FICM 2016 – 06. Sueños y extraterrestres, ciencia ficción y Wirikuta

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FICM 2016 – 06
Sueños y extraterrestres
Por Erick Estrada
Cinegarage
Enviado

El sueño del Mara’akame
La cultura Wixárika es una cultura viva que por cuestiones del destino terminó incluída en la variedad de culturas que hoy componen México. La cultura resultante de la mezcla de distintas culturas contando las europeas, es un rico mestizaje que ha asimilado mucho de las ideologías nativas y de las importadas y que, como toda cultura viva, seguirá incorporando ideas y conceptos de quien se encuentre a su alcance.

Dentro de ella, los Wixárikas, como toda cultura viva, también se han apropiado poco a poco costumbres que no necesariamente chocan con las suyas sino que incluso pueden complementarla.

En El sueño del Mara’akame, Federico Cecchetti une esta ya de por sí complicada idea y arranca su narración mostrando lo que en apariencia es un choque cultural. Nieri, un joven huichol (palabra en español para nombrar a los Wixárikas) debe cumplir dos compromisos: primero, uno con la comunidad, que quiere hacerle la ceremonia de iniciación para saber si tiene el don necesario para encontrar al venado azul y convertirse en Mara’akame (chamán visionario). Para ello es presionado por su padre, exigente y riguroso en cuanto al trato hacia su propia cultura quien con ruda sutileza le inyecta las dosis necesaria de disciplina que sin embargo chocan con el otro compromiso de Nieri, ir con sus amigos a ensayar y consolidar un grupo musical. Sobra decir que ambas ideas tiran para lados contrarios.

En esa presentación, con una cámara que dialoga con nosotros con una inteligencia apabullante, con un ritmo que ni se endulza en los momentos reflexivos al mostrar trazos finos de la ya de por sí elegante cultura Wixárica, ni se ensucia con virus estereotípicos para mostrar el choque de esta cultura con el mundo mestizo de la Gran Tenochtitlán, Cecchetti muestra a ambas culturas irremediable y afortunadamente entrelazadas, asimiladas una a la otra en lo asimilable y delimitadas en sus fronteras que, como es de esperarse, se modificarán como siempre conforme el tiempo avance.

La película es brillante en su discurso, meditativa en sus imágenes, profunda en la construcción de sus momentos (es probablemente y por cuestiones de forma, una narración cinematográfica multi climática) y al desenredarse en la descripción del conflicto de Nieri, nos permite ver en un lenguaje onírico cautivador y que escapa de clichés y trampas que la habrían ensuciado sin remedio, las ideas de un posible Mara’akame que, contrario a lo que se pudiera pensar, terminan siendo no sólo muy parecidas a las del supuesto punto de enfrentamiento (la expresión de miembros de esta cultura a través de la música pop) sino complementarias en sus demandas, en sus caminos, en sus exigencias largamente ignoradas por el universo mestizo.

Lo mejor de todo es que la película no muestra este camino en eternos panfletos demagógicos ni con chirridos demandantes y llorones, sino con una onírica y placentera experiencia que incluso contrasta con las amenazas (ahora sí reales) hacia la cultura Wixárika que también están presentes en la película pero que permanecen tácitas el tiempo necesario para surgir atemorizantes en el desenlace de este viaje iniciático que es el encuentro de dos mundos que siempre han podido ser uno.

Un acierto más, el ojo de la película hacia los Wixárikas: imparcial, cercano sin ser invasivo, fascinado sin ser complaciente, enamorado sin convertirse en meloso, mestizo al 100%: nos darán los datos y la mirada necesarios para cruzar el cañón de esta narración, pero no nos demandarán un grado de excelencia en cultura huichola, las narraciones de Antonin Artaud (aunque a media película se piense en él) o un grado de preparación excepcional para acceder a este mundo. La razón es que el ojo sobre Nieri es el campo donde los universos de los Wixárikas y los mestizos se cruzan, donde interactúan. Por ello se comprende sin redundancias que en su pueblo Nieri hable con los lobos y en la Ciudad los encuentre disecados, que se nos diga que Nieri “desde que estaba en el vientre de su madre tenía los ojos abiertos” sin explicaciones facilonas o tremendamente espiritualizadas.

