FICM 2014-4

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FICM 2014 4
La diosa arrodillada
Por Erick Estrada
Cinegarage

La noche del domingo el Festival Internacional de Cine de Morelia sonrió como pocas veces. El pretexto fue la aparición de Juliette Binoche (que estaba en la ciudad desde el sábado por la mañana) para presentar la película de Olivier Assayas Nubes de María. También con ese pretexto la Filmoteca de la UNAM le entregó a la actriz un reconocimiento por su aportación a la industria y artes cinematográficas consistente en una medalla hecha de plata recuperada de celuloide.

Después vino la función.

Domingo noche.
Nubes de María.
Olivier Assayas se adentra en la carne y el alma de los actores a través de Juliette Binoche y con una ficción que roza divertidamente la realidad de la propia actriz y que de vez en cuando aborda la nuestra con confusiones dignas de un artífice de la narración.

Lo más sorprendente es que Assayas le construye coro a Binoche con dos actrices a las que o una o la otra parte del público cinematográfico tiene en una estima bastante menor: Kristen Stewart y Chloë Grace Moretz. Ello a su vez le da la oportunidad de atravesar de nuevo la línea entre el cine que él mismo hace, sus ficciones y aquellas a las que de manera casi inevitable tiene que enfrentarse en la cartelera, los grandes estrenos y superproducciones.

Engordemos el caldo. La historia de la actriz exitosa y triunfadora que se reencuentra con una obra de teatro que ella interpretó cuando apenas tenía 20 años, se detona con la muerte del autor y que se vincula de manera peligrosamente real con lo que narra en esa obra de teatro.

Es decir, en muy pocos momentos y con pinceladas astutas Assayas, Binoche y Stewart logran darnos entrada a lo que en realidad es una descripción de la creación artística, ya sea la escritura de una obra de teatro, el dar a luz un nuevo personaje, la elaboración misma de una película y, por el otro lado, la muerte, irremediablemente presente en la conclsuión de esa obra artística, película incluida.

En ese cruce de amores (la creación) y de muertes (la conclusión de la creación), hay una anécdota agitada, “maldita” desde el título mismo de la obra de la cual se nos muestra el nacimiento, “La serpiente de Maloja”, un fenómeno metereológico en los Alpes suizos (en donde María-Binoche ensaya a su nuevo personaje) que si bien está lleno de belleza conmovedora, es también el anuncio de mal tiempo, de tormentas y días oscuros.

Con ello en mente, los personajes de Assayas cruzan todo el tiempo las fronteras de su realidad y de la obra que ensayan para trastocar a su vez la ficción que nosotros recibimos (y que por momentos sorprende en la confusión que detona), un juego dramático que nos regresa a las dificultades que enfrentan los actores para enfrentar sus retos y, claro, los que enfrentamos todos frente a lo que ocurre día con día.

¿Banal? Probablemente, pero puesto en la pantalla con inteligencia y con justicia.

En ese proceso, tanto Binoche como Stewart (sorprendente y guapa) prácticamente tienen que desenterrar al autor fallecido a través de los ensayos que realizan en las montañas de “La serpiente de Maloja”, y es entonces que la película alcanza sutilmente, de manera dulce y aceitada (negando los escándalos en los que el personaje de Moretz se hunde), un nivel extra de lectura: la inmortalidad del arte, de la belleza en su pequeñez y al mismo tiempo su inmortalidad efímera: amor y muerte.

¿Banal? De nuevo, quizá, pero puesto en pantalla con inteligencia y con justicia.

 

Plan sexenal.
Inexplicable y resbalosa en un comienzo, esta rara y viscosa propuesta de Santiago Cendejas de repente se dirige con precisión a los terrenos del horror mexicano más audaz pero también pierde rumbo con una facilidad preocupante. Si en ello está la decisión de confundir e incomodar a quien trata de leer en sus oscuridades (una noche casi eterna se acomoda sobre los personajes a pesar de contar con luna llena), es entonces un acierto y como acierto hay que verlo.

Una pareja (de la cual no se nos explica nada) sobrevive a su propia fiesta, un proyectil dirigido al desatre que, entre sombras y parpadeos nos deja ver que si bien se encuentran en un territorio que conocemos, podría ser también este mismo país, o una Ciudad de México, en tiempos casi post apocalípticos: un estado de ánimo apesadumbrado e infeliz que, también, resulta oportuno dada la realidad actual.

En su casa, sin luz, con toque de queda y racionamientos, poco a poco se desenreda un thriller urbano que conforme esa oscura realidad se descobija gira al horror detrás de la paredes y fuera de cuadro, muy en el estilo de Somos lo que hay pero, desgraciadamente, sin apuntes estéticos reales. Sus encuadres son menores, sus luces muy disminuidas, sus pinturas muy desdibujadas.

Se trata en realidad de una anécdota pesadillesca con ansias dostoyevskianas que a veces entrega atmósferas e inquietudes pero que por otros (inoportunos escapes de tono) hacen que la anécdota tiemble y se derrumbe para obligar a Cendejas a comenzar de nuevo.

Si disminuimos lo suficiente el rigor y el nivel de exigencia tenemos una ficción lo suficientemente desencantada como para considerarla un buen retrato de nuestros tiempos en una mezcla de ficción de bajo impacto con inyecciones de horror. Una especie de recuento de esa noche en que el Diablo salió a pasear.

