FICM 2014-5

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FICM 2014-5
Las oscuras primaveras
Por Erick Estrada
Cinegarage

Martes intenso y de sorpresas en el Festival Internacional de Cine de Morelia. Todo arrancó con la sorpresiva Hilda (que en una de esas le roba el premio del público a la ya comentada Eddie Reynolds y los Ángeles de Acero. Después, la llegada de Ernesto Contreras y su película Las oscuras primaveras.

Hilda.
La película de Andrés Clariond es una especie de Frankenstein cariñoso en el que entran en una caja hecha de muros y escaleras (la casa en la que ocurre prácticamente toda la acción) desde la comedia ligera y la comedia negra, hasta un casi thriller de torturas psicológicas y un retrato social en ¿alegre? metáfora depositada en los no menos cálidos hombros de Verónica Langer y Adriana Paz.
En una historia que repta (tiene sus tropiezos y sus acartonamientos) entre la relación de Hilda -una de las chicas de servicio en una casa de la clase alta mexicana, esa de roces políticos y conectes- y “la señora de la casa” para llegar a un casi absurdo explosivo final en el que todo lo acumulado en el camino estalla prácticamente sin control, la película es sobre todo un estupendo relato de la perezosa y mal acostumbrada clase “educada” mexicana que con tan poco tacto y aún menos progresismo practica la esclavitud social.
En algún momento de esta comedia la oscuridad salta y la mente de la señora implosiona revelando una fractura mental en la que se acomodan y revelan distorsiones que la llevan a torturar psicológicamente a Hilda. Todo arranca con la petición a Hilda para quedarse un fin de semana en lugar de permitirle salir a ver a su pareja y a sus hijos y atender a la ya para entonces famosa y ligeramente desquiciada señora de la casa.
A partir de ahí y concordando con el secuestro del hijo de la familia (un pretendido escritor que padece la casi separación de sus padres como si tuviera seis años) Hlda sufre un secuestro tácito de parte de sus patrones y es obligada no solamente a cumplir su parte del trato (no contrato) que estableció con ellos como asistente doméstica, sino a entretener a la señora y servirle de cruel divertimento, casi como una de esas muñecas a la que las niñas caprichosas descabezan y mutilan.
En ese encuentro de los dos secuestros es donde probablemente la película tiene sus mejores momentos. El toque de retorcimiento psicológico en el que la señora decide transformar físicamente a Hilda y después prohibirle por segunda semana salir de la casa, evoca no solamente al secuestro de su hijo (situación que parece no provocarle ningún tipo de reacción) sino que es uno de los señalamientos que (intencionales o no) se detectan en la película.
Quedan puestos ahí los trabajos de más de ocho horas en casa de los patrones, la práctica pertenencia de sus cuerpos y almas que deben estar llistos para servir cenas a altas horas de la madrugada, la carencia de beneficios sociales.
Al darnos cuenta de que todo ocurre en una casa de altos muros, de esas convertidas en fortalezas para vivir separados del resto del mundo, está también señalada la división social, los miedos entre sus miembros, una oleada de defectos que han hecho de este país un mapa fracturado y psicótico, como parece serlo la mente de “la señora de la casa”, perdida en sus terrenos y autoconvencida de que lo que hace es lo correcto.
De seguir encontraríamos también un faro de denuncia ante la ignorancia de las autoridades ante los secuestros de gente común y la atención especial que le presta a los secuestros de gente influyente y que a su vez encaja con todos los problemas descritos antes.
Así, este Frankenstein-Hilda es no solamente una más que decorosa ópera prima o una mezcla afortunada de géneros que de entrada deberían estar separados, sino una narración concisa (aunque con varios tropiezos de tiempo que deberán ajustarse con la experiencia) y un duelo actoral prácticamente a mudas (como en toda buena película los diálogos pueden eliminarse sin ningún cargo de conciencia) entre Langer y Paz, entre la pasividad y la sumisión, entre la locura y los vicios sociales (este país está loco y lo demuestra con malas constumbres como las que oprimen a las trabajadoras sociales), entre la risa y la vergüenza, entre la rebelión y la fiesta burguesa.
Las oscuras primaveras.
Ernesto Contreras engtregó, como se debe, una película que nos exige, de encuadres que enrarecen a los personajes -o los coloca de cabeza casi en plena presentación, que los acuesta cuando deberían estar de pie- para plantear otra extrañeza, la irresistible atracción entre Pina (Irene Azuela, sorprendente) e Igor (José María Yazpik), de esas quen surgen como el monstruo detrás de la puerta: desconocido  e imposible de frenar.
El problema es que ambos, sabiendo de esa atracción, están concientes también de las cadenas que los atan tanto a su vida cotidiana como a su pasado, un sentimiento frustante y frío como el invierno en que se desarrola la historia.
En esos días fríos y noches largas la atracción entre Pina e Igor se transforma más en un duelo sexual salpicado de desencuentros. Ella víctima de un mosntruoso por confundido hijo en eterna busca de su ausente padre. Él amarrado no sabemos por qué artes a una mujer gélida, enamorada de sus métodos e inconciente de la existencia de Igor.
Sabiendo eso, Contreras desarrolla con pulso venenoso (hay muchas sutilezas como para llamar violenta a esta película) una película de escenas, acciones, reacciones, pulsiones, emociones y sensaciones adultas. Del fastidio al encuentro sexual de escapada, los personajes transitan entre los días del invierno para pavimentar el escape a la libertad, aunque ello implique deshacerse -conciente o iconcientemente, literal o figuradamente- de aquello que los ata a su pasado: el hijo de Pina, la esposa de Igor.
Violencia contenida que encaja con los encuadres descritos y esos colores plomizos de la película. Suspenso hogareño que huele a gas de encierro, de ese que puede explotar pero del que todo mundo niega su existencia. El destino cruel que de repente nos hace creer que el hijo de Pina y la esposa de Igor escapan cuando en realidad se dejan abatir ante las pasiones de esos dos personajes que ven aumentada su hambre con los desencuentros.
Para la mitad de su narración, esa potencia y ese pulso, ese discurso visual cuidado y zumbante (las atmósferas se enrarecen de repente y nos hacen creer escuchar las lucers fluorescentes), todos los personajes de la historia parecen estar al borde de sus propias pasiones desboradas: el niño que esclaviza a su madre confundido ante su frustración, la esposa que acorta la cadena de Igor quien a su vez se llena de rabia contenida al no detectar la luz al final del túnel.
Y de repente llega la primavera, las cadenas se sueltan detrás del saqueo de la que esta inexplicable pareja de la clase media baja (otro mérito de la película) hace víctimas al hijo y a la mujer que, efectivamente tienen nombre pero que para efectos de la narración podrían ser perfectamente ignorados. Todo implosiona con la promesa de mejores y más largos días, de colores más cálidos. Los ensayos para la llegada de la nueva temporada (tan ingenuos como los que se hacen en las escuelas) dejan sin embargo un rastro fugaz y de suficiente decadencia como para, a pesar de ver juntos en la cama a esta pareja inexplicable que son Pina e Igor, saber que la llegada de la primavera será oscura, casi negra.

