FICM 5
Del terror minimalista a Tlatelolco
Por Erick Estrada
Cinegarage
Terror minimalista, lo que nos faltaba. Sebastián Hofmann atacó con dureza en la primera función del día (apenas las 9 de la mañana) con una reflexión si bien no tan profunda como parece, sí completamente incómoda, lo cual, hay que aclararo, es una cualidad en esta ola -que parecía bajar intensidad pero que trae más cola de la que quisiéramos- llamada cine minimalista mexicano.
Hofmann narra con detalles dolorosos la decadencia física del guardia de seguridad de un gimnasio, con los mismos vicios del cine contemplativo que se han detectado de nuevo en el Festival y agrega un fuera de foco eterno atribuíble al punto de vista de su casi zombi personaje, pero que abusa en lo oculto y escondido que pretende (porque siempre pretende) comunicar. El resultado del montaje de situaciones, sí resulta sin embargo en una película divertida en la que la muerte está alejada del encuadre (y de una secuencias divertidísima en una morgue) pero que sí incluye la deformidad y la decadencia, haciendo incluso que ambas se paseen entre sus personajes acomodando la idea en la sala de que, a final de cuentas y aunque diferentes, todos padecemos decadencia física (o espiritual o moral).
La cinta genera incomodidad, lo cual es precisamente su objetivo. El choque visual del cuerpo deforme del enfermo-zombi (no lo es, yo lo he bautizado así) con los otros cuerpos aparentemente sanos del gimnasio donde trabaja y que al caminar la película resultan igualmente deformes, desata la reflexión. Los close ups extremos y el tremendismo que le inyecta con un par de secuencias completamente gratuitas (recordemos que es cine festivalero) entallan en el resto de la propuesta y, aunque divertida, cuenta con algunos puntos en contra.
Oliendo a William Friedkin por momentos, otros tantos a Lynch, Halley se separa de ellos por completo por lo gratuito de ese par de secuencias que más que risas nerviosas hacen explotar momentos de humor involuntario. El otro inconveniente es justo la pretensión de su lenguaje seco, previsible y premeditamente limitado. El tercero es fruto de la pretensión mencionada, un final que de tan abierto y/o metafórico nos deja con la incómoda pregunta de si, como se plantea en la película, la enfermedad es el castigo de nuestros pecados, algo que incomoda más que el paseo por las llagas y podredumbres de su personaje.
Se realizó también la función de Tlatelolco, verano del 68, de Carlos Bolado. El 2 de octubre de 1968 representa un momento determinante en la historia moderna de este país. El gobierno mexicano asesinó sin piedad a cientos de estudiantes poco antes de inaugurar con orgullo los juegos olímpicos de ese desfalleciente verano y las películas que han revisado ese hecho no son, sin embargo, las suficientes. Tlatelolco quiere sumarse a la lista pero entra en faltas que además de denotar problemas en su producción, evidencian cierta falta de compromiso con un tema tan complejo.
Efectivamente, hay precisión en la recreación histórica, pero al insertar o querer hacerlo, una historia de amor que sea metáfora de lo variado y complejo que resultó el movimiento estudiantil en ese año, la película se parte en dos, toma partido por la menos importante y el conflicto real (el de los estudiantes, el de un México múltiple y en transformación, el de la brecha generacional -social y política-), queda fuera de pantalla.
La historia de amor mal insertada nos hace pensar inevitablemente en Los soñadores, de Bernardo Bertolucci precisamente por la falta de tino que se deja ver en Tlatelolco. La ausencia del tema real en pantalla convierte el discurso que alude a él en la simple sucesión de un slogan detrás del otro. La película pide demasiadas concesiones como para caminar sola y varios momentos emblemáticos que construyeron desde el principio (hay palomas en la primera secuencia y en la última sin un asomo de significado real) se van con el viento. Lástima que en medio se vaya también un reparto tan sólido y que trabaja tan bien en la película.
El plato de medio día salió de nuevo de la cocina de Sam Peckinpah con la proyección de uno de sus clásicos, que lo es además del cine universal y del western en particular. Un depliegue de encuadres ya de por sí violentos que componen una narración acerca de la camaradería, la ley, el caos, la propia violencia y el amor. Un poema en más de un sentido que simplemente hizo que el tiempo se detuviera para que quienes etábamos degustando este clasicazo, pudiéramos llegar a tiempo a la función de Final Cut: Ladies and Gentleman.
