Baby, el aprendiz del crimen. Crítica. Película de la semana.

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Baby Driver

Bullit, el musical

Por Erick Estrada

Cinegarage

En un plano secuencia inicial que sirve como primera prueba de que Baby Driver se convertirá en un despliegue visual de primer nivel, Edgar Wright deja claro (como lo ha hecho con otros planos secuencia en sus películas) que no va a escatimar esfuerzos de su parte ni demandas hacia su público para construir una de las mejores películas de acción que hemos visto en este siglo.

Responsable ya de varias pequeñas joyas que han acercado al cine a más gente de la que él mismo sospecha, Edgar Wright hace de Baby Driver una declaración de amor humilde pero vistosa, sentida y emocionante, a las películas en que se ha inspirado toda su vida para poder filmar las películas que han inspirado a quienes vienen detrás de él.

Historia dentro de la historia, imágenes que comunican doblemente y que, de nuevo, se traducen en herramientas cinematográficas que desde siempre han estado con nosotros pero que directores menos avezados y mucho menos atrevidos olvidan en pos de un despliegue artificioso que poco narra y mucho rechina. Una de esas herramientas, repetida aquí solamente las veces necesarias, son las elipsis doblemente narrativas. La elipsis en el cine nos ayuda a transportar nuestra acción a otro espacio y tiempo sin la brusquedad del corte y con la posibilidad de aplicar algo de estilo. Los grandes, Scorsese, Coppola, el propio Godard, hacen con ellas maravillas que aquí Wright -especialmente en la primera mitad de la película- absorbe para injertar pequeñas dosis de secuencia que entregan pasajes que primero cumplen la función elemental de la sinopsis, pero que dentro de ellas llevan otra pequeña narración, una historia dentro de la historia que parece decirnos: entra y no mires hacia atrás.

Así, a los muy pocos minutos de haber iniciado lo tenemos todo muy claro: esto es una película de acción y esta elipsis narrativa es la primera prueba del turbo que alimenta todo.

Para seguir en esta espiral de acción perfectamente medida, Wright nos presenta a su personaje central, una especie de super héroe indestructible que parece sacado de las entrañas del Steve McQueen con más onda y que (para efectos de esta lectura ultra personal de la película) equivale al cine que parece todo lo que no es. Detallemos: Baby, este conductor que trabaja para un mafioso de altos vuelos (un hilarante Kevin Spacey) al que nunca conocemos del todo, es el conductor ideal, frío y sereno, el arma de escape perfecta para que ese delincuente pueda enviar a sus esbirros a asaltar bancos sin temor de ser capturados. Para esta lectura, este “super héroe” con onda es como el cine ruidoso y agigantado que dice ser de acción y no lo es.

Pero la frialdad y la mesura de Baby lo son hasta que comienza la música, el vehículo que él mismo ha descubierto infalible -y por lo tanto indispensable- para cumplir con su misión y registrar prácticamente todo lo que hace en su vida, desde los actos más cotidianos hasta los más extraordinarios, como recorrer Atlanta de punta a punta como si tuviera un mapa dentro de su cabeza. Baby puede dominar un carro de poder o uno sin alma transmitiendo seguridad e incluso cinismo, con la misma facilidad con que se deja llevar por la música para bailar con un auto al ritmo de Jon Spencer Blues Explosion. Es como si el loco Max que en la desértica Australia de un futuro cada vez más cercano tuviera una narrativa musicalizada muy distinta a la que pensó George Miller incluso para su capítulo más reciente, Furia en el camino (Australia-EUA, 2015), retacada de guitarras que nos persiguen en la carretera.

Baby es entonces dos personas, una oculta dentro de la otra, y a través de una acción que sube en intensidad y se complica en sus actos (sería muy sencillo regalarnos persecuciones sin sentido, escapes eternos de un grupo de acelerados conductores que en la octava entrega de su saga no cuentan ya con una finalidad definida) se revela ante nosotros como se deja ver ese amor al cine que Wright decanta en Baby Driver y en sus historias previas. El Baby del interior, el Baby que no ven sus cómplices de fechorías (y al que probablemente no quieren conocer), no es ese machete volando a 200 kilómetros por hora con que comenzamos la historia.

Cual Clyde que encuentra en la mesera Bonnie el complemento perfecto para sobrevivir la locura que lo rodea, Baby se topa con Debora e inmediatamente nos deja ver que debajo del criminal perfecto, debajo de esa máquina de salvar dinero, hay un chico con un corazón “menos digital”, que sigue otros procesos, más reales y tangibles para comunicarse con la gente “real”, con aquella que realmente le interesa.

¿Puede encontrarse aquí una lectura expiatoria del criminal que busca abandonar su vida de delincuente? Sí, se puede. Pero en la inteligente y audaz película que Edgar Wright elabora frente a nosotros, manipulando sus elementos como un dj de corta y pega sin el auxilio de software, armado sólo con lápiz de cera, tijeras y celo, la historia que toma fuerza con más claridad es la del resurgimiento de ese otro Baby que tiene que vivir escondido bajo la frialdad de su oficio y la precisión de los ceros y los unos que su colección de iPods le suministra (uno para cada ocasión, a pesar de que todos fueron robados a manera de botín propulsor de futuras fechorías) como medida precisa para sincronizarse con sus colegas de crimen.

Debajo sigue ese Baby que pasa el pantano auxiliado por el escape que la música le da. Probablemente por esa razón es que solamente el primer atraco nos deja ver a un Baby cantarín. Los siguientes asaltos eliminan esa parte (que habría resultado redundante) y nos meten de lleno a la cabeza de este conductor que monta su acción inspirado en la música elegida para la ocasión y auxiliado por las imágenes que a su vez montan secuencias alucinantes de cine real de corta y pega, sin el auxilio de los procesos digitales que sobre explotan otras películas.

Ahí también hay una declaratoria de amor al cine de parte de Wright y un camino más para llegar al Baby real (¿este descubrimiento es en verdad la historia de la película?), el que está harto de todo y quiere largarse con su chica. “Me, my music and the world” se transforma de un himno egoísta del primer Baby a una invitación a su Bonnie/Debora a sumarse a la ecuación.

La salida final del cascarón, la transformación definitiva de Baby aparece, como en toda buena película de asaltos, con la misión suicida, el último intento, el golpe final que tantas alegrías nos ha dado. En él, en las complicaciones que nos llevan desde Tarde de perros (EUA, 1975) hasta Perros de reserva (EUA, 1992) –Tarde de perros de reserva sería, de hecho, una buena idea para una película de acción suicida- despoja poco a poco a Baby de esa coraza protectora, nos dejan ver sus motivaciones, sus memorias guardadas como en los viejos casetes: debajo de capas de regrabaciones que de repente surgían de la nada para entonar canciones que se creían olvidadas, perdidas para bien del presente y en perjuicio del pasado. No, en ese golpe final Baby pierde todo apoyo digital, toda máscara sustentada en las inseparables gafas de Sol (¿recuerdan esa imagen de Bonnie and Clyde con Warren Beatty y sus gafas de Sol rotas?), sus iPods se desvanecen poco a poco para llevarlo primero al soporte anterior inmediato (los nada glamorosos CDs) para dejarlo después cobijado en el colchón de lo análogo, ahí donde las memorias saltan cuando uno menos se lo espera sin posibilidad de hacer clic en el botón de skip. Poco a poco Baby deja de ser digital y sale de la madriguera como un ser análogo, como todos nosotros. ¿Redimido? No sabemos. ¿Más cercano a él mismo? Sin duda.

En Baby Driver sobreviven también la FM, el freeway como símbolo del gran viaje, como la carretera donde la sentencia “no confíen en nadie más que en ustedes” tiene que hacerse realidad para una pareja en escapada. Baby ya no es Baby.

Pero antes tiene que demostrarlo y tras un torbellino fabricado de petróleo y de neumático quemado, oscurecido como el asfalto que Baby también parece dominar; tras elegantes y sorprendentes secuencias de persecución; después balaceras en donde cada proyectil parece seguir la coreografía dictada por el ritmo de “Tequila”; tras secuencias que descomponen el paso de primera a segunda velocidad con la poética mecánica importada directamente de Mad Max;  tras derrapar la cámara con un ritmo que hace pensar en Bullit, el musical; tras todo ello Wright quiere que Baby vaya también al oeste (si lo hicieron los Rápidos y furiosos, Wright tiene todo el derecho del mundo) y en un nuevo lance de amor nos lleva al western (prácticamente el primer cine de acción) para, con la misma elegancia de esa danza de colores primarios en la que Baby habla con Debora en una lavandería más común que corriente, sumergir a Baby en un duelo de caballos de fuerza lleno de poder cinematográfico y emoción de esa que viene de lo más profundo del estómago.

Wright lo ha hecho de nuevo dentro de la misma película. Desvaneciendo las pesadas cortinas de Asesinos por naturaleza (EUA, 1994) -sin dejar de generar su propia dosis de violencia, estética violencia- y sometiendo sus motores con algo de las noches de Salvaje de corazón (EUA, 1990), Wright se ha remitido a otro cine clásico mientras le quitó a su personaje la coraza protectora de lo digital en una película filmada a la vieja escuela.

A golpe de iPods accidentados, sin su pista de aterrizaje soportada en la música inalterable del MP3, resucitando su alma análoga, ahora Baby acepta su humanidad, su vulnerabilidad, su  capacidad al error, su entrada al círculo imperfecto del vinilo y del contacto de la aguja con el disco. Es una nueva persona… que no es otra cosa sino una persona normal.

¿Qué es lo que va a hacer a partir de ahora? ¿Los duelos de caballos de fuerza pueden ganarse? ¿El freeway en es realidad una pista de escape? ¿Es Baby Driver, este acalorado escarceo casi sexo profundo y sin barreras de Edgar Wright con el cine, un símbolo generado -sin sospecharlo- de que el cine y sus historias necesitan volver a tener corazón como le ocurrió a este conductor atrapado en y por la mafia? ¿Es esta película una carta que nos pide olvidarnos de la frialdad del asalto al banco, una invitación a volver al cine de sangre que corre y de coches que saltan y de kilómetros que desgastan?

Parece serlo, y creo que deberíamos aceptar la invitación. Baby Driver es una muestra más (una muestra prácticamente perfecta) de que el cine debe serlo de nuevo y olvidarse de una vez por todas de la monstruosidad binaria y repetitiva en que se ha convertido.

Escapemos con ella. Escapemos.

CONOCE MÁS. Esta es la entrevista que Erick Estrada y Evaristo Corona le hicieron a Edgar Wright y Ansel Elgort.

CONOCE MÁS. Este fue el último avance de Baby Driver.

Baby, el aprendiz del crimen
(Baby Driver, Reino Unido-EUA, 2017)
Dirige: Edgar Wright
Actúan: Ansel Elgort, Lily James, Jon Hamm, Kevin Spacey
Guión: Edgar Wright
Fotografía: Bill Pope
Duración: 115 min.

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