La Cumbre Escarlata, crítica. Película de la semana

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La cumbre escarlata
La nieve roja
Por Erick Estrada
Cinegarage

 

“Los fantasmas son reales” suelta nuestra protagonista en medio de ambientes de modernidad y atasques en lo más rancio de la conquista del nuevo continente. Mitad del Siglo XIX, las calles sin pavimento, los vestidos largos, las bellísimas contradicciones.

¿Cómo armonizar esas contradicciones en una propuesta autoral que no busca complacer a nadie sino dar cauce a las rojas ideas de una de las mentes audiovisuales más brillantes (u oscuras, depende de qué lado del cine se sienten) que nos ha dado esta etapa de la historia humana?

Matándolas, uniendo lo irreconciliable. “Los fantasmas son reales” dice más que convencida Edith, nuestra protagonista, uniendo de tajo dos mundos que la razón y la lógica lineal nos han dicho que deben estar separados. Así, con una aseveración de talla, que contradice lo que la positividad nos ha inyectado a tinta y sangre, Guillermo del Toro, nos dice que al estar en el mismo mundo da igual si esta historia tiene personajes carnales o no carnales. Lo natural y lo sobrenatural han sido unidos en la primera frase de esta narración y en consecuencia todo lo que ocurra entre ellos es válido y aceptable: los fantasmas no son ni más ni menos… No son siquiera el aderezo de lo que nos van a contar, son parte de ello como un personaje carnal. Las fronteras entre esos mundos han sido destruidas.

En un empuje de autor -brutal para unos, repetitivo para quienes no saben lo que es un autor- Guillermo del Toro comienza a montar una torre de Babel tan improbable como aleccionadora, en la que estos dos lenguajes (lo natural y lo sobrenatural) viajarán en espiral ante nuestros ojos, de una forma tan clásica como una retadora (especialmente en un cine que ha buscado dilatar nuestras pupilas con imágenes embrutecedoras): el uso de las mascarillas que disimulan close ups y que al ser enfrentadas a unos reales le dan a estos últimos (a los close ups reales), un subrayado extra, una significación mayor (ese primer aercamiento a las manos de la aquí divinamente monstruosa Jessica Chastain); el rescate de la otra mascarilla, la que emula un corte por obstrucción de derecha a izquierda en línea recta, y que nos devuelve a la ensoñación en la que parece que leemos a El laberinto del Fauno (España-México-EUA, 2006) en lugar de estar viendo enloquecedoras imágenes en movimiento.

Ahí de nuevo dos mundos, el del que lee y el del que ve y oye. La conexión a la novela romántico-gótica se deja caer sólida cuando ante lo que era una sospecha surgida de estas pistas visuales, se confirma que esa misma mujer blanca entre las blancas (una porcelanizada Mia Wasikowska vestida en colores clarísimos) prefiere compararse a Mary Shelley antes que con Jane Austen. ¿Más? Su enamorado es un admirador de Sir Arthur Conan Doyle y de los métodos de su Sherlock Holmes, también rebotando entre la ficción y la ciencia ficción (Frankenstein de Shelley es en sentido estricto ciencia ficción), incapaz de desarrollar sus teorías y deducciones más fundamentadas atorado por las ineficiencias tecnológicas de su tiempo.

Y la historia ni siquiera ha comenzado.

“Los fantasmas son reales” sirve desde el segundo cuarto de esta narración no sólo para decirnos que en lo que se nos va a contar valen ellos tanto como la ultra aplicación de la tecnología de Doyle, que vale tanto el monstruo como el Dr. Frankenstein, sino para advertirnos que esos fantasmas son una materialización (o desmaterialización, depende de qué lado del cine se sienten) del pasado de estos personajes, de todos nosotros.

El pasado aparece (no hay otra forma de decirlo, ni siquiera hablando del Fantasma de las navidades pasadas) para prevenirnos del futuro. ¿Se puede? En un universo en el que lo sobrenatural y lo natural han sido unidos con la primera f(r)ase de la historia, sí. El futuro se ve entonces tan fantasmal como las apariciones de esa casa/metáfora/expresionista en la que desde la segunda mitad de la película nos encierra un Del Toro que se rebasa a sí mismo mientras llena de auto referencias una (desde ahora) violenta (o violentísima) historia de amor.

