Festival de Cine de Morelia 2013-3
Las jaulas y el oro
Por Erick Estrada (enviado)
Cinegarage
Machete Kills fue anoche una lluvia de mal gusto, de gamberradas, de excesos y actos de libertinaje cinematográfico de la mano de Robert Rodriguez, acostumbrado también (no sabría decir qué tan concientemente) al libertinaje cinematográfico y al descontrol narrativo. La diferencia con esta película es que esa pérdida de control se hace premeditadamente, en busca de acercarse tanto al cine de bajo presupuesto como al del mal gusto y el sexplotation. ¿Lo consigue? Por momentos.
Se puede resumir todo diciendo que Machete (EUA, 2010) se recuerda ahora mucho más fresca e incluso comprometida con el mundo latino en Estados Unidos. Machete Kills coloca demasiados ingredientes en el molcajete de su salsa: un presidente americano corrupto y enredado en la operación “Rápidos y furiosos”; un camaleónico antagonista que se siente desaprovechado y cojo en medio de enfrentamientos con todo mundo y con otro antagonista cuya mente está dividida en dos entre la revolución y el mundo del narcotráfico; varias mujeres detrás de los huesos de Machete por la sencilla razón de que es Machete y una Miss Texas encubierta que al final también queda hundida entre tanto personaje; Acapulco, la frontera, un rodeo en misiles nucleares y penes revólver insertados en mujeres sensuales.
Con esa lluvia de rostros era casi imposible mantener el ritmo de esta disparatada comedia fronteriza de mal gusto y regurgitaciones de incorrección (son piropos, que conste). De ahí que se balancée entre momentos que prometen llegar al delirio y que aunque no lo cumplan son lo mejor de la película, y otros que delatan el frágil pulso de su guionista y director. Una cosa es contar una historia estilo cine serie B y otra no conseguir el tono de una película serie B buscándolo desde el primer instante.
Probablemente el gran error de este Machete Kills haya sido querer agrandar tanto la propuesta de la primera historia. Los esteroides terminaron por traicionar a un personaje que conectaba con la audiencia por su hiératica, dura y mala onda cara y no por frases que aquí, a fuerza de repetirse en momentos intensos, saben a auto parodia involuntaria.
Es sin duda una película entretendia, pero partiendo de ahí el público habría agradecido un final real y no la mañosísima treta que Rodriguez entrega en lugar de ello.
¿Se van a divertir? Seguro, pero Rodriguez les va a quedar a deber mucho.
Por otro lado, mal arranque el de hoy. Ver el nuevo trabajo de Michel Franco (en co dirección con Victoria Franco), A los ojos, resultó extremadamente doloroso. No lo digo por el tema que la película cree desarrollar (en el que se envuelve el tráfico de óganos, un escándalo premeditado para hacernos voltear a las calles que Franco pareciera ver por primera vez después de haber vivido encerrado no sabemos dónde, y la temática terriblista de los video homes ochenteros), sino porque además de hacer todo eso sin darse cuenta, su narración visual sigue mostrando enormes deficiencias y discapacidades.
Podría ser meritorio hacer una película completa sin un sólo moviemiento de cámara (o para el caso basada solamente en close ups como ocurrió ayer con La vie d’Adele) pero éste no es el caso. Los Franco parecen o temerosos de desatar su cámara y hacernos platicar con ella o simplemente ignorantes de la capacidad y las posibilidades de la gramática cinematográfica al narrar la historia de una trabajadora social, su pequeño hijo que necesita trasplante de córneas y un chico de la calle al que ella perece asistir y refugiar. Todos de repente se ven (o eso se nos quiere hacer creer) enredados en un cruce de córneas traficadas ilegalmente sin ningún tipo de ética, pero que tampoco se convierte en una denuncia real sobre casos posibles o reales al respecto.
En su lugar tenemos tibias, muy tibias actuaciones de actores no profesionales que al interpretarse a ellos mismos comunican un tono tedioso y despojan de rumbo a la película. Lo hacen de tal manera que lo que uno supone denuncia sobre los casos de tráfico de órganos se convierte en lo que ya habíamos detectado en Después de Lucía (México-Francia, 2012): una gris exposición de un caso que ni siquiera llega a saber a denuncia.