Café.
Si bien en su ficción Mi universo en minúsculas Hatuey Viveros nos dejaba divagar en los raros ambientes que encontró en la Ciudad de México con una inclinación cariñosa a la contemplación (su personaje le daba el pretexto perfecto), en Café cae casi de lleno en el esquema pero hay que decirlo, el movimiento le viene bien.
Cuetzalan. La comunidad habla frente a nosotros en una cotidianidad que es el mantel sobre el que la verdadera narración, mínima pero eficaz, se desarrolla.
Concemos los aromas y los humos de la casa de Jorge Antonio Hernández Desion, su familia, el duelo por la muerte de su padre, la ceremonia que toda la familia prepara para conmemorar su muerte, la hermana, el abuelo, las inquietudes.
Poco después, pausadamente y frente a un espejo lastimado, Jorge Antonio se transforma ante nosotros. Cambia peinado y ropas y anuncia que finalmente recibirá su título como Licenciado en Derecho para cumplir con la meta de su educación y culminar los esfuerzos de sus padres.
Luego el pequeño giro que transforma al recién titulado en una especie de futuro héroe legal ante su comunidad, desprovista de defensas ante un mundo que se empeña en hundir, principalmente en México, esas costumbres, esos aromas, esos humos, esas comunidades que saben vivir fuera del esquema capitalista.
Descripción sencilla. Pocas palabras, muchas ideas, grandes imágenes.

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