TIFF 2018. Roma, crítica

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Roma.
Todos los caminos…

Por Erick Estrada
TIFF 2018
Cinegarage

Roma enamorada.
Alfonso Cuarón ha decidido contar a manera de arrullo su película más personal, no por autobiográfica sino porque la hizo donde quiso, con quien quiso. Entre los larguísimos planos contempladores -pero no contemplativos- llenos de coreografía que se vuelve montaje interno acompasado (a veces demasiado, a veces lo preciso) y al que le niega el baratísimo colorido mexicano usando en su lugar un neo realista blanco y negro de alcances poderosos (especialmente en la segunda parte de su parsimoniosa pero turbulenta historia), entre esos planos ensamblados con travellings lentos por milimétricos (pues milimétrica es la propuesta que parece querer entregar), se arrullan las ideas que estas bombas de tiempo en que se ha dividido a Roma provocan cuando se suceden, cuando suceden, cuando se nos dan.

Esas ideas son al mismo tiempo referencias de la amplificada mente de Cuarón en este mosaico trágico. Esas ideas han sido ya interpretadas como caricias de nostalgia y de memoria enamorada, cuando en realidad, dada la lejanía con la que la cámara retrata a los personajes, es más un telescopio desde el mundo contemporáneo a sus propios orígenes. Roma está armada de una larga serie de ideas abiertas, inconclusas, serenamente intangibles que, al sumarse, al estar montadas en una historia mínima (¿la memoria de un fantasma?), le dan a esta y a sí mismas un poder narrativo equiparable a la mano escondida del mago. Cuarón sabe a quién le habla y qué quiere que se escuche para, mientras nos introduce a la trágica y agitada vida de Cleo (su verdadero personaje central), dejar susurros inexplicables. Son ideas inconclusas que ensoñados y hundidos en su canción de cuna llenamos de significado cerrando las ideas que él ha decidido dejar abiertas.

En Gravedad, Cuarón extendía los resortes del cine de acción en planos igualmente largos, pero ahí esos planos se construían con el artificio de la tecnología a su alcance (y al de Emmanuel Lubezki presente aquí sólo en espíritu) para multiplicar su poder y quizá enviarnos a un futuro cercano. En Roma, la coreografía y el montaje interno sustituyen al artificio, coreografía y montaje que por un lado hipnotizan al conectarnos con ese pasado vivido por muchos real o imaginariamente (el inconsciente colectivo tiene ese poder), y por el otro aprovechan nueva tecnología para, simple pero no sencillamente, magnificar el poder evocador de lo que en pantalla decidió poner Cuarón: alta definición, lentes que le prestan una profundidad de campo brutal y necesaria dada la lejanía de su cámara, iluminación de alto nivel que a su vez explota y hace explotar tanto a su recreación de época (estamos en el verano mexicano de 1971) como a su diseño de producción. Es decir, Cuarón busca una historia más interna que externa, arrullarnos con sus travellings para provocar con ideas abiertas e inconclusas sensaciones distintas, variadas, pero hermanadas en el origen.

El truco funciona y funciona porque si bien Cuarón ensambla ideas abiertas y situaciones casi caprichosas, hay suficiente amarre entre ellas para, a pesar de iniciar bastante tarde su narración real, elaborar en sus entretelas una historia interesante e intensa.

Hábilmente, con inspiración visual, la en un principio apacible vida de Cleo se enturbia cuando el folklórico México de los setenta (tan folklórico como el Juanito mascota de la Copa del Mundo de 1970) representado en el patio limpio que inaugura la cinta, pasa a un México más violento, el del patio sucio lleno de mierda de perro; vamos también de la lluvia apacible a la granizada que golpea a Cleo cuando se entera que ha quedado embarazada de un novio que la abandona sin dejar rastro; y están también los cerros arbolados del viaje de Noche Vieja que tras cobijar un paseo casi idílico estallan después en fuego tarkovskiano, cerros que cuando Cleo encuentra a su novio no lucen ni pinos ni fuego, sino las siglas del presidente en turno, tatuaje nacional del represor gobierno que por décadas, varias, ha regido al país.

La historia se agita también y a su vez con situaciones contrapuestas que permiten, de nueva cuenta, la ensoñación (justificada): de la fiesta incontrolable de cognac y brandy de los patrones en la Noche Vieja, al bareto improvisado en el que los trabajadores del rancho beben mezcal y pulque en aires visuales que quieren recordar a Figueroa; del paseo en el bosque al felliniano embotellamiento en la Ciudad de México, túnel que es a la vez una trampa para Cleo (está a punto de dar a luz después de un desafortunado y violento encuentro con su novio, mano ejecutora de la matanza de Corpus Christi a apenas 3 años de matanza de Tlatelolco) y símbolo del México de esos años (y de los nuestros) tras un enfrentamiento tan sangriento y brutal: la luz al final del túnel no se ve… ¿Existe?