Ahí caben también apuntes ante vicios contemporáneos como el desconocimiento de los otros -vecinos o parejas sentimentales- la hipocresía en tiempos difíciles entre vecinos, amigos, el descuido del otro y la individualidad caníbal. En eso, las escenas de sexo dan buena guía.

Sin embargo la narración es débil justo en los momentos en que debería acentuar, escurridiza cuando debería dar pistas o retorcer nuestra confusión, un tanto infantil cuando debiera tomar al toro por los cuernos -cualquiera que este sea- para llevarse a sí misma al siguiente nivel, al de una película realmente propositiva y que haga de la noche (sus luces, sus sombras, sus estados de ánimo) su verdadera materia prima, no el impacto simplón en que a veces se detiene.

 

Yo soy la felicidad de este mundo.
Juegos visuales, coreografías y acomodos. Foco selectivo, movimientos y reemplazamientos, dollys que atrapan el ojo y que después revelan una ficción dentro de una narración que a su vez nos describe cómo se filma un documental. Figuraciones, fantasías sexovisuales, la extraña sensación de que una puesta en escena tan teatral funcione tan bien en el plano visual en una película tan figurativa.

Barroquismo, un ritmo del encuadre y del montaje interno que hace ver que detrás de esto hay oficio y ojo educado. Julián Hernández llena y rellena su anécdota, mínima, casi diminuta, en un sistema solar interno de ficciones y traiciones que puede apantallar tanto como empalagar, que puede hacer sobresalir la minúscula anécdota del documentalista incapaz de comprometerse y amar y que pasa encima de los sentimientos y las ilusiones de un bailarín entusiasta, o que puede provocar el ahogamiento de la propuesta casi depresiva de la historia en el tsunami de acomodos y travelings en que se levanta la película.

En la revisión del documentalista las ficciones y las realidades nuevamente se mezclan aunque aquí, al contrario de ese otro ejercicio que es Quebranto (montada por Hernández), con un sentimiento más dulcificado, menos punzante, menos revelador y mucho más inspirador, siempre y cuando el empalago mencionado antes no se haga presente para arruinar la experiencia.

Una cámara en dolly sigue en círculos a un bailarín para encontrarse de repente con otra cámara que hace lo mismo que la que narra YSLFDEM y que deja ver que la historia que aquí se narra es tan personal como universal.

En los desencuentros de esta pareja de chicos hay momentos muy inspirados, siempre a nivel visual, un sexo coreografiado y borracho que cambia por completo los colores de la primera parte de la narración, una transformación de los escenarios que a veces hacen creer que el tiempo ha pasado (muy al estilo de la famosa Ciudad de ciegos) y otras que nos encontramos dentro de las tormentosas cabezas de estos ya de por sí atormentados personajes: el azote estético.

El problema que puede encontrar Yo soy la felicidad de este mundo es parecer demasiado barroca para una anécdota que debe ser sencilla pero que puede ser oprimida: la forma caníbal que devora al fondo. No es que éste, el fondo, sea intrascendente sino que habiendo dejado claras las cosas entre sus a veces provocadores personajes puede revolverse demasiado en la piscina de la forma abundante y colorida de Hernández.

Al final, puede ser peligrosa y provocadora (el sexo compartido de los personajes compartidos) o vaga y rebuscada (cosas que a veces, con el cine que de repente nos toca ver es bueno). También puede saber redundante y atorada, falsamente propositiva, pero nunca y eso se le reconoce a Julián Hernández cada vez que presenta una película, nunca simplista y elemental, nunca sin retocar y recuidar.

Unos lo llaman estilo. Puede que no lo sea, pero tampoco es una fórmula, nunca.

La diosa arrodillada.
El postre sigue siendo el programa de cine negro mexicano y fue el turno de La diosa arrodillada, la impresionante propuesta de Roberto Gavaldón con María Félix y Arturo de Córdova, un retorcido thriller que, como buena propuesta de film noir mezcla pulsiones humanas oscuras y violentas (esa plática sobre el deseo desatada por un simple anuncio de un perfume, las pastillas de veneno escondidas en un encendedor casi hecho para espías); sexo más del lado de lo evidente que de lo sugerido (la escultura que da nombre a la película); giros y usos del blanco y negro traspasados a los personajes que resultan encantadores por obvios (la esposa fiel y abnegada es rubia y angelical, la femme fatale amante y seductora es morena y diabólica incluso en la voz); emplazamientos que, nuevamente, de tan obvios son un acierto por donde se les vea: la escultura-encarnación de los deseos del marido seducido (porque quiere) y de las dudas de la esposa fiel que sabe que no quiere enterarse de lo que ya sabe que se ve entre los dos muñecos del pastel de aniversario de bodas, entrometida y gigantesca.

Alrededor de ello una fotografía de sombras sutiles pero presentes, de líneas de luz y vapores tropicales (como en el congal panameño donde canta María Félix), vestidos de diseño art decó que entran al Edificio Basurto de la Ciudad de México, los labios perfectos de la Félix pidiendo un beso más de Arturo de Córdova.

Sí, los diálogos están ultra dulcificados y el melodrama asoma más de lo que uno quisiera, pero esas manos de don Arturo que de los senos de la Félix se trasladan a su garganta en un impulso erótico y asesino, esos ojos que nos comunican los pensamientos, esa tormenta en la que la esposa sumisa (grande Charito Granados) sorprende a su marido contemplando a su propia conciencia (a “La diosa arrodillada”), son un regalo a la pupila, a la emoción cinéfila: en la sala estaba prácticamente toda la comunidad francesa del festival.

 

Mañana seguiremos.

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