Y al final, el choque frontal, un desenlace onírico anunciado en el nombre pero que sorprende por los alcances tanto de su narrativa cinematográfica (elemental y sin elucubraciones) como de lo que nos deja ver entre líneas. De nuevo, que la cultura Wixárika está viva y acepta influencias, que esa influencias incluso pueden estar presentes en la forma de una banda de música pop y que en esas otras presencias puede hallar una voz extra que demande atención sobre la amenaza que sobre los Wixárikas se acomoda ya: una cultura (empresarial, basada en el dinero, desprovista de espiritualidad y de miras al futuro, inhumana y por ello asquerosamente capitalista) que pretende imponerse a las que comparten Wirikuta y sus ceremonias… Imponerse y nunca complementarse, nunca hermanarse como quedan hermanados aquí elementos que con menos tacto se habrían convertido en hilarantes y ridículos (ese venado en un escenario ultra urbano anunciando el nacimiento del Mara’akame) pero que aquí adquieren sentido, presencia visual, poder y trascendencia.

Para el nacimiento del Sol es necesario entrar a la caverna en donde este se levanta. El sueño del Mara’akame es un paseo de lógica propia por la caverna de Wirikuta para esperar que en algún momento el Sol rompa lo que parece ser una eterna oscuridad.

 

La caja vacía
Entremos de nuevo a los terrenos de la reflexión dentro de la refelxión presentados en el formato del personaje dentro de personaje pues Claudia Saint-Luce ha decidido dirigir, escribir y protagonizar esta historia que es a la vez su propia historia, que narra la difícil relación con su obsesivo y duro padre y la manera como lidió con ello.

Con un ritmo irregular (como irregular es la relación que quiere plasmar frente a nosotros) la película deja ver a veces secuencias enteras de un desconcierto brutal producto, claro, de lo personalísimo del caso que se pretende dibujar y que en consecuencia nos hunde en datos y reflejos que al desconocer (por supuesto) el caso real que se nos presenta, nos impide descifrar si se trata de pistas o datos reales. Otras veces, La caja vacía da la ilusión de querer empujar y con movimientos de cámara que en este marco se sienten atrevidos (hay giros de 360o donde la información se multiplica muy atractivamente), nos invita a pensar que la acción aplicará la tercera velocidad y comenzaremos ahora sí un exorcismo personal con una historia atractiva.

Sin embargo, eso no ocurre.

A poco de sugerir un cambio en su estructura (demasiado parsimoniosa queriendo ser interior pero consiguiendo divagaciones intermitentes y sin trasfondo) La caja vacía entra en terrenos de expiación que la hacen todavía más personal y por lo mismo inexplicable, como inexplicable es que al diagnosticarle demencia al personaje/padre de Jazímín/Saint-Luce la película no se vuelva demencial en cualquiera de sus razgos: las actuaciones, la cámara, la historia, las discusiones, dejando entrar un poco de aire en un planteamiento que la directora conoce a fondo pero al que quizá por lo mismo nos impide entrar con certeza y, sobre todo, interés.

Expiación que al contar con referencias que fuera de contexto saben a muy poco nos dejan a la deriva con personajes que no sabemos si son perfectamete despreciables (un padre machista y obsesivo, una hija resentida y gélida) o unos que han cambiado o cambiarán para bien.

Si La caja vacía se trataba de un intento por salir de la zona de confort que habría representado ajustarse a la dimensión de Los insólitos peces gato, se trata de un gran intento con resultados sosos y apagados, pero al final gran intento.

Si por el contrario, se trataba de dar un paso adelante, hay que decir que pocas veces se tiene éxito en esos planes cuando el paso adelante significa anunciar que estarán todas las cartas sobre la mesa, pero que la única capaz de leerlas e interpretarlas es quien las ha puesto sobre la mesa. Ello nos deja en la posición de un espectador hastiado y apresado en una narración limitada que probablemente (como el personaje masculino, padre-ogro) busca cubrir todos sus errores pero que en su obsesión termina por traer a la luz todas sus deficiencias.

 

La llegada
Si alguien pregunta alguna vez por una película circular, en la respuesta debe considerarse mostrarle Arrival, La llegada, drama sci-familiar producto de viajes internos tan placenteros como los que proveen las mejores drogas conciliadoras y reconciliadoras producidas por el hombre o la naturaleza.

Llegar e irse poco a poco aquieren el mismo significado dentro y fuera de un personaje enteramente atractivo como el de Louise Banks, Doctora Lingüista que será designada por el gobierno de los Estados Unidos para descubrir si los alienígenas que acaban de aterrizar en 12 puntos distintos del planeta Tierra traen con ellos buenas intenciones o no.

Si bien en un principio se juega con la idea reutilizadísima en el Hollywood del personaje salvador de la humanidad, La llegada transforma a Louise en una especie de elegida meritoria (es decir, ni es una iluminada ni se trata de la chica que encontró “la espada en la piedra”) que tendrá que hurgar en su propia memoria si es que quiere cumplir con la misión que le ha caído encima.