Planos eternos sin sentido alguno (el “tiempo real” no tiene aquí ninguna aportación ni trascendencia), vacíos visuales en los que la anécdota cae irremediablemente hasta el fondo, planos paralíticos que nunca se comprometen a dialogar con el público y que llegan al límite de mostrar apenas un par de close ups de los ojos de alguien cuando la película lleva esa palabra en su título: A los ojos.
¿Que es lo que nos lanza a los ojos la cinta? Tremendismo, miserabilismo, un enfoque clasista que delata inexperiencia social de quien narra la historia, escándalo gratuito que, si bien en la hoy oscurecida época del video home de los ochenta regalaba entretenimiento y mexplotation, hoy se queda en un retrato sin fondo, con una forma ultra rígida e innecesariamente lejana.
Michel Franco nos debe una narración en la que para variar tome una postura clara sobre lo que narra en lugar de seguirse refugiando en estas vaguedades de fondo y forma que a estas alturas de la historia saben muy rebasadas.
La compensación llegó con La jaula de oro, de Diego Quemada-Diez, un ahora sí, doloroso y trágico cuento casi road movie que se refiere a la temática de las fronteras con un tono que se balancea agradablemente (aunque la anécdota no lo sea) entre el hiper realismo y la fábula del siglo XXI.
Dos chicos y una chica salen desde Guatemala para intentar atravesar México y llegar a Estados Unidos buscando una vida mejor. Las dificultades -lo sabemos- serán varias y está ahí el primer acierto de la película, presentarlas fuera de toda obviedad pero confirmando con la naración lo que muchos sospechamos: maltrato en la frontera sur mexicana a los migrantes que vienen de Centroamérica, abusos y discriminación, una ola criminal en esa parte del territorio que muchos prefieren ignorar y la certeza de que si siguen así las cosas en las fronteras del mundo nunca veremos una solución a lo que muchos ven como un problema (la migración) sin detectar que se trata en realidad de un fenómeno universal del que todos saldríamos beneficiados.
El tren que lleva a los centroamericanos de la frontera sur de México hasta Mexicali se deja ver derruido y oxidado a manera de representación del estado en que se encuentra el país que recibe a estos viajeros (literalmente cayéndose a pedazos) y del futuro ocre y violento que les espera.
La otra ventaja de la cinta es que a pesar de su dureza y rigor, nunca pierde la oportunidad de matizar ni con humor ni con planos reflexivos que, al contrario de las necedades vistas en A los ojos, despiertan las ganas de entender lo que le ocurre a los personajes, de seguirlos explorando.
Metáforas. Un viajero transformado momentáneamente en un indio piel roja en la foto del viaje, que se enfrenta permanentemente al otro que queda retratado en la misma oportunidad como un vaquero; la nieve, promesa de otras tierras, omnipresente en los sueños del indio maya/apache en busca de la frontera; la negación de le melancolía de parte del “vaquero” (no extraño Guatemala); el tren “La bestia” que cruza la pantalla y al desaparecer deja ver anuncios de migrantes desaparecidos; las rejas que siempre se cruzan en el camino entre los personajes y una oportunidad para comer, moverse o mejorar su situación; y de entre todas, la megacarnicería en que termina trabajando uno de ellos recogiendo grasa y restos animales como la imagen cruel de su propio viaje y del de muchos migrantes que llegaron antes y vendrán después: son gente desechable, carne de cañon, despojo y trabajo barato.
Sin tremendismos, con inteligencia narrativa y varios encuadres verdaderamente deslumbrantes, La jaula de oro es también una historia de camaradería y amistad que además vale el doble en una época en la que el cine tiene prohibido hacernos sentir mal aunque sea para reflexionar.
Wong Kar-Wai era uno de los obligados en el Festival de Morelia y ahí estuvimos también para la proyección de The Grandmaster, su película dedicada a la vida de Ip Man, uno de los artistas marciales más trascendentes no solamente en la historia de China sino del mundo. No hubo decepción.
Mucho más metida a la narración romántica (slow motion casi permanente, copos de polvo navegando por haces de luz, el rostro de Zhang Ziyi en magníficos primeros planos, coreografías de lucha alucinantes retratadas tanto en la nieve como en la lluvia, iluminación dorada y texturas al por mayor) la película de Wong Kar-Wai es también la historia de tradiciones perdidas por ineptitud humana (los códigos de honor que sirven tanto para clanes de lucha de artes marciales como para mafias locales), del valor de las artes marciales, de un país perdido (la China de antes de la revolución) y del valor de lo antiguo y de lo viejo en un mundo que hoy glorifica la novedad y la juventud de manera insistente e inculta.