Todo quedará unido irremediablemente (como en el amor) en un micro cosmos -entre Lynchiano y Buñueliano- en esa cumbre escarlata de nieves rojas, evidencia de que existen dos mundos, unidos pero separados-; entre las negras ropas de Lucille (Chastain, hada embrujadora) y las blanquísimas prendas de Edith (Wasikowsa, ilegalmente seductora); entre el blanco natural de la nieve y el rojo que la casa Sharpe (¿o deberíamos decir Usher?) extrae desde sus propios infiernos (¿dijimos ya que es un escenario expresionista?); entre la belleza asumida de las mariposas wasikowskianas y la regoderta retrobelleza de las polillas chastainianas, casi vampiros de luz, casi insectos de triste belleza, invasoras de una casa que viaja a las profundidades.

Y el pasado se sigue haciendo presente, una advertencia de que esos límites que chocan provocan hecatombes que si bien no han sido señaladas como malévolas son, a fin de cuentas, hecatombes.

Del Toro las deja ahí, a media obviedad entre las fáunicas corrientes de sangre ceremonial que recorren el camino que abre las puertas del subsuelo y los sótanos enfantasmados de un espinazo diabólico, espejeado en esa fábula de una Guerra Civil hambrienta de almas. La referencia autoral está ahí aunque sabrá repetitiva a quien busque justificar que los fantasmas (El monstruo, Shelley, “Los crímenes de la calle Morgue”) no son reales cuando sabemos que viven al lado nuestro (Victor Frankenstein, el Poe más Doyle que hayamos leído).

Desde ese momento la película se bifurca de nuevo y ese pasado, tormentoso (o monstruoso, depende qué lado del cine se sienten) se desvela ante los ojos de nuestra Shelley (en el terreno “sobrenatural”) o de nuestro Holmes (en su ciencia criminológica más depurada). Las extracciones de las raíces ocurren al mismo tiempo desde polos distintos en un acto hipnótico en el que -de no haberse rendido antes- habrá quien piense que se trata de un engaño barato.

No lo es.

Tan pronto como esta narración de bifurcaciones criminales, de engaños y mentiras que son casi verdad puede empezar a desvariar (¿la mentira es un fantasma de lo que no ocurrió? ¿una narración de hechos que se ha quedado en el limbo hasta que alguien pueda prestarle un par de tímpanos a un cilindro de vinil?), Del Toro nos aterriza otra vez en una novela gótica en la que los nervios del monstruo seductor se dejan escuchar en el rechinido de la vajilla de po(e)rcelana. La verdad, entonces y sólo entonces, se deja ver atractiva y repulsiva a la vez y se nos dice a la cara, brutalmente y con el cabello de la Chastain suelto y arrogante, que el horror que aquí vemos no es sino producto del amor. ¿Cuál de ellos, horror o amor, es la mentira? ¿Qué es, entonces, la mentira?

Caen lágrimas de sangre, la nieve se pinta de rojo tan razonable como inexplicablemente. El sótano del espinazo resurge palpitante y los canales rojos del Fauno hambriento pintan un mapa no para salir sino para entrar más en este laberinto de amores en penumbras… Como todos.

La pluma ensangrentada que Edith desenvaina es la única respuesta que tiene ante el irrebatible desvelo de la realidad que la rebasa en sus ansias de convertirse en narradora. Lucille le escupe que ante lo que ve cualquier intento de imaginarlo es insensato: “¡Y tú pensaste ser una escritora!”.

El círculo de la historia se cierra cuando incluso ante los ojos más ciegos queda en evidencia que los fantasmas cumplen aquí un papel y no buscan distraer nuestra atención, que son reales como los amores en penumbras y que el pasado amenaza tanto como una pareja de asesinos en serie que buscan incansables los cimientos de su casa en ruinas.

La cumbre escarlata es el escenario de una de las historias de amor más violentas que hayamos experimentado… Y no es siquiera la historia evidente del crimen alcanzando las profundidades que entintan la nieve que las razones cortas califican como pura. Es otra.

Pobres de aquellos que vengan a esta ceremonia en busca de una historia de terror. Si los fantasmas son reales, el terror somos nosotros mismos.

 

La cumbre escarlata
(Crimson Peak, EUA, 2015)
Dirige: Guillermo del Toro
Actúan: Charlie Hunnam, Jessica Chastain, Mia Wasikowska, Tom Hiddleston
Guión: Guillermo del Toro, Matthew Robbins, Lucinda Coxon
Fotografía: Dan Laustsen
Duración: 119 min.

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