La boda de Valentina.
La aprobación de la familia
Por Erick Estrada
Cinegarage
Sólo vista desde los ojos de un extranjero la película cuenta con cierto encanto heredado de la comedia menos centrada y, hay que decirlo, trabajada con falta de tacto. Expliquemos mejor.
Tras el trabajo de una idea original reelaborada posteriormente por dos escritores distintos (Santiago Limón e Issa López) el guión de La boda de Valentina intenta, la mayor parte de las veces de manera infructuosa, contar dos historias en una sola. Primero, la de la chica enamorada recién comprometida con su novio viviendo ambos en Nueva York. Después, al obligar a Valentina a volver a su país natal (México), la historia de su familia, vividora en la clase política, con graves problemas legales y, a pesar de los matices que el guión quiere otorgarle a sus miembros, completamente inútiles para cualquier cosa, ya no digamos para gobernar una ciudad como la de México.
En esas dos historias queda atrapada Valentina que al enfrentar el pasado del que escapaba (vivía en el extranjero para alejarse de su corrupta familia) se reencuentra con un indeseable ex novio, socio/cómplice del padre de ella y que hará todo lo posible (no sabremos por qué pero la película insinúa insistentemente en un ego de macho alfa lastimado) para “moverle el tapete” y evitar su matrimonio.
Nada mal hasta ahí, pero el problema de la película es, creo, evidente justo desde este punto. Más allá de tapar los huecos de su comedia con una lluvia de estereotipos que quieren mostrar el choque cultural del prometido de Valentina frente a una ciudad “caótica y escandalosa” como esta, la película tropieza con todos los obstáculos que ella misma se impuso y se muestra incapaz de librar el último, que habría hecho de la propuesta de Marco Polo Constandse algo meritoriamente rescatable.
Al recordar apuestas con un planteamiento similar y a muy poco de empezar La boda de Valentina, uno no puede evitar traer a la memoria Todos queremos a alguien (México, 2017), la gratísima narración de Catalina Aguilar Mastretta en la que una mujer tiene que elegir entre dos mundos o darse cuenta que esa elección no es el único camino. Aguilar Mastretta se las ingenia y sin romper el tono de su película su personaje se debate entre sus opciones y, mejor aún, se fabrica unas nuevas.
La boda de Valentina no asume ninguno de esos riesgos y ello, desafortunadamente, no se debe a que se trate de una comedia romántica. Al contrario, por tratarse de una comedia romántica debió asumirlos en lugar de dibujar a su protagonista como una mujer que comete todos los errores sin aprender de ninguno de ellos.
Quedarse en México en lugar de abandonar de nuevo a su país representa en la película de Constandse que Valentina acepta entrar al juego de corrupciones y mentiras de su propia familia. Ocultarlo a su prometido (un sorprendente Ryan Carnes) es solamente una mentira más de las que suelta. Pero en el dibujo del personaje hay más: en medio de un debate supuestamente político en la película (esa recepción en el Polyforum Siqueiros) y frente a su ex novio, Valentina se echa atrás y calla en lugar de silenciar con argumentos (críticos o cómicos o mordaces o incluso cínicos) a ambos lados en una mesa de discusión que es más pelea de egos infantiles (como son los debates políticos en este país). El remate llega cuando nos damos cuenta que de la misma forma y a lo largo de la película, en su propia boda, en las discusiones con su familia, en el poco tiempo que Valentina tiene en la pantalla, el personaje ha sido orillado y se han tomado decisiones por ella con un desparpajo gigantesco, la decisión final en su boda incluida. ¿Para qué se quedó entonces?
¿Con qué personaje quiere la película que simpaticemos en su triángulo de clichés y estereotipos (los duelos verbales que terminan en el albur, la lucha de toques en la cantina, el ex novio que conduce un Galaxy y que al poco tiempo demuestra haberse prestado a un juego de corrupción que lo beneficia para poder comprarse -efectivamente- coches como un Galaxy)?
Si quiere que lo hagamos con Jason (el prometido) la que se lleva es la imagen del México corrupto y que quiere vivir de la corrupción, de familias descompuestas, de mentiras a conveniencia, de chanchullos fiscales y la imposibilidad de salir de ello. No negaremos que mucho, muchísimo de ello es cierto, pero entonces esa imagen choca de frente con la imagen colorida que busca Constandse.
Si la cinta quiere que nos comuniquemos con Valentina, el trabajo es todavía más difícil: es ella la que no pelea para dejar de formar parte de un juego de enredos legales, mentiras fiscales y complicidad en corrupciones y es ella quien acepta mantenerse ahí justificando todo a través de una falsa ingenuidad. En su boda, en la decisión final que pudo salvar el discurso y el subtexto de la película, Valentina reincide y vuelve, como a una pesadilla recurrente (porque lo hace dos veces), al mundo y a las personas que en un inicio la llevaron a abandonar el país. Imposible empatar con la postura.
Si el personaje que busca nuestra conexión es el del ex novio (Omar Chaparro) la situación es aún más difícil: simplemente no existe.
El viejo truco de la comedia (que la familia apruebe añ prometido) estaba ahí. Aquí, somos nosotros los que no podemos aprobar a una familia a la que La boda de Valentina prometía desnudar y no ha hecho sino disculpar. Un error, especialmente en el país que se nos planta enfrente en pleno 2018.
Jugar con monstruos como esta familia no es imposible, pero hay que atreverse a más, a mucho más.
La boda de Valentina
(México, 2018)
Dirige: Marco Polo Constandse
Actúan: Marimar Vega, Ryan Carnes, Omar Chaparro, Jesús Zavala
Guión: Santiago Limón, Issa López
Fotografía: Erwin Jaquez