Roma, el detergente.
La otra Roma, la que evoca al detergente de las clases bajas en ese y en el México de nuestro años, está escondida también en los planos lejanos de Cuarón, quien apenas se acerca a Cleo cuando incrédula ve a su novio danzar sus artes marciales para impresionarla como fallido macho alfa en celo incontrolable, sin sospechar (ella) que esa misma danza será lanzada mortalmente contra estudiantes mexicanos y que a su vez provocará, en el encuentro con este artista marcial llanero, que el hijo que espera apresure el parto y encare a la muerte prematuramente, todo parte del símbolo de un México que tropieza con la misma piedra, que parece querer estancarse para siempre en un túnel largo y caótico, un México que ensangrentado une alumbramiento y muerte sin pista alguna para solucionar o comprender lo que ha ocurrido. Ese alumbramiento trágico es parte de un movimiento cercano en intención al cierre magistral de Jorge Fons en Rojo amanecer (México, 1989), sólo que en esta ocasión estamos todavía lejos de la conclusión del viacrucis de Cleo.

Porque Cleo, en medio de esa Roma enamorada en donde muchos han depositado la nostalgia como elemento central de la película, también es retratada de forma lejana porque lejana es en realidad a la familia que la acoge por necesidad y por costumbre, con buenas formas, con excelentes intenciones, pero que la explota en sus tiempos y voluntades y confunde la visión de la chica, con todo y que Cuarón la dibuja sutil y graciosamente como una iluminada (esa maravillosa secuencia Zovek-Cleo). Es decir, la Roma enamorada, de sutilezas y románticos Insurgentes en tarde de verano, esconde a la Roma de la lavandería, el encierro velado de Cleo.

¿Es ésta una película clasista? No, en un nuevo juego de ideas abiertas, de lienzos semi vacíos que pueden ser llenados mientras se experimenta la película, en ese telescopio que conecta al presente con el pasado, Roma retrata a una sociedad machista y clasista que cree que no lo es, que llama nana a la sirvienta pero le grita a la sirvienta cuando falla en su papel de nana, que no tiene empacho en verla golpeada por el granizo mientras sus hijos bailan en la lluvia protegidos con chubasqueros, malabar inquietante que a su vez se magnifica con el resto de la historia de esta mujer explotada, maltratada, desprovista de la posibilidad de decidir por ella misma al 100%: Cleo es el México de esa época, lúcido y poético, brillante y enraizado, pero atado a fuerzas ajenas que serán culpables del sacrificio de su futuro. Es el México que lava a la Roma que presume al mundo con un detergente del mismo nombre. Contradicción.

Así, al montaje del patio limpio con el patio sucio, Cuarón suma la Roma que todos quieren ver con la Roma escondida en el lavadero de la azotea, ahí donde está el dolor no contado pero asumido. Con ella, con Cleo, Cuarón nos muestra al pasado folklórico y romantizado -que es como la memoria nos deja ver las cosas- para susurrar en sus largos planos, en sus apantallantes construcciones de luces y brillos, la cercanía de la tragedia (esa memorable secuencia en la playa), los problemas no resueltos, los temas pendientes, la fractura en la que se ha vivido desde siempre.

Si Cuarón, voluntaria o involuntariamente, escondió el veneno en su dulce visual de carga bergmaniana es cosa que debemos discutir con él. Lo que hay que aprovechar es la oportunidad que esta película nos presenta para voltear a un pasado turbulento ayudados con el camino recorrido y averiguar qué tipo de país somos en este momento, ese que cree que la nostalgia cura las heridas y reforesta los montes que antes lucían las siglas de asesinos o el que tras vaticinios casi míticos (ese terremoto en la sala de incubadoras) sabe que nacerá muerto en un túnel sin luz.

La película es sí, un canto de cuna, un arrullo personal y colectivo. Pero en la figura trágica de su protagonista real (Cleo y lo que le pasa a Cleo que en algún momento exclama casi emocionada que “se siente bien estar muerta”) construye el símbolo de un país que ha asesinado a palos a sus hijos sacrificando su propio futuro, un país que da una cara al exterior cuando dentro, escondidos en los lavabos de las azoteas, otros lavan incansablemente  la sangre derramada o evitan, allá, la tragedia clasemediera (la secuencia de la playa, otra vez). Cleo es el eterno sacrificio de su clase, de su condición, de los otros a los que vemos sólo cuando los necesitamos sabedores de que están ahí, en su lugar, en donde deben de estar. La nana que en realidad es la sirvienta.

De una o de otra forma, todos los caminos llevan a Roma y Roma nos debería hacer pensar en ese México y en todos los México en el mundo, porque al pintar así a Cleo es convertirla en algo universal. Pensemos en las ideas abiertas que la cinta nos regala.

CONOCE MÄS. Esta es la entrevista de Erick Estrada a Alfonso Cuarón a propósito de su película Gravedad.

Roma
(México-EUA, 2018)
Dirige: Alfonso Cuarón
Actúan: Yalitza Aparicio, Nancy García García, Marina de Tavira, Jorge Antonio Guerrero
Guion: Alfonso Cuarón
Fotografía: Alfonso Cuarón
Duración: 135 min.

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