CIFF 2016 – 03. Del suicidio a cuadro a la miel americana

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CIFF 2016 03
Del suicidio a cuadro a la miel americana
Por Erick Estrada
Enviado

Snowden
El gran hermano está frente a tí y domina la pantalla, la suya propia, a través de la que te vigila y con la que se comunica con todo mundo, y la que Oliver Stone construye a partir de ella, disminuyendo el tamaño del interrogado para convertirlo en un símbolo de sí mismo, disminuído, atrapado, vigilado. Un ojo lo observa y es capaz de leer el pensamiento de ese hombre empequeñecido en que se ha convertido el Edward Snowden que Stone describe en esta película.

El gran hermano ha llegado al lugar correcto en el momento indicado y de repente todo parece estar hecho y alineado para ese interrogatorio, desde apuntar de nuevo a la voraz industria militar de los Estados Unidos como responsable de muchos de los males del sistema político de ese país, hasta la divulgación de la idea que ha sostenido desde hace mucho los discursos críticos (unos más, otros menos) de Oliver Stone: “No tienes que estar de acuerdo con tus políticos para ser un patriota”. Y aquí, una vez más, Stone (que en los momentos débiles de la película, como esa pequeña sesión de aplausos cerca de la conclusión, parece dejar hablar más a Snowden) se dará la libertad de disentir con sus políticos sobre el tema de la información, el acceso a ella y el manejo que de ella (nuestra información) hace el gobierno de los Estados Unidos cobijado con los pretextos que para ello ha fabricado desde siempre su aparato militar en las más altas esferas.

La excusa para ello, mucho de lo que ya había desmadejado Stone en la que quizá sea su película más rebelde, JFK: la seguridad y el terrorismo. La diferencia es que en aquella, el terrorismo, los embates tanto de la mafia como del mundo comunista venían de fuera y amenazaban con desmantelar la democracia americana. En Snowden, el terrorismo tiene la cara que hoy todos identificamos y en busca de ella el ejército más poderoso del planeta se convierte también en esa enorme plataforma en la que el Gran Hermano se oculta en cientos de rostros para vigilarnos.

La vuelta de Stone es, quizá por ello, maestra: en un guión bastante menos serpenteante, más directo -si es que podemos llamarlo así- que el de JFK, con un estilo narrativo más sereno, con menos juegos de espejos (aquí sospechamos de nuevo que la voz de Snowden quizá se entromete demasiado), el terrorismo que el aparato de vigilancia de Estados Unidos busca y del que en un principio era parte el propio Snowden se vuelve contra ellos mismos y en consecuencia un trabajo ordinario como el que este hombre realizaba se convierte de la noche a la mañana en un trabajo criminal y el instrumento de persecusión se convierte rápidamente en el perseguido por el propio gobierno que lo capacitó.

Ese Gran Hermano amenazante en big close up interroga temeroso de que sus secretos se desvelen, pero lo oculta siendo a la vez un Mago de Oz que presume más fuerza de la que tiene, especialmente después del retrato que de él, del Mago, del Hermano, del gobierno de los Estados Unidos, ha hecho Stone durante la película.

Lo más preocupante de ese Gran Hermano es que según Snowden, la película, no opera gracias a ese temor, sino que ese temor es parte del disfraz que utiliza para que sus verdaderas intenciones (o incluso los verdaderos rostros) no se descubran. Stone plasma ahí un gobierno traicionero que miente a conveniencia (el rostro de Obama y sus declaraciones de campaña aparecen con oportunidad quirúrgica para dejar claro que esas promesas se tergiversaron a conveniencia de todo mundo menos del pueblo americano) y que opera, como ya nos lo había mostrado en JFK, con espías internos con más entrenamiento que corazón.

Si bien la película camina con sigilo y presteza a través de los bosques de información con que cuenta este caso (todavía abierto como el caso mismo de John F. Kennedy) y si bien el punto de vista crítico de Stone sella la película de principio a fin, se echa de menos (especialmente si hablamos de enfoque crítico) ese intento de mostrar todas las caras del caso como se hizo en JFK.

