante sobre el estado actual de los personajes, masculinos y femeninos, masculinizados y no, debilitados y no, en el cine de los Estados Unidos; y con ello estamos ante la oportunidad de re equilibrar los papeles para contar, entonces sí, con historias tan descabellada y monstruosamente realistas como esta, que de la pintura mural de una brutal historia de muerte en el desierto nos lleva al muy comprensible impulso de Susan por querer ver de nuevo al autor de las palabras que, a falta de emociones y de pulsos acelerados en su vida “real”, la ha asaltado minuto a minuto convirtiéndola en el animal protagonista de una noche eterna. La reivindicación surge con la decisión que toma Edward ante ese posible reencuentro, heroica y sacrificial, llena de ira, de ganas de no olvidar (otro derecho que se nos niega de formas tácitamente peligrosas).

Animales nocturnos es así, en su estilización y en sus planos silenciosos en donde se ahogan los gritos y las iracundas discusiones de los personajes en su otra historia, una película no sólo incómoda sino (necesariamente) incorrecta, un salvavidas en el riachuelo de dobles sentidos y satanizaciones de las reacciones viscerales en donde quiere hundirnos la corrección política. Es un dibujo nuevo de lo masculino (que no de la testosterona), de su derecho a la acción inteligente y premeditada, un respiro alejado de la moral, respiro insalubre pero indispensable en medio del aceite de blancura e inacción a donde a veces nos llevan las películas contemporáneas.

De esa misma forma Animales nocturnos es un grito contra las hipocresías, dentro y fuera de su historia, hipocresías que incuban y florecen en ciudades como Los Angeles, el otro gran personaje de esta historia descarnada y supurante. Nada de esto podría haber ocurrido en otra ciudad y en eso Animales nocturnos es para Los Angeles una mórbida carta de amor y al mismo tiempo una amorosa declaratoria de odio.

Animales nocturnos
(Nocturnal Animals, EUA, 2016)
Dirige: Tom Ford
Actúan: Amy Adams, Jake Gyllenhaal, Michael Shannon, Aaron Taylor-Johnson
Guión: Tom Ford
Fotografía: Seamus McGarvey
Duración: 115 min.

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