FICM 2015: 02

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FICM 2015: 02
Del cine bien hecho al mal intencionado
Por Erick Estrada
Cinegarage

La competencia mexicana abrió con Un monstruo de mil cabezas, una pequeña tragedia urbana filmada con extraordinario oficio desde el ojo de Rodrigo Plá y la lente de Odei Zabaleta que entre imperceptibles movimientos de cámara, estupendos juegos de espejos y de apertura de espacios (esa secuencia inicial en la que las luces nos dicen quiénes están y en dónde en el arranque de esta dolorosa aventura), nos introducen poco a poco en un efecto bola de nieve de alcances dramáticos brutales.

Poco a poco, conforme estos espacios nos dejan ver también a nuestros distintos personajes, aparece en el horizonte una bifurcación en la narración que acomoda mucho de la emoción que al terminar el primer capítulo de la película comenzaba a hacernos falta.

Esto que vemos nos dice Plá con angustiantes voces en off (más por lo que dicen que por cómo lo dicen) es en realidad la narración de varios personajes que poco a poco descubrimos compartiendo los trozos de la historia todo en un espacio encerrado, un mini Rashomón que lejos de buscar darnos varios puntos de vista de la misma historia en una búsqueda de la fragilidad de la moral humana, intenta construir una  narración en la que las falsedades y lo trágico de lo cotidiano se expresan al conocer lo que Sonia Bonet (una mujer que empuña un arma ante el sistema) tiene que sobrevivir buscando que el seguro médico que por años ha pagado sirva para un tratamiento urgente a la enfermedad terminal de su marido.

Nada complicado diría un director sin oficio mientras a través de su rigor Plá hace a esta casi minimalista historia una bola de demolición (que comenzó como bola de nieve rodando cuesta abajo) en la que las fracturas de la sociedad contemporánea se dejan ver en los ojos mentirosos y frases de escape huecas y oportunistas de doctores y abogados que, trabajando para una gran empresa de seguros, buscan evitar que ésta suelte un solo peso a sus beneficiados.

Es decir, lo que vemos es un flashback (dramatización dirían los mal informados) de aquello que los personajes reunidos cuentan a alguien encargado de recrear todo, una especie de flashforward que al enfrentar ese futuro y ese pasado en nuestro presente dota a la película de una atemporalidad brutal: esta historia ha ocurrido siempre, con bancos, con aseguradoras, con empresas y accionistas, con Ladrones de bicicletas y Rossellinis y, trágico sentimiento, seguirá ocurriendo. Como esas voces en off el futuro nos está susurrando algo al oído.

Para dar acento a esta narración detrás de la historia Plá y Zabaleta se dan el lujo de meter en segundo plano una acción que resulta fundamental mientras en primer plano otra -que en una narración más tradicional tomaríamos como indispensable- queda fuera de foco, opacada. Gran jugada de apuestas a nuestra inteligencia y de descoloque emocional que aceitan la maquinaria que ya corre a toda velocidad. El foco selectivo se convierte en otra voz susurrante en una historia que ya no deja ver que haya vuelta atrás.

Sonia sigue caminando en ese trayecto sin retorno, redondea con casualidades y eventualidades que si bien se dan ciertas libertades no saben nada extrañas y nos deja ver el nivel de la situación de Sonia (atrapada, encapsulada en su tragedia que es la de muchos) cuando la encierra a “pensar una solución” en un coche robado que en el encuadre queda oprimido y casi suprimido por la presencia de gigantescos edificios corporativos.

Cuando nos damos cuenta de nuevo que esta situación trágica y dotada de absurdos luminosos es compuesta por testimonios de los participantes, es inevitable recordar también a Canoa de Felipe Cazals, otra tragedia popular igualmente vinculada al neo-realismo italiano -quizá más directamente que la película de Plá– y que se redimensiona no sólo por estar basada en un caso real sino porque igual que Un monstruo de mil cabezas (y como había hecho ya a su manera Ladrones de bicicletas) es algo que ocurre todos los días, a los pies de los edificios corporativos que muchos deciden admirar antes de cuestionarse todo lo que ocurre adentro.

