El apostador
El talismán y el infierno
Por Erick Estrada
Cinegarage
Resultaba elegante y desesperante a la vez que ese apostador compulsivo retratado en El gallo de oro de Roberto Gavaldón y/o El imperio de la fortuna de Arturo Ripstein, dependiera primero psicológica y después casi esotéricamente de un talismán femenino en el que residen el amor y la repulsión a sí mismo.
Ese talismán, esa chica que entre lo común y lo divino parece todo y nada a la vez, es la única oportunidad que ese apostador destinado al último círculo de su propio infierno tiene para desviar la mirada de sí, de un talento para el juego que sólo él reconoce y que no sirve sino para hundirlo todavía más a través de la mesa de póker.
En El apostador, Rupert Wyatt recoge en sentimiento a ese talismán y lo deja incómodamente presente en las salas de juego en donde Jim Bennett -un Mark Wahlberg transformado en un delgadísimo adicto al juego- se deshace del dinero que no tiene y apuesta el que nunca va a tener. Lo atractivo de esta apuesta es que alejándose de los parámetros que nos llevarían a un carrusel de imágenes de casinos y lluvias de dólares, gotas de sudor en la frente y miradas suspicaces, Bennett se encierra en sí mismo y en consecuencia la película adquiere un tono casi íntimo, muy en los colores y los tonos de ese Steven Soderbergh de Sexo, mentiras y video (hablo de los colores, no de las ideas), de una realidad casi alterada, casi llegando al límite, pero cruel y recia como una carrera de caballos sin público.
A ello contribuye un también elegante pero desesperante uso de la música, que rodea de repente a sus personajes con un tino casi emocionante, de cobijo certero, con una oportunidad que parece irreal, para después convertirse en mero aditamento de esa realidad: la canción que se oye solamente porque la radio del coche está encendida; la música que sobrecoge únicamente porque tuvo el tino de surgir de un disco en el instante adecuado; el coro que canta “Creep” de Radiohead precisamente cuando Jim sabe que no tiene salvación de sí mismo, pero que desaparece como la canción del radio o del disco cuando Wyatt necesita que regresemos a la realidad: todo ese artificio casi romántico fue solamente una coincidencia.
Coincidencia maliciosa es también que el remolino de ideas que Wyatt nos echa encima camine sigilosamente entre escenas mientras dibuja los rostros de una mafia que de entrada suena mucho más pasiva pero que en realidad opta por rumbos antitarantinescos. Mientras Tarantino explota y abruma como medio y como fin, Wyatt se desvía hacia una narración mafiosa casi telepática, al borde de la inacción, un medio que dota a su película de un sabor agridulce, de regaño paternal con fines didácticos.
Y es que al final lo que tiene atrapado a Bennett en el círculo extravicioso del juego y la apuesta no es hambre de dinero ni de poder, no son ganas de duplicar las ganancias o una adicción a la victoria a toda costa.
Como en el más tradicional de los dramas, El apostador poco a poco y con pinceladas secas, nos entrega a un hombre con problemas hacia la figura paterna, ausente toda su vida y magnificada en ese abuelo dominante y exitoso del comienzo de la película, uno que en el lecho de muerte le promete nada para tratar de forjarle un carácter, así, a golpe de regaño, sin medias tintas pero también sin las lecciones que, paradójicamente, sí le dan otros ancianos, los que pertenecen a la mafia, los que lo educan sin querer a base de golpes y de insultos que, lo que son las cosas, tienen como fin liberarlo de su caída sin remedio.
El drama está puesto: la figura paterna o la del abuelo se visten de tragedia y de familia disfuncional mientras que los padrinos de Wyatt se encargan de enseñarle a Bennett cómo se sobrevive en una ciudad tan subterránea y de puertas adentro como Los Angeles, también diametralmente opuesto al que nos ha acostumbrado Tarantino.
Los padres han sido sustituidos. Ahora es la mafia antitarantinesca la que puede encargarse de la educación de este chico que descubre, por fin, la raíz de ese infierno que es la apuesta, el drama introspectivo ve en esa apuesta una rebelión infinita al padre ausente, al abuelo lejano y frío: la salida era aguantar, resistir en la mesa de juego como se resiste debajo del agua cuantos segundos se pueda sólo porque se puede.
Y el talismán, el precioso talismán que Wyatt le regala a Bennett es la confirmación de ello, una mujer que entre lo común y la novedad de nuevo rompe todos sus esquemas. Ahí, en la aceptación de ese talismán (una guapísima Brie Larson), esté quizá la falla de la película. Aquí es una aceptación redentora mientras que en el personaje rulfiano que reconstruyeron Gavaldón y Ripstein, era la feliz cuña de la tragedia.
Todo lo demás es un poderoso y muy interesante recorrido por las pesadillas sin escape de un personaje condenado a perder sólo por perderse.
El apostador
(The Gambler, EUA, 2014)
Dirige: Rupert Wyatt
Actúan: Mark Wahlberg, Jessica Lange, Brie Larson, John Goodman
Guión: William Monahan
Fotografía: Greig Fraser
Duración: 111 min.