FICM 2015: 03

0

FICM 2015: 03
La nueva
juventud
Por Erick Estrada
Cinegarage

Así se vio y se vivó la tercera jornada del FICM 2015.

Sopladora de hojas
La competencia mexicana siguió esta mañana con La sopladora de hojas, una comedia casi surreal y escurridiza que retoma mucho de lo depositado por Temporada de patos de Fernando Eimbcke (la referencia forzada cada vez que se habla de comedias críticas en el universo juvenil) pero dándole el revés con un descaro que le queda además muy bien.

Tres amigos entre adolescentes y preadultos vuelven de su juego de soccer dominical y al cruzar por el jardín del barrio uno de ellos pierde el llavero entre las hojas secas del otoño.

Desde ese momento Alejandro Iglesias Mendizábal juega con todas las trampas posibles para que sus tres mosqueteros (la secuencia del duelo de escobas es quizá la mejor parte de la película y la que pasará de largo para quienes no sepan detectar ahí el corazón de la misma) no puedan escapar del jardín y para que al mismo tiempo nunca veamos en realidad que busquen el famoso llavero.

A partir de entonces serán nueve los capítulos que a media tinta entre unos caifanes en reversa (esta es más una pandilla infantil que un enfrentamiento de clases sociales y aquí la camaradería permite la comparación) y un humor ligerísimo y grato, Iglesias repase sin muchas complicaciones (aunque el trabajo entregado no es para nada simple) el placer de la extensión del tiempo, muchas veces a través de conversaciones que parecen fuera de toda lógica, en un mundo en el que lo inmediato y el ahora nos tienen secuestrados; está también la profundidad de los sinsentidos en un mundo lleno de conversaciones que a veces omiten las descripciones en favor de una imagen (real o artificial) que sustituya el dibujo a través de las palabras.

En esos momentos es cuando de nuevo se le puede conectar con Temporada de patos y esos discursos inundados de canabis en donde sin decir mucho se hablaba de todo.

Iglesias a veces se regodea en los logros que paso a paso da su película pero no tarda en soltarla de nuevo en un juego de imaginaciones y realidades que se atrapan una a la otra para permitir la transformación de personajes a los que más de una vez dimos por perdidos: es decir, a pesar de una historia que parece completamente lineal e inevitable, las sorpresas están a la orden del día.

La oda a esos sinsentidos luminosos, a un humor que nos lleva cada vez más dentro de esa pared sin paredes que primero es el parque, después la juventud y al final la infancia, la consigue Iglesias con un guión tan trabajado que muy pronto en la película tenemos ya un micro universo interno que permite bromas hacia adentro -íntimas en consecuencia- y que nunca volverán a funcionar fuera de la película.

¿Refrescante? Sí. ¿Novedosa? No tanto. Y sin embargo Sopladora de hojas logra que lo que películas como Somos Mari Pepa sugerían débilmente casi por error: la camaradería, la perpetuación de una juventud menos entregada al presente perpetuo en que vivimos, la revolución personal a ritmo de rock (Jessy Bulbo sonó por segunda ocasión en una película del festival), el derecho y la casi necesidad de dudar de lo que se quiere hacer el resto de la vida cuando apenas se tienen 20 años. Peor aún si se tienen menos.

 

The Lobster (película de un muy joven director)
¿El mundo ha llegado a su fin? ¿Estamos ante el replanteamiento de la civilización o se trata de un truco en el que todos hemos quedado desnudos, y los modos y falsedades de la correción política se han desvanecido para que podamos dar rienda suelta a comentarios y acciones que alguien más consideraría desafortunadas?
¿En The Lobster nos enfrentamos a un mundo parecido al de Naranja mecánica, materializción estilizada de la Guerra Fría y de un mundo dividido por dos ideologías igualmente tontas? ¿Será que todos nos hemos dado cuenta que el amor en realidad no existe y que en consecuencia tenemos que encontrar la fórmula para que los humanos no desaparezcan del planeta? En esas circunstancias ¿aquellos que se resisten a formar una pareja y tener hijos, a vivir solos, se han convertido en rebeldes, trasnochados, visionarios, todas las anteriores?

La sorpresa de la secuencia inicial de The Lobster es el mejor resumen que una película puede hacer de ella misma, un haikú incómodo y violento que nos deja ver que lo que Lanthimos nos va a contar es una historia de amor sin amor, en la que las parejas pueden decirse que no quieren serlo más y en la que veremos cómo el mundo ha sidio arrastrado durante siglos por una idea tan abrumadora y volátil como el amor.

Y no.

Porque también es posible que Lanthimos desarrolle, efectivamente, un escenario post apocalíptico o de civilización dictatorial en nuestro futuro, que al mismo tiempo sepa a Farenheit 451 de Truffaut o al Alphaville de Godard. De hecho, cuando vemos que quienes viven en pareja se enfrentan (literalmente) a quienes no quieren sino estar solos; cuando quienes escapan de una ideología a la otra son perseguidos, aparece algo muy cercano a esos bomberos pirómanos de un mundo en el que están prohibidos los libros.

Por otro lado, Shostakóvich y Beethoven irrumpen entre las palabras de David -nuestro atormentado personaje central- como lo hacen muchas veces los truenos de metales igualmente clásicos en Alphaville y, en muchos otros Godards. Esa escena de la ejecución en la piscina ante los ojos de Lemmy Caution y esa narración de parte de una supercomputadora que ve y controla todo, tiene un espejo emocional y en positivo en la película de Lanthimos (recordemos que Alphaville es en blanco y negro y The Lobster está llena de bosques llenos de color).