La película dirigida por el húngaro György Pàlfi se concretó en un período complicado para el cine de su país y por ello decidió utilizar clips o trozos de otras películas (más de 500, todas ellas clásicos del cine ya editados en Blu-ray) para elaborar su narración. El resultado, más que un juego estético o experimental, es enteramente didáctico.
La sucesión de encuadres muy parecidos de películas que de una u otra forma cuentan la misma historia de amor de siempre, es por un lado un trabajo de deconstrucción que permite tantas lecturas como imágenes se usan en la cinta-experimento. Sin embargo, el más claro es que desde el origen del cine (en la película vamos de los Lumiére a Baz Luhrmann), éste ha contado las mismas historias de la misma manera. Entonces, Final Cut es una de tantas confirmaciones de que el cine puede, debe y ha contado historias pero, al ver esos rostros, esos encuadres, las otras historias enfrentadas, descontextualizadas y acomodadas para buscar un nuevo significado, deja claro que las mejores películas lo hacen (o lo deberían de hacer si nos ponemos rudos) con estilo.
Entonces Final Cut es también el encontronazo de estilos, de encuadres, de colores, de texturas, de frases y de historias aunque terminemos, como en este caso, remitidos a la clásica historia de amor. Otra lectura, mi favorita, es que con arranques como este (la película sabe al berrinche de un cinéfilo super dotado), el cine también queda evidenciado como un arte y un medio enteramente humano en el mejor de los sentidos: en ese que deja constancia de cómo nos vemos, hablamos, nos comportamos, de cómo hacemos la guerra y cómo hacemos el amor.
El día se clausuró con dos documentales. Uno fue La revolución de los alcatraces de Luciana Kaplan, que retrata el ascenso de la activista Eufrosina Cruz Mendoza, desde el trabajo en su propia comunidad, el enfrentamiento con los representantes de la misma y con las fuerzas retrógradas que, por un lado cultivan y practican el machismo y la explotación, y por el otro, detienen los avances democráticos y económicos de comunidades tan pobres como las que existen en Oaxaca.
Más allá de méritos técnicos, el documental tiene la enorme cualidad de cerrar la narración en el momento en que Eufrosina, absorbida por el sistema político que, lo sabemos, quiere siempre acallar voces combativas como la de ella injertándolas a la maquinaria, describe su incertidumbre ante lo que se puede hacer dentro de ese sistema. Es, digamos, el miedo que muchos en este país sienten ante la clase política y el mismo que hace que de ellos se sospeche todo menos que actuarán en la mejoría de comunidades primero (que piden, como Eufrosina misma lo dice en una de las varias entrevistas que le hacen, lo que por derecho ya deberíamos tener todos) y del país después.
El otro documental fue El alcalde, dirigido por Emiliano Altuna, Carlos F. Rossini y Diego E. Osorno, que en su limitado lenguaje (un par de entrevistas con el alclade de San Pedro Garza García, Mauricio Fernández y una plática que él mismo ofreció aparentemente en Jalisco) consigue elaborar o registrar el patético auto retrato que él mismo desarrolla.
Ufano de que en su municipio no existe el delito y de que en él se desarrolla el injusto y poco ético estilo de vida (social y financiero) que estalló y demostró sus carencias en 2008, Fernández deja claro que para él -persona criada en estilos caducos, pobres, machistas y chauvinistas- combatir al crimen con violencia es el camino efectivo. Todo, por supuesto, toma sentido cuando se escucha a la gente que vive en ese municipio (bardeado, ultra exclusivo, descriminatorio y retrógrada en muchísimos sentidos) defender este otro combate que no toma en cuenta ni derechos humanos ni procesos legales ni juicios más allá del personal que hace su propio alcalde, las voces del ultra conservadurismo. La presunción que lo desenmascara es que, “curiosamente” los tres delincuentes que han amenazado con matarlo “han muerto ya de algo”.
Este trabajo deja claro el rostro del monstruo, de un personaje decadente y peligroso, pero es curioso ver la reacción que consiguió en sus proyecciones en el Festival de Cine de Monterrey (donde quedó prácticamente como anécdota cómica sin critica ni auto análisis) ,o en la propia plática que en el documental ofrece ante jóvenes presumiblemente de Jalisco, en donde estos procedimientos (por razones igualmente retrógradas) serían aplaudidos.
Mucho cine, mucho diálogo, muchas imágenes pero una idea final. A México le falta aún mucho camino por recorrer y los dos documentales (y las reacciones descritas) lo dejan claro.