El juego de La llegada afortunadamente tampoco se desarrolla en la línea del tiempo tradicional del Hollywood más emocionado con la llegada de inteligencia extraterrestre sino que, volviendo al cruce de dimensiones de esas drogas diseñadas para el placer y la auto exploración, lo hace en busca de la forma circular (o esférica) en donde, como lo hace la película en sí, llegar y partir terminarán significando lo mismo (porque de hecho ya lo hacen) y el pensamiento líneal, lógico, bidimensional ha rebasado ya su fecha de caducidad.

Entre los llamados a la unificación mundial (“nosotros somos la raza sin un mando único” se dice oportunamente para evidenciar la urgencia de diálogo ya no con inteligencias extra terrestres sino con las terrestres), un par de nalgadas a la ONU (y su cada vez más angustiante inactividad), y el llamado urgente a un diálogo más humano, La llegada se vuelve una especie de hoyo luminoso en el que futuro y pasado se han curvado tanto que pronto serán lo mismo y en el que se aboga por un pensamiento redondo, multidimensional, no líneal, no racional, pero no por ello carente de sentido.

El truco aquí es aceptar que siempre ha habido y siempre habrá otras formas de pensar sin pensar, sin la lógica y el famoso positivismo que aquí son vistas como la mecha de un posible enfrentamiento entre terrestres y extraterrestres (los ultralógicos chicos de la milicia gringa). Sin ello será casi imposible avanzar en la propuesta real de Villenueve que si bien se soporta y complementa perfectamente con la parte familiar de su historia, pesa más y está mejor formado que este. Esa propuesta real es la de la apertura de mentes y discursos (no por nada casi lo primero que escuchamos en la película es que el lenguaje antes era considerado una forma de arte), el rompimiento de lo lineal y lógico, el despertar a la llegada o a la partida, el eterno regreso (no retorno) ejemplificado además con las visiones que Louise tiene de su pequeña hija y con quien iniciamos esta narración.

Para reforzar la pequeñez del pensamiento lógico humano, Villeneuve parece contar la historia desde el punto de vista alienígena, mostrando a los humanos –efectivamente- como una manada de roedores que se muerden los unos a los otros y reforzando esa sugerencia con ángulos cenitales desde la punta de las naves de los alienígenas desde donde los hombres se ven pequeños, deformados y enloquecidos.

El suspense de la película pasa entoces de la llegada de alienígenas y la posibilidad de un enfrentamiento (que tanto disfruta el Hollywood más codicioso), a suponer o asumir lo que los alienígenas dicen o dirán una vez descifrado su lenguaje, no la forma como se descifra. Estamos ante la expectativa sobre lo que ocurrirá después del estallido de la bomba y no sobre el conteo para hacerla explotar.

Ese suspense nos lleva con una mano casi dulce pero al mismo tiempo muy firme en el manejo de sus encuadres (podrían sin duda omitirse ciertos subtítulos justo en el corazón de la película) a una comprensión nueva del tiempo humano que si bien está retratada con cierta dosis de dulzura -completamente innecesaria- no se distrae de la necesidad de contarnos sobre cierta expansión del pensamiento en momentos tan oscuros como los que vive la humanidad, todo en y dentro de la mente de Louise que, hay que decirlo, a veces corre el riesgo de convertirse en una elegida mesiánica pero que por el contrario La llegada presenta y desarrolla como la selección natural de los alienígenas para comunicar su mensaje, algo mucho más cercano a Contacto (EUA, 1997) y a su manera (pero sin negar los vínculos) más alejado de Encuetros cercanos del tercer tipo (EUA, 1977).

En una serie de vueltas y flashbackforwards que hacen reorientar la brújula (el déja vu nunca había sido utilizado como en La llegada y aquí estamos incluyendo a The Matix) la cinta elabora, desarrolla y entrega su discurso circular a favor de la comunicación y del arte, de la expansión del universo interior, sin sonar jamás aspiracional ni mucho menos y que cuaja de forma casi perfecta al abrir su dicurso con el mismo cuadro y movimiento de cámara con el que empieza.

Al terminar, al ver la indescriptible e invisible transformación de Louise, la película ha dejado las preguntas necesarias para hacernos voltear a ver al otro (sí, se trata también de un discurso pacifista, pero no teman, perfectamente desarrollado) y, viendo al final el plano inicial de la película, preguntarnos si hemos llegado o el viaje ha comenzado.

¿Esperanzadora? Probablemente demasiado. Pero humana y circular en grados pocas veces vistos, también.

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