Y aún así es complicado dirigir una definción del mundo en The Lobster sin que el absurdo que la inunda y que consigue momentos de sublime comedia crítica y punzante, suene a mal absurdo: David llega a un hotel en el que, en un estilo más parecido al boot camp militar que al spa de relajación y disfrute sexual, la gente que no quiere estar sola va en busca de pareja con el agravante de que, si no lo consiguen en un término de 45 días, serán convertidos sin remedio en el animal que ellos mismos elijan. En el bosque alrededor del hotel habita una tribu que aunque están en grupo decidieron no hacer parejas entre ellos y unos procuran demostrar que los otros viven en el error.

Lo que Lanthimos presenta en medio es, además del error, el horror.

En una comedia espeluznantemente bien trabajada, apoyada en las gélidas actuaciones de un reparto espctacular en el que Colin Farrell saca la casta sin esfuerzos, Lanthimos enreda en este poste -que es a la vez su propia Guerra Fría, su propia reconstrucción de la Europa actual- reclamos que en su película llena de absurdos suena efectivamente así, pero que recontextualizada en el hipócrita despliegue de buenas maneras y de presiones sociales por tener a todo mundo dentro del mismo marco, saben tan reales que hacen temblar.

Al ver que la búsqueda de pareja es tan inútil como forzada en tales circunstancias, al detectar que la tendencia social (el hotel, la empresa) es emparejarnos de manera perfecta y perpetua (algo imposible en cualquier de las situaciones planteadas) David opta por probar el otro lado, acercarse a quien de entrada parecería no estar tan cerca de uno y dejar que el tiempo haga su trabajo. Logan’s Run surge también de entra la espesura del bosque.

Si uno elige el escenario postapocalíptico (la película entrando a su tercer cuarto sigue siendo deliciosamente indescriptible) la situación se vuelve un llamado de atención para que en sociedades que presionan tanto para meternos al margen y que señalan con tanta fuerza a quienes deciden -por ejemplo- no tener hijos, se levante un muro de protección al derecho a estar solos, a disentir, a no enamorarse o a hacerlo sin buscar tener hijos (“en caso de que una pareja nueva no pueda resolver su problemas elementales se les asignarán hijos” se dice en la película). Y también al derecho de enamorase ciegamente siempre y cuando se acepten las consecuencias.

De un lado se desarrolla una historia de amor (la de David) tan típica como novedosa y del otro, Lanthimos rescata el tema de la conversión en animal animalizando a sus enamorados hasta llevarlos al límite de despojarlos de lenguaje verbal, un truco que además de radicalizar la idea de un mundo oprimido, le servirá para detonar un final que reafirma la idea de la estupidez de la pareja perfecta y que, sobre todo, de que el amor es una invención dolorosa, la entrega total un acto de fe y los finales felices tan inverosímiles como la esperanza de encontrar al ser amado en un hotel/empresa/iglesia/campo de entrenamiento militar.

Cierto, The Lobster cae casi por completo entrando al tercer cuarto. Las acciones se repiten, las emociones se enlodan, el humor se adormece. Pero al recuperar el paso en su capítulo final, este himno al derecho a no enamorarse, esta advertencia ante las consecuencias del amor total, de la ceguera que este produce, usa el mismo lenguaje oculto que sus protagonistas han desarrollado frente a nosotros para dejarnos una ofrenda como lo hacen los personajes entre ellos, ritualmente, ceremoniosamente.

Nadie ha prohibido aquí que nadie se enamore pero -después de esta travesía montados en la espalda de Yorgos Lanthimos– pensemos de nuevo en esa incómoda y violenta secuencia inicial y ya con nueva información saquemos nuestras conclusiones.

¿El amor es un escape de la soledad o viceversa?

La película ha terminado.

 

Juanicas
La apuesta de Karina García Casanova es grande: a través de la recreación de la historia de su familia, narrada por ella misma no sólo desde la dirección de este documental, sino desde la voz que acomoda las piezas, contará con cierto y muy muy ligero enfoque social lo ocurrido a su propia familia en la que ella juega el papel de miembro más pequeño.

Estamos, sin embargo, centrados de manera muy clara y a los muy pocos minutos, en una narración que poco a poco se concentra en la figura de su madre y su hermano mayor, ambos diagnosticados con transtorno bipolar y ambos, por cuestiones obvias, figuras dominantes en el desarrollo de Karina García.

La recreación es lineal, casi periodística pero ciertas novelizaciones le permiten a García Casanova plantear conflictos emocionales de quien narra y que poco a poco toma, precisamente por ello, un papel fundamental en este documental que adquiere ya tintes que pueden (y ojalá no lo hagan) interferir con la recepción del mensaje.

Muy lejana de la falseada pero muy efectivo distanciamiento de trabajos similares como la estupenda Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (México, 2008) de Yulene Olaizola (en donde a su manera Olaizola se convierte también en personaje de su narración), en Juanicas García Casanova decide dar el salto mortal para aparecer de repente como centro involuntario de su narración a través de un interrogatorio frontal a su madre en donde la directora misma confronta y acusa, señala y marca, con evidente enojo y fastidio ante la situación que recrea.

Efectivamente, muchos documentalistas aparecen a cuadro trabajando su historia. Lo que tenemos que ver en Juanicas es si esta historia que podía hablar de muchas cosas (entre ellas la necesidad de que los planes de seguridad social incluyan transtornos psicológicos como parte de su cobertura, algo que habría transformado por completo y para bien la profundidad de esta película) no se desvirtúa y se encarrila en el discurso expiatorio o autoexpiatorio, en un diario de reclamos, rebasando demasiadas fronteras entre la llamada realidad y la llamada ficción. No es precisamente un problema ético, pero podría considerarse como tal y eso siempre será en detrimento del trabajo presentado.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *