FICM 2016 – 07. La chica del tren y un peluquero romántico

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FICM 2016 07
La chica del tren y un peluquero romántico
Por Erick Estrada
Cinegarage
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La chica del tren
Obsesión, rabia, ciegos de alochol, mentiras y ninfomanía son probablemente los elementos que en La chica del tren hacen el día a día de Rachel, un personaje atormentado por un pasado que apenas puede recordar (padece un alcoholismo atroz) pero que un hábil y malicioso Tate Taylor nos invita a descubrir entrando en una película resbaladiza, llena detrampas narrativas pero utilizadas como hacía mucho no se veía en un thriller psicológico con aderezo de drama familiar.

No se trata sin embargo de ningún clásico instantáneo ni de una película que recimentará el thriller psicofamiliar de Estados Unidos, pero sí de un vertiginoso cuento negro en el que tres mujeres tratarán de desenredar un nudo tanto real como metafórico en el que otros ingredientes se suman a la lista para quitarle todo tipo de magia que en un descuido pudiera asomarse: muerte, engaño, violencia intrafamiliar, machismo y frustración.

Es decir, antes que volcarse a resolver un caso que, repito, está gratamente presentado con todas las trampas imaginables en este tipo de películas (letreros que antes que aclarar una línea del tiempo nos impiden leerla, las memorias cruzadas u olvidadas que brotan en flashes en el momento adecuado, un par de ases falsos bajo la manga) y que con velocidad perturbadora se retuerce en la pantalla con (¿será esto una trampa más?) personajes femeninos tremendamente parecidos físicamente entre ellos.

¿Taylor busca hablarnos de una sola mujer aunque aquí tenga tres rostros? ¿Se trata en realida de una violenta y sí, algo oscura fábula que sirve de denuncia contra la violencia de género y la intrafamiliar? Probablemente La chica del tren no quiere llegar a tanto, pero lo que sí consigue es un interesante y cautivador retrato de tres mujeres orbitadas por otros tantos hombres (embrutecidos de testosterona, machismo, sexismo y, por supuesto, imbecilidad lúcida) que establecen en su historia trenzada un juego de poder que se vuelve incluso territorial y que al transformar su objetivo central (pasan del juego de celos y posesividad al serio tema de resolver un asesinato), revolotea y repite dosis de violencia que si bien está manejada con cierto tino y efectividad visual (aquí otra de las bonitas trampas de la película), probablemente se dulcifica de más hacia el desenlace (estudiar a Friedkin no habría estado nada mal, por ejemplo).

Del otro lado, sus machos personajes no están descuidados por ser casi desde el inicio los antagonistas de la historia: son abusivos, retrógrados, violentos y compulsivos en grados primero atemorizantes (hay nervios de punta en un par de secuencias) y después creíbles.

Así, revoloteando entre sus ingredientes, malabareando los nombres de su lista de personajes, entrando a un juego de riesgo en el que La chica del tren pudo perder su propio hilo conductor y regalando dosis riesgosas de obsesión a través de una arrolladora Emily Blunt (aunque el reparto completo merece ser destacado), la película es un pequeño volcán de emociones que convierte a sus personajes femeninos de dulcineas desamparadas al lado de la fogata, en femmes fatales casi vengadoras y que en otro universo pueden trabajar desde ya como justicieras de género… Aunque probablemente La chica del tren no busque tanto.

 

El peluquero romántico
Una cama vacía, un duelo que acomoda un moño negro en la entrada de la peluquería de Víctor, el cabello de la chica que le trae la comida (casi transparente símbolo del erotismo huamanísimo entre ambos). Películas viejas en su casa vieja acompañadas de la antiquísima Cuba Libre. Canciones viejas que salen de vinilos polvosos y que suenan en tocadiscos tan pesados como un ataúd.

Pero en El peluquero romántico el único ataúd es el de la madre de Víctor quien al terminar el latosísimo protocolo del velatorio, se dedica a reencontrar el rumbo de su vida marcada por todo lo viejo que se nos presenta en la película, que pertenecía a su madre pero que para él no significa ninguna carga.

Por el contrario, Víctor explora todos estos elementos en una rutina plácida y soleada que en la Ciudad de México lo lleva del dominó con sus amigos a las pláticas de coqueteo de barrio con la chica de la comida.

La película presenta todo esto en un tono de comedia amarga que aceita perfectamente esta casi inexistente historia (todo da vueltas y desaparece para volver a aparecer) y que nos levanta en un remolino que no quiere convertirse en tornado aunque tiene todos los ingredientes para hacerlo. Lo que El peluquero romántico hace en ese arranque y desarrollo es navegar entre mares que muchos consideran rebasados y anquilosados para demostrar que Víctor se encuentra en todos estos objetos probablemente antes que entre sus amigos, y que el desprecio de las nuevas generaciones por lo viejo y lo raspado no es sino un signo de incultura brutal: sus amigos nunca cuestionan sus gustos, se acercan a ellos con una naturalidad semejante a la que conduce la casi triste pero completamente ilustradora rutina de Víctor, ir de la casa a la peluquería (un prodigio de locación chilanga), a las películas viejas en la tele y después a los polvosos vinilos que se dejan pinchar en ese tocadiscos monumental.