The Grandmaster está diseñada para el deleite visual (de entrada el coreógrafo de luchas tiene uno de los créditos principales) e incluso el sonoro; para aquellos que gozan del cine de acción que tanto ha abrevado del Wuxia a veces sin comprenderlo del todo, y un gran rescate de la imaginería y los encuadres de este género.
Mafia y familia, thriller a veces, película histórica en otras, cine de acción y de época, The Grandmaster es un regalo a los ojos de los espectadores y una reconexión con ese cine fantástico de las artes marciales que ha regalado tantos cinéfilos al mundo.
Apareció en la tarde Besos de azúcar, película de Carlos Cuarón que, despúes de Rudo y Cursi (México-EUA, 208) le debía a mucha gente una historia fresca y diferente. Lo logra en cierta medida, esbozando la historia de amor de dos pre adolescentes capturados en el difícil mundo adulto del México contemporáneo, corrupto y vivo al mismo tiempo, jovial y doloroso, colorido pero descompuesto.
El arranque, con una secuencia que promete ambientes menos violentos, es senscional: un niño cargando un colchón de cuarto uso que luego acomoda en su pequeño departamento en donde comparte espacio con su madre, su padrastro, dos medios hermanos y su abuelastra. Sin embargo, lo que Cuarón decide narrar muy poco después son situaciones que incluso llegan a ser límite, y su cuento urbano se diversifica tanto que el ancla de esa secuencia inicial se pierde y rebana la película en tantas partes como personajes presenta.
Desde el bullying (escolar, social, familiar, lo cual pinta como un acierto tangencial al dejar claro que el abuso no ocurre solamente en las escuelas), pasamos al de la corrupción en las calles, al de las relaciones familiares rotas (el padre del niño está ausente, quizá trabajando en Estados Unidos), al de la historia de amor, una pistola o dos que aparecen en el cuento, a las situaciones narradas por una cámara que a veces juega un papel central en la película y a veces no, para regresar de tanto en tanto a escenas que tras ser alargadas en su tono casi cómico se convierten en esfuerzos que ya no llevan a ninguna parte.
Lo peor del guión de Carlos (y es lo que más extraña) son quizá los diálogos tan llenos de palabras altisonantes, y palabras altisonantes tan pasadas de moda que pareciera a veces que estamos ante el bosquejo de un mejor Todo el poder (México, 2000) que de una película estrenada en el México del siglo XXI. Una verdadera lástima.
Luego tuvimos la proyección de Quebranto, el genial documental de Roberto Fiesco que explora, ese sí con mano elegante y firme, en el cruce de la realidad y la ficción tanto en lo que cuenta como en la manera como lo hace. El actor niño del cine mexicano de los años setenta (Fernando García Ortega) narra su vida, que cruza -de manera casi abrupta y a base de coincidencias- la actuación profesional, el baile, el transgénero y el anhleos por una vida más feliz. Lo interesante es que esos cruces los hace frente a la cámara de Fiesco que en consecuencia a veces nos muestra una realidad ficcionada o entrevistas casi coreografiadas que marcan acentos en esos cruces y fronteras trastocadas.
Con elegancia narrativa, el guión (trabajo también de Julián Hernández) llega incluso a proponer un diálogo más allá de las libertades del individuo en nuestros días y se acerca a las libertades sexuales de muchos que al buscarlas son marginados y mal comprendidos. De esa manera y con un relato hábil pero no por ello menos combativo, realista pero con buenos toques de ensueño, uno de los mejores documentales de la historia reciente del cine mexicano hizo aplaudir al público emocionado e incluso conmovido.
Más tarde llegarían las proyecciones de Camile Claudel, 1915 de Bruno Dumont y la de We Are What We Are de Jim Mickle, que adapta por primera vez en la historia una película mexicana para el público de Estados Unidos, Somos lo que hay, de Jorge Michel Grau. Eso se platica mañana.
Solo queria comentar que The Grandmaster, es tan solo una gran publicidad, si tiene una gran historia visual pero solo eso, yo ya la vi y solo es visualmente atractiva, ya que la historia es muy pobre y practicamente nula
yo esperaba una mejor historia pero fue una decepcion. esto es solo mi opinion. me gustaria saber si alguien opina lo mismo luego de verla