Snowden y las vueltas de su caso, de perseguidor a perseguido, de patriota acrítico a uno que cuestiona la ética de su gobierno, el parecido con los juegos de la mafia (“se entra a la CIA pero jamás puede uno salir de ella”) es un traidor a los ojos de ese gobierno pero tambien un producto de ese propio gobierno, entrenado por él, mantenido por él. ¿Dónde están los otros puntos de vista? ¿Dónde acomodar ya sea una idea misteriosa o una pregunta incómoda que nos haga voltear 180 grados para alimentar la lista de preguntas sobre el caso? ¿Dónde está esa mirada ruda y retadora de Garrison en JFK? Porque lo que nos entrega Stone aquí, con una eficacia estremecedora, es la mirada misma, cercana a la justificación, de Edward Snowden, demasiado presente en la conclusión de la película, como para echar de menos el vigor casi desmadrado de aquél Stone y lamentar un poco la sobriedad de este.

No tenemos que estar de acuerdo con el director para seguir disfrutando de sus películas.

 

American Honey

Come on and open up your hearts
Come on and open up your hearts
Come on and open up your hearts
Come on dream on, dream baby dream

Yeah I just wanna see you smile
And I just wanna see you smile
Yeah I just wanna see you smile
Come on dream on, dream baby dream

Bruce Springsteen, “Dream Baby Dream”.
Los invisibles. Spring Breakers en escapada. Un tribu que en coreografías hipnóticas recluta a Star, una ladrona de tiempo, para invitarla a convertirse en ladrona de vida, de vidas, de instantes.

A través de esos instantes Andrea Arnold tejerá una historia que probablemente sólo sus protagonistas vean, todos unidos en esa tribu coreografiada que recorre las basuras de las ciudades en busca de un brillo que mantenga viva la llama de su hedonismo a ultranza, uno que si estuviésemos frente a personajes menos desolados podríamos llamar dionisiaco, pero que cuando Arnold deposita en este grupo de seres invisibles, probablemente de intocables (el rechazo de la sociedad capitalista ante los “improductivos” se manifiesta como una supresión de su existencia) se queda en una especie de último fulgor de la enorme hoguera que alguna vez fue el sueño americano.

Estos jóvenes en eterno movimiento, que sobreviven más por naturaleza egoísta y amoral que como rebeldes al sistema (aunque mucho de rebeldía anticapitalista existe en el hecho de robarle al capitalismo para hacer nada con ello) unen habilidades consideradas viciosy remiten tanto a la tradición americana del ladrón viajero que también se experimenta en Captain Fantastic y su propia rebelión anti capitalista, y otras a ese engaño genial y aleccionador de la isla perdida en Pinocho en donde el aparente escape del sistema esconde dentro de sí otro igualmente opresor y oscuro.

Por ello encontramos a Krystral, la maquiavélica verdadera titiritera (ojo al control sobre el grupo y en especial sobre su “reclutador de talentos”) y por ello es que atardecer tras atardecer, esta oda al escape y al paisaje americano (a fin de cuentas se trata de una road movie), cambia de color para rematar en un lamento interminable por ese sueño americano perdido, en una desconsoladora mirada a los remanentes de la hoguera, pero todo entregado con esas viñetas, con ese tejido que Arnold refuerza como si también contara la historia de una maldición casi vampírica: a veces está el amor de Star por este grupo que la saca de la invisibilidad y poco después encontramos el lado oscuro que krystaliza en esa titiritera de senos al aire (Riley Keough, la nieta de Elvis rizando el rizo para Andrea Arnold), para más tarde recuperar un pequeño atisbo de luz que le recuerda a Star y (lo desciframos) a todos los demás en esa tribu, que fuera de esta isla perdida, más allá de la carretera en donde todos escuchan gangsta rap, no hay nadie que los tenga en la mira: volverán a ser invisibles sin remedio. La trampa/nido en que se encuentra Star (Sasha Lane natural a más no poder) es al mismo tiempo la cuerda de la que se libera en ese pueblo donde adormecidamente pasaba las tardes y a la vez otra que la enreda en un escape romántico sin amores ni rencores.

American Honey camina en esas espirales quizá a veces redundantemente, pero con un amor por sus personajes ejemplar, nunca moralizante y mucho menos acusatorio. Estos niños perdidos son la consecuencia y no la causa y por lo tanto el disparo crítico es hacia el país dueño de estos paisajes, hacia el sistema que cree que estos chicos son incapaces de incorporarse a él (esa risa burlona del ama de casa cuando nuestro “vendedor” estrella le miente, aunque ella no lo sabe, diciéndole que quiere estudiar política). Y ese disparo crítico se hace con un enamoramiento similar a las luces y los horizontes de los Estados Unidos que así, desamparado como están los personajes de Arnold, parece incapaz de recuperarlos, de volver a ser dueño de sí mismo.

Arnold sigue virando y esa oda al escape y al ser americano cierra de nuevo conviertiéndose en un lamento color miel, en un grito de auxilio engañanado con los pensamientos de Bruce Springsteen (quizá uno de los mejores momentos de la película entera con “Dream Baby Dream en las bocinas de un tráiler americano), en un llanto por la América que se nos escapó sin que quiséramos voltear a ver hacia dónde se dirigía, en una película que hace que su cámara bordee el límite entre ficción y realidad, en una lista de personajes tan ejemplares como olvidables, en una colcha americana (otra forma de enteder la narración de instantes de Arnold) que esconde el rostro pero que no cobija.

Quizá sólo queda soñar y saber que el sueño es todo lo que nos queda.

 

Christine
“Watergate contra el optimismo indestructible” sería una buena manera de resumir el modo de vida americano a la mitad de los años setenta. Por un lado el país se desmorona gracias al empujón al abismo de la administración Nixon y su bestialidad crónica, y del otro lado se levanta una moda extraña y ajena a todo sentido común a través de la cual los seres humanos de occidente son aleccionados para pensar y eventualmente creer que la felicidad es el estado ideal y que hay que mantenerla a como dé lugar.

La bipolaridad social que ello refleja es una grieta más en el sistema capitalisma que ahora, 40 años después, se ha convertido en un cañón de profundidades kilométricas y eso en Christine, es el subtexto que hace de esta película una experiencia angustiante a la vez de inexplicable.

Narrada con un pulso que podríamos tachar de malicioso (y eso es una cualidad), acomodando a sus actores en una recreación de época sencillamente deliciosa, presentando a la Christine de su título con una naturalidad envidiable, la película efectivamente cuenta el proceso que desató la decisión de la periodista Christine Chubbuck de cometer suicidio a cuadro, al aire, mientras se transmitía el noticiero en que trabajaba en 1974, pero no pierde la oportunidad de jugar también maliciosamente con esos elementos y otros que adornan (si el caso que se narra permite la palabra) el desarrollo de la historia y, por supuesto, el planteamiento de una sociedad bipolar e incomprensible, como incomprensible era para sus colegas la contradictoria personalidad de Christine, atrapada en contradicciones monumentales.

La división clara, clasista, capitalista entre ciudades y noticieros de ciudades y provincias y noticieros de provincias, el paso del material que estos usan del cine al video, el muro de eventos que le dicen a Christine que su vida parece haber terminado cuando ella apenas va a cumplir treinta años, “el nivel blanco y el nivel rojo”, la aceptación social de las notas periodísticas profundas pero la necesidad de la estación de tele de generar otras completamente amarillistas, el quiebre que todo ello provoca en la gente que, además, vive el drama político de la destitución de Nixon, la normalización que de ese evento se pretende en los medios y la sociedad, y la moda-casi-necesidad de aliviar las penas con un simple método de respiración o un litro del mejor helado.

En medio de ello, Christine, el caso de la superficie, desarrollado casi con discreción pero permitiéndose la generación de tensión dando pasos entre lo cotidiano de la vida de esta chica y la necesidad de aceptar la mentira que apesta a verdad que dice que “la sangre vende” y que ve en esa aceptación el último respiro de su vida. Un respiro que se convirtió en sangrienta bofetada en plena pantalla de televisión, la caja idolatrada por ese sistema bipolar, generadora de esa fantasía que muchos llaman felicidad.

 

Captain Fantastic
“La contradicción conduce hacia adelante”.

Dialéctica marxista y la presentación de una familia regida y construída alrededor, sobre ella, en esa espiral evolutiva en la que no se suma sino se añade. Filosofía y pensamiento de vida valioso olvidado en un mundo empeñado en la suma y no en la adición (y es que no son lo mismo) y por lo cual (por ese olvido) esta familia ha decidido olvidar al mundo y refugiarse en lo más profundo del bosque y en lo más profundo de ellos mismos.

Matt Ross nos presenta a esta familia al mismo tiempo que realizan un rito de iniciación tribal, casi perteneciente a El señor de las moscas (Reino Unido, 1963) pero que marca el punto de partida de uno de los varios enfoques que esta historia presenta y desarrolla -quizá demasiado dulcificadamente- pero con lo suficiente para calar, especialmente en aquellas almas que no han tenido la fortuna de contar entre sus experiencias a aquellas que no sean las del consumo masivo hoy impuesto a una forma de vida impuesta en un mundo que sólo busca imponer su pensamiento. Suena redundante, y ese es otro de los enfoques que Captain Fantastic propone: el choque dialéctico de la forma de vida de esta familia aventurera contra la redundante forma de vida en la que está atorado nuestro mundo en el siglo XXI.