 

Amy
Asif Kapadia nos tiene tomada la medida. Regresa el material de archivo que en Senna era primordialmente periodístico y que en el caso de la película que nos habla del ascenso y caída de Amy Winehouse es familiar. Regresa el movimiento casi imperceptible en el que para pasar de la descripción a veces enamorada a veces justa y equilibrada de la personalidad del retratado (aquí se trata de una retratada) a la reconstrucción del lado trágico del personaje (conocemos ya el oscuro y triste desenlace de Winehouse de la misma forma que conocíamos las violentas circunstancias de la muerte de Senna).

Bien, si no estuviera tan mal. Formalmente ese uso del material de archivo que si bien es retocado y digitalizado para alcanzar la mejor definición posible (especialmente si hablamos de que esto será proyectado en una pantalla de cine) nos obliga y somete a imprecisiones tanto de encuadre y enfoque de quien en ese momento sujetóla cámara, se trate del padre de la cantante, de su mánager o de su novio, dos de los cuales parecen haberlo hecho en busca del registro de algo que saben los inmortalizará indirectamente una y otra vez para uso (y hasta parece disfrute) de quien reacomoda las piezas una a una.

En el fondo, esa premeditación en el registro de situaciones que con otros rostros habrían pasado desapercibidas, ensucia de morbo a la película casi de la misma forma como ocurrió en Senna; conocemos la historia, sabemos el desenlace, vivimos el acoso de la prensa y del mundo pop a una figura en caída libre como Winehouse. No tenemos necesidad del desvío de nuestro primer tema para centrarnos después y con insistencia cuestionable en el lado oscuro que de hecho contradice todo lo planteado en la primera tercera parte.

Kapadia repite el truco y caminando en la cuerda floja oculta la obviedad de su morbo y tiroteo a nuestra sensibilidad y pasa de la construcción de la poderosa personalidad de una cantante que por mucho tiempo ignoraba su propia cualidad, a un derribo brutal y oscurecido con la autodocumentación enfermiza de su padre y novio que nos meten a un tema completamente distinto.

La mejor reflexión de esta película llega de hecho desde afuera, al ver cómo la autodocumentación se ha convertido en un fenómeno tan aceptable que ahora prácticamente todo mundo lo practica sin medir las consecuencias. De ahí que mucho de ese proceso de auto registro termine después por beneficiar a cientos de industrias.

La del cine a través de estos experimentos formalmente imprecisos (de origen) y melancólicamente manipuladores (en el fondo) y este documental desgraciadamente es prueba de ello.

 

El hombre que vio demasiado
Conozcan a Enrique Metinides, el fotógrafo de la desgracia en México.

La ventana comenzó a abrirse hace años y ahora Trisha Ziff la deja abierta (quizá demasiado, ya veremos) para que el país y el mundo conozca a uno de sus personajes más particulares.

Enrique Metinides es el famoso fotógrafo (entre obseso y harto) de la nota roja en México. Autodidacta desde la infancia, con un ojo retorcido y artístico, opacado por la naturaleza de los medios en que colaboró, es el objeto de entendimiento (esta película afortunadamente no es un análisis) de Ziff que deja que sea el mismo Metinides (como lo llama todo mundo) quien nos cuente la serie de desastres in(a)fortunados (sé que la palabra no existe pero necesito escribirla así) que permiten que ese ojo encuentre la estética de la desgracia. Lo mejor, ese ojo es también capaz de promover la desgracia y volverla potable en un mundo que ha querido negarle cabida a pesar de que ese mundo es resultado de múltiples accidentes.

Metinides no se queda atrás. Nacido en México después de que sus padres tuvieron que perpetuar su luna de miel cuando se encontraban en Veracruz tras el estallido de la guerra griega, conoció a su primer cadáver de la forma más casual y más violenta: un custodio de la morgue le mostró a un hombre decapitado con la naturaleza de quien trabaja con la muerte a diario y se contrasensibiliza a ella con el roce con lo cotidiano.

A partir de ahí Metinides entra a los terrenos que Dan Gilroy exploró con una ficción brutal pero poco gráfica en Primicia mortal y que definen una historia llena de muerte, una muerte que desfila ante los todavía inocentes ojos de un hombre ya jubilado. Nada de Jake Gyllenhaals relamidos y delgados persiguiendo a las noches de la violencia urbana. Metinides es regordete por la edad, duro a golpe de trancazos a su pupila de parte de eventos que, como bien se dice en la película a fuerza de haberlo sugerido una y otra vez, momentos que todos queremos olvidar pero contra los que no podremos luchar, en parte por el trabajo de este fotógrafo.

