Sing Street, crítica

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Sing Street
La trampa homenaje
Por Erick Estrada
Cinegarage

De cabeza. John Carney lanza completamente de cabeza a su protagonista hacia el vacío de la primera adolescencia. Conor acaba de ser “transferido” de su escuela privada a una menos selectiva y por impulsos propios de esa primera adolescencia su primer enfrentamiento con la ley (un grupo de sacerdotes católicos con todo lo que ello implica) es directo, frontal y claro, como “I Fought the Law” que aquí escuchamos versionada por The Clash: “…and the law won”.

Desorientado como todos los adolescentes. Enamorado como todos los adolescentes. Emocionado como cualquiera entre los 13 y 14 años. Rebelde como suavemente son rebledes los adolescentes, Conor se abre paso en la escuela como cualquiera de nosotros, que todos fuimos adolescentes. En eso, Sing Street no presenta un sólo rasgo de originalidad excepto las frases que van construyendo el remate de una película que sin refugiarse en la nostalgia pura, utiliza todos sus elementos para aceitar las vías de su propio ferrocarril de emociones.

En parte Sing Street nos pide emoción a 100 antes que entregarla, y en este caso eso es una cualidad. Por otro lado la película elabora un excelente camino de reflexiones que contrapuestas a la emoción (combustible de esta particular etapa en la vida de Conor) son al mismo tiempo señales de que lo que Carney cuenta no es la típica historia del rocanrolero de barrio que conquista a una chica guapa por tener una banda de rock.

Sing Street quiere siempre ir más lejos y afortunadamente lo hace con los pasos necesarios para ello.

“Quiero hacer música futurista” dice Conor al único músico verdadero de su incipiente banda. Una declaración que habría pasado como una broma para iniciados si esta película no estuviese ambientada en la década de los ochenta, la del “no futuro”, llena de crisis económicas y sociales especialmente en Irlanda, que es donde comienza este trayecto.

Cuando Conor le dice esto al hombre que se interpone entre él y la chica de la que comienza a enamorarse, aquél le responde con facilidad pero con descaro “bien, entonces nos vemos en el futuro”. Siendo Conor un outsider de todas todas, con una banda de rock compuesta de otros tantos rechazados, sabiendo que el futuro es siempre de los descastados, ¿necesitamos respuesta ante esta declaración que insinúa despecho? No, salvo decir “efectivamente, nos vemos en el futuro”.

En lado complementario está Brendan, el hermano mayor de Conor, figura de culto casera que además ha renunciado a la universdad sabedor inconciente de que la escuela de la vida en circunstancias como las que viven (dentro y fuera de casa) es muchísimas veces mejor. Ese hermano funciona (sin mayores explicaciones, algo que también es una cualidad en la película) como un monje musical, un Freud de vinilos, un dj particular que a cada consulta que le hace Conor responde con un disco distinto (excepto de Genesis, algo que también hay que aplaudir). Él es quien orienta la inspiración que la chica en cuestión (de enigmático nombre, Raphina) le da a cuenta gotas (aunque sean gotas gordas) a Conor convirtiéndose en una especie de musicalizador de situaciones, alguien que dota de refugio musical al proceso de maduración en que se encuentra su hermano menor quien, a su vez se escabulle en las palabras de sus propias composiciones para curar las heridas de ese crecimiento. ¿Estamos pensando todos en The Boat that Rocked (EUA-Alemania-Francia, 2009)?

En medio, sin embargo, la pequeña enorme trampa de Sing Street que, teniendo como propulsores de sus capítulos videoclips de una década tan difícil para el mundo, tan ingenuamente afortunada para fenónemos como el del videoclip y tan prodigiosa en materia musical, se cuenta a sí misma a través de una buena y extensa serie de otros videoclips, los que Conor realiza para su banda al lado de Raphina que le da inspiración y bajo el ojo tutelar e inspiracional de Brendan. El discurso cinematográfico ahí pasa a un segundo plano para, ahora sí, sumergirnos en la futura nostalgia de Conor a través de oníricos pasajes que ahorran tiempo y esfuerzo para la construcción de un drama más poderoso.

La ventaja, sin embargo, es que utilizando todas estas armas (comenzando con el de la rebeldía ante autoridades tan absurdas como la de un cura-profesor), Sing Street no es nada de lo que hemos visto hasta ahora. La trampa está tendida y ha cerrado a la perfección.

Quien diga que esta es la historia de amor entre dos adolescentes que se encontraron en una década musicalmente prodigiosa y que deciden lanzarse en busca de su destino, ve un inexistente lado aspiracional en una película que es decididamente inspiracional.

Es la inspiración amorosa de Conor la que dispara su rebeldía, esa inspiración/intuición que nos lleva a buscar un camino alterno cuando hay necesidad de ello. Es inspiración la que su hermano Brendan le regala cuando la situación aprieta tanto como para exprimir los sueños del individuo en países en profunda crisis como lo era Irlanda en los ochenta y como lo son, ojo aquí, muchos de los países del mundo en este preciso momento.

La inspiración es también esa estela que otros dejan para que la recorran quienes vienen detrás, sean esos otros músicos pop, cerrajeros, intendentes, colegas en la escuela o portadas de disco. Esa estela es la que recorre Carney con su narración que ahora sabemos recurre al videoclip más como homenaje que como recurso de salida.

Debajo de Sing Street, como en las entrelíneas de una canción o de un texto de presentación a una lista de reproducción, tiene otra historia, sutil inspiración, elogio a quienes han abierto camino, declaración de amor a los hermanos, de sangre, de banda, de viaje, de escape. La inspiración es escape y la última secuencia de esta película es una elemental pero muy certera metáfora a ello, al escape inspirado, a la persecusión de una estela, la que sea, siempre que sea hacia el futuro.

Aquí nadie inventa el hilo negro… afortunadamente.

Sing Street
(Irlanda-Reino Unido-EUA, 2016)
Dirige: John Carney
Actúan: Ferdia Walsh-Peelo, Lucy Boynton, Kelly Thornton, Maria Doyle Kennedy
Guión: John Carney
Fotografía: Yaron Orbach
Duración: 106 min.

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