En algún momento de esta historia de choques y contradicciones, la familia Cash, liderada por su pater familias Ben, tendrá que enfrentar al mundo que habían decidido dejar atrás para darle a la madre recién fallecida un funeral según sus deseos y no según las formas que sus padres quieren seguir.

En esa salida (o entrada) al mundo de todos, la familia Cash verá reflejados los métodos y los resultados del sistema que han decidido abandonar, puestos contra el pensamiento que moldean entre ellos a partir de las teorías devoradas en su extensa biblioteca familiar (Bo, el hijo mayor, ha pasado de ser troskista a maoísa pues, intuímos, su lectura de la historia transforma su forma de pensamiento impulsándolo siempre hacia el futuro). Ahí se nos presentarán también los distintos enfoques de la película.

El primero y probablemente el más obvio, el choque inevitable de dos formas de pensar que conforme estrellan sus cabezas reflejan una radicalización del pensamiento en ambas y para ambas. Vemos ahí la agresividad implícita y explícita del sistema capitalista (cualquiera fuera de sus normas es considerado poco menos que un lunático) en pelea con la eterna ingenuidad del sistema de vida de los Cash, forjada a partir de miles de hojas de libros pero poca experiencia para un mundo que no quiere depender más de esas hojas y que tiene a la malicia como un elemento fundamental de sus sistema (el plan “liberación comida”, mitad Peter Pan, mitad Guerra de Guerrillas). El choque dialéctico de estos dos mundos contrarios, de estos dos polos, nos hace pensar y buscar el punto medio como camino o solución. Ese choque no es solamente necesario desde el punto de vista de la diaéctica marxista (dentro y fuera de la película), sino que evidencia las grietas de estos dos sistemas (dentro y fuera de la película) logrando, por lo menos en teoría, que sus cualidades suban una escala en la evolución del pensamiento y logren un mejor sistema que sume sus cualidades y deje atrás sus deficiencias.

En ese reto se encuentra precisamente Ben quien, ejercitando otra propuesta de la película y atrapado en este choque de contrarios (él es probablemente el único en lo que queda de su familia que ha vivido en ambos mundos), ve cómo la figura de líder indiscutible del clan, iniciador de hombres y chamán teórico, se transforma poco a poco en la de un ingenuo charlatán que en un sistema opresor y probablemente igual de contradictorio que el suyo tiene que bajar la cabeza y obedecer, todo en un dibujo simple pero no simplista del choque generacional. Es decir, Captain Fantastic es también la historia de la nueva idea (encarnada en Bo) que choca con la de la idea original (Ben) en el eterno dilema generacional, parte de la evolución del pensamiento. Es el paso del “Oh, Captain, My Captain!!” de La sociedad de los poetas muertos (EUA, 1989) y donde Walt Whitman es tan importante como en la película de Ross, al pequeño capitán de balsa que tiene que recuperar su peso poético para levantarse de nuevo.

De ahí el final épico sin héroes de la película. De ahí el tono de fábula inyectado en ese desenlace. De ahí la improbabilidad de sus acontecimientos finales (repito, probablemente demasiado dulcificados, como su versión campirano-funeraria de “Sweet Child of Mine”). Pero también de ahí el espíritu nuevo aventurero que entrega, la nueva idea surgida del choque inevitable de los dos contrarios que convergen en su narración, de ahí la ingenuidad rescatada, fortalecida y renacida (tan de Whitman, tan de Twain) que Captain Fantastic (el grado de Capitán no debe sonar gratuito) y de ahí la (r)evolución de pensamiento en esta familia que idealmente provocará un cosquilleo de curiosidad en quien la vea.

La sociedad de los poetas muertos no llamaba a la revolución, pero despertaba curiosidad. Captain Fantastic, sin sus tragedias (estos nuevos tiempos imponen una cada vez menos sana pulcritud incluso en estas historias) quiere ser un transformador de conciencias utilizando una historia ligera pero lo suficientemente profunda e idealmente puede convertirse en un aullido que llame al diálogo surgido de la contradicción, con todo lo marxista y dialéctico que ello suene.

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