Ahí están las enormes cualidades de esta película, nos deja ver las contradicciones en la mirada de Metinides (quizá abuse en ese plano final pero…), nos permite ver el peligro encima del peligro: la muerte que se impregna en el alma y la memoria de quien ha retratado lo que los humanos hacen en su sobrenatural estela.

¿Los fantasmas existen? Tendríamos que preguntarle a Metinides, que en medio de las tormentas sometidas de su mente y de su memoria, dedica el tiempo libre a su colección de juguetes, unos que en otra circunstancia serían considerados joviales pero que aquí, acomodados y movidos por un hombre acostumbrado a su versión real se convierten en un bajo mundo iluminado y naif por convicción más que por deformación. Jugando con bomberos, ambulancias, policías, Metinides es otro Burton que toma ese salvadidas. All ver su mirada triste por lo que no puede evitar recordar, por el arte de la mutilación y la violencia, resulta necesario, vital, un chaleco antibalas (sus juguetes) para practicar una profesión (el reportero y el reportero gráfico) que le ha dado la vuelta a la tortilla por razones tan absurdas como desconcertantes: el reportero, el reportero gráfico, pasó de detectar el paso de la muerte (como lo hizo Metinides) a sortearlo; ahora es una profesión extremadamente peligrosa en un país como México.

 

El paso
El tema se deposita de golpe al comienzo de este nuevo documental de Everardo González. Lo hace sólo para después dejar que las historias que se contarán a sí mismas se desenreden con violencia tácita, la de la memoria que cuenta una y otra vez por qué gente común y corriente se ha visto forzada a dejar su casa en México para pedir asilo político en Estados Unidos.

Las amenazas del narco, las ineficacias gubernamentales, la corrupción de un gobierno que prefiere a su gente más callada que protegida han provocado un éxodo ocultado por los medios y que ahora Everardo González con rigor extremo pero acercándose a un documental más “tradicional” que al que acostumbra, trae a la superficie con nombres y apellidos, pariendo historias que se nos terminaron pronto pero que aquí, en encuadres que parecen callados pero que en realidad no lo son, se extienden hasta el presente de incertidumbre en la que viven los casos registrados en El paso.

En el documental hay dureza y elegancia al mismo tiempo, sin las obviedades que manchan otras narraciones que busca el shock antes que la reflexión, el gran regalo de El paso: al contarnos la historia de aquellos a quienes siguen contando la suya a un país que les ofrece lo que este les niega (¿son ellos la otra dolorosa migración?) nos hace conocerlos diciéndonos que debimos haberlo hecho en tiempo real, mientras su caso, hoy en las cortes de la nueva cultura fronteriza (la del narco, la del otro intercambio migratorio), se desarrollaba ante nuestros ojos.

El remate, así, sin deslumbrarnos en la superficie, sin señalarnos ni sentenciar nada, es igualmente duro y elegante. Estos hombres y mujeres que en El paso buscan escapar de una guerra que como todas nadie pedimos -la que se desarrolla con(tra) el narco- no pueden ser olvidados pues nunca los habíamos conocido.

Everardo González los trae hasta la pantalla del cine.

 

Dos monjes
El remate del día, ya cercana la media noche, se hizo con la obra maestra de Juan Bustillo Oro Dos monjes, prodigio del primer cine mexicano en forma en el que desde el expresionismo (en forma) hasta el gótico melodramático más tradicional (en fondo) bailan frente a nosotros con luces y sombras que en la pantalla grande se redimensiona y, de paso, reacomoda a otra propuestas que presumen de provocar sobresaltos antes que de una búsqueda formal, estética, de estampidas de negros que ocultan a unos blancos que pelean a muerte por una esquina del encuadre.

Un disfrute brutal que sólo se compara con la función de Lumiére! con más de 100 películas de un minuto realizadas por Louis Lumiére que tuvimos este mismo día comentadas por Thierry Frémaux, Director de Instituto Lumiére en Lyon, y que comentaremos a fondo en los programas que desde el FICM realizamos con Puentes.

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