En medio de estos círculos casi idénticos, que rozan lo repetitivo pero que lo sortean con delicadeza (ese Acapulco en la azotea es tremendamente reconfortante), aparece un elemento no buscado, igualmente viejo, que lleva a Víctor a otra ciudad y lo reta a levantar ahí una rutina con elementos completamente nuevos pero igual de polvosos y usados como los que tiene en casa. Como en espejo, Víctor se encuentra hacia el cierre de esta historia, revitalizando otras memorias y otra parte de sí que pensaba perdida para siempre… Y desgraciadamente ahí se trastoca el tono de la película, solamente un poco, pero lo sificiente para que el nuevo se haga notorio y por momentos incómodo.

El peluquero romántico sufre una fractura cuando va enfilándose a su final y retrasa este tanto como puede para jugar con un espejo plantado frente a la rutina de Víctor, un riesgo incomprensible cuando incluso manteniendo la sorpresa que desequilibra la sucesión de rutina y enviando a nuestro personaje a terrenos completamente desconocidos, la película pudo rematar con una reflexión hacia la figura paterna que en 10 minutos pudo decir más y expiar penas similares a las de La caja vacía, de Claudia Saint-Luce, que (en ese sentido) busca ese ejercicio con resultados (en ese sentido) mucho menores.

La película se extiende, se regodea un poco, se vacía por momentos en ese final que habiendo llegado (dos retratos en brindis fraterno) recibe un desplante y nos hace echar de menos el lúcido, poderoso, divertido, cálido planteamiento y desarrollo inicial (o se podría decir original). En cambio nos regala sin que lo pidamos (y por ello no lo disfrutamos) la otra aventura urbana de un Víctor que por momentos es irreconocible. Lo sería para su enamorada de barrio, lo es para nosotros como expectadores.

 

Tres mujeres (o despertando de mi sueño bosnio)
Tres historias, cada una de ellas padecida por una mujer diferente, se encontrarán circunstancialmente en momentos distintos en Sarajevo, ciudad retratada con fría distancia por Sergio Flores Thorija. ¿La razón de esa distancia y de ese padecer? Que el sabor de boca que Sarajevo nos dejará al tratar con un desdén mayúsculo a los sueños de estos tres personajes no será nada grato.

Ivana quiere cambiar de ciudad. Clara trabaja como pole dancer para pagar sus estudios. Marina es lesbiana. Sergio Flores Thorija se mete entonces en la carretera de la desilusión para hacer trizas estos tres sueños y lanzar, probablemente, un grito de auxilio o, probablemente una denuncia, o quizá una carta de reclamo o, a lo mejor una sentencia de muerte a una ciudad y una cultura (que podría ser cualquiera en el mundo) que se deja ver como una enorme prisión si alguien decide escapar de ella; como machista, ultraconservadora y sexista si alguien no cuenta con un trabajo “normal”; y como tremendamente homófoba e intolerante si, otra vez, si alguien tiene preferencias sexuales “anormales”.

¿La razón de tanta duda? Que la película insiste pesadamente en una literalidad visual que termina por contagiarse a los diálogos y a buena parte de su escenas. Es decir, la cámara de Flores Thorija habla tan poco, elabora un discurso tan atado y monótono, que el retrato que entrega de sus personajes (tremendamente interesantes de haber sufrido un tratamiento más profundo en el guión y claro, en su transportación al lenguaje cinematográfico) es también monótono, soso, espeluznantemente unidimesnional a pesar de la potencial riqueza en matices de sus personajes, especialmente Marina, a todas luces la historia más interesante y que tiene -como historia- un momento de lucidez rabiosa a la mitad de una cena familiar (y es que ahí hay por lo menos un cambio de plano ante el afligido rostro de Marina), que resuleve mucho o casi todo de su caso y que habría rematado con valor y fundamentos esta dolorosa y a la vez romántica historia.

Sin embargo Flores Thorija la deja escapar para alargar aún más su historia que, a pesar de ello y hacia el final, da atisbos de sugerir, de dejar leer entre líneas, de lanzar un mensaje extra a lo que literalmente se nos ha contado redundantemente casi hasta el hartazgo, cuando apresurado por su conclusión acerca sus cortes, sugiere un discurso y deja hablar un poco a su cámara.

Desgraciadamente eso dura solamente unos cuantos minutos. El resto de la película reposa pesadamente en rutinas replicadas, retratos de diálogos sin ningún tipo de contracampo, cámara atada al suelo, una premeditación muy notoria a alargar el tiempo de sus tomas, de sus escenas, que sin embargo no entregan nada que no sea la leyenda dura y humana de sus personajes y que justo, al carecer de un discurso verdadero, sugerente, que dote de profundidad a lo obvio y evidente que aparece en pantalla, no pasa de ser una leyenda de tres sueños rotos.

Ni migración. Ni feminismo. Ni homosexualidad. Los temas son dejados de lado por el deseo del no discurso visual.

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